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Eran las veintitrés y cuarenta y cinco minutos.

Caminando hacia los ascensores, Christine dijo:

– Me alegro de que se haya quedado.

Peter pareció sorprenderse.

– ¿Míster Wells? ¿Por qué no habría de quedarse?

– En algunos hoteles no lo dejarían. Usted sabe cómo son: nada que salga de lo cotidiano, y además no puede molestarse a nadie. Lo único que quieren es gente que llegue, que pague su cuenta y se vaya. Eso es todo.

– Eso son fábricas de salchichas. Un verdadero hotel se interesa en la hospitalidad; y auxilia a un huésped, si lo necesita. Los mejores comenzaron así. Por desgracia, demasiada gente en este negocio lo ha olvidado.

Ella lo miró con curiosidad.

– ¿Cree usted que aquí lo hemos olvidado?

– ¡Por supuesto que sí! Por lo menos, la mayor parte del tiempo. Si pudiera hacer lo que quiero, habría algunos cambios… -se calló confundido por su propio exabrupto-. No importa. La mayor parte de las veces guardo esos pensamientos traidores para mí mismo.

– No debería hacerlo, y si lo hace, debería avergonzarse -detrás de las palabras de Christine estaba la convicción de que el «St. Gregory» era deficiente en muchos sentidos, y que en los últimos años se había dormido a la sombra de sus antiguas glorias. En la actualidad el hotel estaba enfrentado también a una crisis financiera que podría obligar a drásticos cambios, le gustara o no a su propietario Warren Trent.

– Hay cabezas y muros de ladrillo -objetó Peter-. Golpearse unos con otros no sirve de nada. W. T. no es partidario de ideas nuevas.

– Eso no es una razón para abandonarse.

– Habla usted como una mujer -rió él.

– Soy una mujer.

– Lo sé. Ahora comienzo a advertirlo.

Era verdad, pensó. La mayor parte del tiempo desde que había conocido a Christine, a partir de su propia llegada al.«St. Gregory», lo había dado por descontado. Últimamente, sin embargo, se había encontrado cada vez más consciente de cuan atractiva y personal era. Se preguntó qué haría ella el resto de la noche.

Dijo a manera de tanteo:

– No he cenado todavía; había demasiadas cosas que hacer. ¿Quiere acompañarme a cenar?

– Me encantan las cenas bien entrada la noche -respondió Christine.

Ya en el ascensor, él apuntó:

– Hay una cosa más que quiero investigar. Envié a Herbie Chandler para que se ocupara del problema del undécimo piso, pero no confío en él. Después estaré libre. -La tomó del brazo, oprimiéndolo apenas.- ¿Quiere esperarme en el entresuelo principal?

Las manos eran sorprendentemente suaves para pertenecer a quien podía ser desmañado a causa de su estatura. Ella miró de costado al fuerte y enérgico perfil con su acentuada mandíbula. Era una cara interesante, pensó, con una sugerencia de determinación que podía convertirse en obstinación si se le provocaba. Notó que sus propios sentidos se aguzaban.

– Bien, esperaré.

7

Marsha Preyscott hubiera deseado fervientemente pasar su decimonoveno aniversario de alguna otra forma, o por lo menos haberse quedado en el baile de la fraternidad Alpha Kappa Epsilon, que se celebraba en un salón del hotel, ocho pisos más abajo.

El rumor del baile, atenuado por la distancia y otros ruidos, llegaba hasta ella por las ventanas de la suite del undécimo piso, que uno de los muchachos había abierto hacía unos minutos cuando el calor, el humo de los cigarrillos y el olor de las bebidas en la pequeña habitación, se habían hecho insoportables, hasta para los que podían apreciar, cada vez menos, esos detalles.

Fue un error venir aquí. Pero, con su rebeldía de siempre, había buscado algo diferente, que era lo que Lyle Dumaire le prometió. Había conocido a Lyle años atrás, salía con él de vez en cuando, y su padre era el presidente de uno de los Bancos locales, y muy amigo del suyo. Lyle le había dicho mientras bailaban: -Esto es para niños, Marsha. Algunos de los muchachos han tomado una suite y hemos estado allí la mayor parte de la tarde. Se están divirtiendo -ensayó una risa de nombre que en cierta forma se convirtió en una risita falsa, y luego le preguntó en forma directa-: ¿Por qué no vienes?

