– Ahora es bien -dijo, y adoptó una postura delante del biombo-, porque el milagroso Kleppini es aparecido.
Con todo el dramatismo que era capaz de concentrar, esta mujer de cara gris empezó a agitar una calabaza africana con un toque insistente y regular. Evidentemente, aquello pretendía incrementar el suspense de la situación, pero cuando pasaron dos minutos completos sin que pasara nada, los cuatro nos empezamos a impacientar. Entonces, finalmente, Kleppini apareció dando una zancada y haciendo un dramático gesto. Movía la mano en señal de agradecimiento, parecía querer decir que su aparición no había tenido nada de milagrosa, cuando en realidad simplemente había salido de detrás del biombo.
– Les saludo, les saludo a todos -dijo con una profunda reverencia-. Me siento. Me siento con ustedes.
Herr Kleppini era un hombre más pequeño y menudo de lo que la ilustración de su cartel sugería. De hecho, era algo más bajo que Houdini y solo la mitad de ancho. Vestía una bata azul pálido salpicada de estrellas plateadas y su cabeza estaba envuelta en un turbante deshilachado que llevaba el inconfundible sello de la ropa blanca de hotel.
– Y ahora -dijo, poniendo las manos sobre la mesa-. Unamos nuestras manos, y juntos intentaremos comunicarnos con el gran más allá. Juntos trataremos de cruzar el tormentoso abismo que separa nuestro mundo del suyo, los vivos de los muertos.
Kleppini cerró los ojos y comenzó a mecer su cabeza adelante y atrás tarareando en voz alta.
– Grandes espíritus -canturreó-, seres de la noche, oídme. Oíd a Kleppini, que os llama desde la tierra de los vivos.
Retomó la cantinela a mayor volumen y su cabeza continuaba meciéndose adelante y atrás.
– Grandes espíritus… grandes espíritus… Esperen. -Kleppini se sentó derecho y miró fijamente a través de la habitación-. Siento otra presencia. Siento que los espíritus están con nosotros ahora. Oh, espíritus, déjenme ser su conducto para que hablen. Déjenme ser su voz.
Con un estallido final de frenético tarareo, la cabeza de Kleppini se desplomó sobre la mesa.
Por un momento, los cuatro permanecimos sentados en silencio, con las manos unidas todavía, mirando aprensivamente a la figura desplomada sobre la cabecera de la mesa.
– Quizá se ha ido y está muerto él también -sugirió el comerciante.
– Silencio -protestó su amiga-. Está intentado alcanzar a los espíritus. -Se inclinó hacia Kleppini, solícita-. ¿Señor Kleppini? ¿Está usted bien? ¿Podemos ayudarlo de alguna manera?
Reanimado de repente, Kleppini echó la cabeza hacia atrás y soltó una profunda y estridente carcajada.
– No soy Kleppini -rugió con voz áspera-. No soy el bueno y gentil Kleppini. Soy lord Maglin. El difunto lord Maglin. He vuelto de entre los muertos para estar hoy aquí. Para ver cómo la habitación se estremece ante mi presencia.
La cortina gris y la mesa comenzaron a temblar como si tuvieran miedo.
– Es una farsa -susurró el joven viajante-. Está moviendo la mesa él mismo. Y su mujer se encarga de la cortina.
– ¡Silencio!-gritó Kleppini-. Lord Maglin ordena que se callen. No les corresponde cuestionar el funcionamiento del mundo de los espíritus. Hay enigmas que ningún hombre vivo podría comprender.
Desde detrás del biombo se escuchó el gemido de una trompeta. Poco después, el instrumento mismo pareció volar por encima de nuestras cabezas.
– Está atada a un cable -insistió el vendedor-. La trompeta está atada a un cable.
– Ordeno que se callen -repitió Kleppini, todavía con la voz de lord Maglin-. Los espíritus no tolerarán incrédulos.
– Cállate, Willard -instó la joven a su acompañante-. Quiero ver qué pasa.
– Mejor será que escuche a su joven amiga -advirtió Kleppini siniestramente-. Ella conoce el poder del mundo de los espíritus. Ella conoce el gran… misterio.
Una mano fantasmal apareció suspendida sobre nuestras cabezas para desvanecerse de inmediato. La joven gritó al verla.
– Ahora -retomó Kleppini-, ¿quién hará una pregunta a lord Maglin, el príncipe del mundo de los espíritus? No tengan miedo. El pasado, el presente y el futuro son iguales para mí aquí. Los seres queridos que habéis perdido están aquí conmigo ahora, y los enigmas de la historia se desvelan. Pregunten lo que quieran. Usted, señor. -Señaló al marinero con un gesto claro-. ¿Cuál es su pregunta para los espíritus?
El marinero, que se había negado a unir sus manos con el resto de nosotros, colocó su garfio lentamente sobre la mesa.
– Bueno, no estoy seguro, yo…
– Deje a un lado sus temores -exhortó Kleppini-. Como el lagarto moteado se retuerce sobre las arenas del destino, la verdad está al alcance de su mano. Pregunte lo que desee.
– Bien. -El marinero tosió y se acarició la incipiente barba de su mentón-. Está este compañero que tuve una vez, cayó por la borda justo a la salida de Spitsbergen…
– Sí, sí -Kleppini entonó-, y desea hablar con él. Muy bien. El lobo negro que aúlla a la luna de la providencia nos sonríe. Su amigo se aproxima ahora.
El sonido de un golpeteo fantasmal inundó la habitación, seguido por un ruido de cadenas.
– Escuche… aquí llega. Aquí llega. Llámelo.
– ¿McMurdo? -llamó el marinero, vacilante-. ¿Estás ahí?
– Sí, soy yo, McMurdo -dijo Kleppini, con una voz ahora trémula y fantasmal-. Me alegra oír tu voz otra vez, amigo mío. Hay tanto que contar. Veamos qué es lo que el futuro te depara. Veo muchas cosas. Tú… tú ayudarás a un extraño… y él… él te recompensará. Te recompensará más allá de lo que nunca has soñado. Sí, eso es lo que pasará… Y espera. Veo más… tú… tú serás… muy feliz. -Kleppini dejó caer su cabeza hacia delante, exhausto.
– ¿Eso es todo?-exclamó el marinero blandiendo su garfio en el aire-. ¿Ayudar a un extraño? ¿Recompensado? Tiene que haber algo más que esto.
– Lo siento -respondió Kleppini, una vez más con la voz de lord Maglin-. La oscuridad envuelve el tercer ojo de la araña.
– Pero… pero…
Kleppini lo hizo callar con un gesto.
– ¿Quién más desea hacerle una pregunta a los espíritus?
La pálida joven habló.
– Me gustaría hacerles una pregunta, oh, espíritus -dijo con gran reverencia-. ¿Hablarán conmigo?
Asintiendo solemnemente, Kleppini retomó su desafinado canturreo a un mayor volumen.
– Sí, sí, como el pez dorado nada en las cristalinas aguas del mañana, los destinos se revelan ante mí. ¿Con quién le gustaría hablar a través de esta división del espíritu?
– Yo… Yo tengo una tía -tartamudeó la chica poniéndose aún más pálida-, la tía Gwyneth. Me gustaría hablar con ella, si le complace.
– ¿Gwyneth?-entonó Kleppini-. Sí, Gwyneth está con nosotros ahora. Todavía se esfuerza por ser oída. -Kleppini inclinó su cabeza y la habitación se llenó de nuevo de un repiqueteo fantasmal
– ¿Hola? -La voz de Kleppini sonó con un falsete artificial-. ¿Hola? ¿Eres mi sobrina? ¿Estoy hablando con mi querida niña?
– ¡Sí, tía Gwyneth! -exclamó la chica, bastante sobrecogida-. Soy yo, Isabel.
– Isabel, querida. Me alegro tanto de estar contigo otra vez. Tengo algo que decirte. Algo muy importante… Pero espera. Espera. La niebla se hace más densa. No puedo oírte… ¿Estás todavía ahí, Isabel?
– Sí, sí, aquí estoy -dijo Isabel.
– Temo por ti, querida. Temo que ese joven que te acompaña no sea de los buenos. Ese tipo de hombre no trae sino problemas. Es un… un incrédulo.
– ¿Un incrédulo?
– Sí. Te traerá dolor, querida. Nada más que penas.
– ¿Qué debo de hacer entonces? -preguntó la joven ingenua.
– Un extraño te tratará con amabilidad -respondió la voz en falsete-, y verás el camino.