Sin recapacitar, había respondido que sí, y abandonando el baile subieron a la pequeña y repleta suite 1126-7, donde los envolvió una atmósfera pesada y un clamor de agudas voces. Encontró más gente de la que esperaba, y el hecho de que algunos de los muchachos ya estuvieran muy ebrios, era algo con lo que no había contado.

Se hallaban varias jóvenes, a la mayoría de las cuales conocía de manera superficial, y les dirigió algunas palabras a pesar de que era difícil oír o ser oído. Una que no hablaba, Sue Phillippe, aparentaba haberse desmayado, y su compañero, un muchacho de Baton Rouge, le echaba agua encima con un zapato, que llenaba en el cuarto de baño. El vestido de Sue, que era de organza rosa, estaba empapado.

Los muchachos recibieron a Marsha con gran efusión, aunque casi en seguida se volvieron a su improvisado bar, instalado en un botiquín con cristales, colocado de costado y la puerta abierta. Alguien, no sabía quién, le había puesto un vaso, torpemente, en la mano.

Era obvio que algo sucedía en la habitación adyacente, cuya puerta estaba cerrada y en la que se habían reunido como un racimo un grupo de muchachos, entre ellos Lyle Dumaire, dejando sola a Marsha. Oyó retazos de conversación, incluyendo la pregunta:

– ¿Qué te ha parecido? -pero la respuesta se perdió en una explosión de risas lascivas.

Cuando algunas otras observaciones le hicieron comprender o suponer lo que estaba sucediendo, el desagrado la determinó a marcharse. Hasta la grande y solitaria mansión de Garden District era preferible a esto, a pesar de que le disgustaba su vacío, pues sólo quedaban ella y los sirvientes cuando su padre se marchaba, como ahora, por seis semanas. Continuaría ausente por dos semanas más, por lo menos.

El pensamiento de su padre recordó a Marsha que si éste hubiese vuelto como lo había pensado y prometido en un principio, ella no estaría ahora aquí, ni hubiera venido al baile de la fraternidad. En cambio, habría tenido una fiesta de cumpleaños, presidida por Mark Preyscott, con su modo fácil y jovial, reuniendo algunas de las amigas de su hija, quienes si se presentaba la alternativa, estaba segura, hubieran rechazado la invitación de Alpha Kappa Epsilon. Pero no había vuelto a su casa. En cambio, telefoneó disculpándose, como siempre lo hacía, y esta vez desde Roma.

– Marsha querida, he tratado de llegar, pero no he podido. El negocio aquí me retendrá dos o tres semanas más, pero te lo compensaré, querida. De veras, lo haré cuando llegue a casa -le preguntó, a manera de tanteo, si Marsha querría visitar a su madre y al último marido de ésta en Los Angeles, y cuando rehusó, sin tener que pensarlo siquiera, su padre le dijo-: Bien, de todas maneras, que pases un feliz cumpleaños… y va algo en camino que creo te gustará. -Marsha sintió deseos de llorar ante el tono dulce de su voz, pero no lo hizo porque desde hacía mucho tiempo había aprendido a no hacerlo. Tampoco tenía objeto preguntarse por qué el propietario de una gran tienda de Nueva Orleáns, con un plantel de ejecutivos muy bien remunerados, había de estar más inflexiblemente atado a los negocios que cualquiera de sus empleados.

Tal vez hubiera otras cosas en Roma que no le quisiera contar, así como ella jamás le diría lo que estaba sucediendo ahora mismo en la habitación 1126.

Cuando decidió marcharse, fue a dejar el vaso en el borde de la ventana, y ahora, allá abajo, podía oír que estaban tocando Stardust. A esa hora de la noche la música que elegían era más sentimental, especialmente si el director de la banda era Moxie Buchanan con sus All Star Southern Gentlemen que tocaban en la mayoría de las fiestas sociales de categoría del «St. Gregory». Aunque no hubiera estado bailando allí antes, habría reconocido el arreglo… los bronces cálidos y dulces y sin embargo, dominantes, que era la característica de Buchanan.