De pronto no lo pensé más y cancelé los autobuses que tenían que llevarnos al aeropuerto. Sí, eso hice, sin encomendarme a Dios ni al diablo (por supuesto, mucho menos a Luis, que para estas cosas no es nada comprensivo). También di orden en los hoteles de que no despertaran a los invitados como estaba previsto y todos se quedaron durmiendo la borrachera encantados de la vida. Cuando alguien en casa, los chicos o incluso Luis, me preguntaba, yo me encogía de hombros: «El UPDK -decía-, un fallo de Petrov o de Ivanov, quién sabe…» y luego, con mi mejor careta rusa, añadía: «Qué pena, che, con lo lindo que es Leningrado…».
Luis estaba enojadísimo y ya dispuesto a enviar una nota de protesta al ministerio.
Al final improvisamos y llevamos a los invitados, bastante resacosos, por cierto, a hacer una visita completa al Kremlin, y al día siguiente volvieron a España, según estaba programado, y todos satisfechos con el casamiento. Y yo, después de completar toda esta hazaña en tiempo récord, con cuatro kopeks de nuestro bolsillo, creo que estoy perfectamente preparada para que me encarguen la organización de los próximos juegos olímpicos de verano.
Veinte días más tarde llamó el corresponsal de Associated Press para pedir la lista de invitados al casamiento. Luis creyó que era para sacar alguna nota social por haber sido la primera boda católica en Moscú desde la Revolución (al parecer la noticia ya había salido en algunos diarios), pero le extrañó que lo hiciera con tanto retraso.
– No, señor, es por lo del accidente -le dijo el periodista.
– ¿Qué accidente? -preguntó Luis.
– El del avión. Están todos muertos, ¿no?
Por un momento, Luis pensó que el periodista se estaba confundiendo con el avión de estudiantes uruguayos que desapareció en los Andes al día siguiente de la boda y que nos tiene tan angustiados porque en aquel viajaban varios hijos de amigos nuestros y todavía no se sabe nada de ellos.
– No, no, nada de los Andes -dijo el corresponsal-. Hablo del vuelo de Aeroflot a Leningrado que tomaron sus invitados al día siguiente de la boda. No hay supervivientes, ¿verdad?
En la Unión Soviética no se suele comunicar a la prensa los accidentes aéreos porque como son bastante numerosos podrían suponer un desprestigio para el país. Sin embargo, en esta ocasión, y como había muchos extranjeros en la lista, alguien había filtrado la información a los corresponsales de la prensa internacional en Moscú. Nuestros nombres aún figuraban en esa fatídica lista a pesar de que habíamos suspendido el viaje a último momento. Nos quedamos helados.
Luis me miró con cara de «vos tenes poderes que no me querés contar». Yo, la verdad, no sabría explicar qué me pasó. Hasta el día de hoy no lo sé. Digamos que fue una premonición. O una ayudita de arriba. De san Basilio, el de la catedral tan linda con las cúpulas torneadas. O, ¿por qué no?, del otro ocupante de la Plaza Roja. Del camarada Lenin, que quiso agradecer así que una novia occidental le regalara su ramo de flores.
Como diría Vladimir Illich: kto znaet, que significa «quién sabe».
Como ya hemos dicho antes Gervasio y yo, y aunque no registremos en este libro más que algún caso aislado, la vida de nuestra madre estaba salpimentada con intuiciones y fenómenos cuando menos extraños. Siempre hemos creído que eran coincidencias o producto de una imaginación «un poco vivaz» (como se decía antes), pero en algunos casos, por ejemplo, el que acabamos de relatar, no tienen una explicación racional.
La duda viene de lejos. Cuando nuestra madre tenía cuatro años se convirtió en una celebridad en Montevideo. La gente hacía cola a la puerta de su casa de la avenida de Brasil. Todo empezó de la manera más inofensiva: la niña tenía una amiga invisible, y pasaba horas y horas bailando y jugando con su amiga. Pero no era una amiga invisible cualquiera. Cuentan que un día nuestro abuelo, estupefacto, observó cómo su hija se elevaba unos centímetros de la cama en la que descansaba mientras reía hablando animadamente con alguien. Además, según cuentan, cuando ella decía que estaba con su amiga, la habitación se llenaba de un olor fragante e intenso. Asustados, nuestros abuelos llamaron a un sacerdote que procedió a interrogar a la niña.
– ¿Cómo es esa amiga tuya?
– Lleva un vestido blanco, largo y parece que no tiene pies, que flota. Siempre tiene rosas en las manos.
– ¿Cómo dice que se llama? -preguntó el cura, temiendo probablemente que dijera «Belcebú».
– Dice que se llama Teresita.
– ¿Y de dónde viene?
– De un sitio que ella llama Francia.
El sacerdote no necesitó oír más y con grandes aspavientos decretó que la niña veía a santa Teresita de Lisieux, muerta a los veinticuatro años en olor de santidad, doctora de la Iglesia y que había sido recientemente canonizada. A pesar de los esfuerzos de nuestros abuelos, la noticia corrió por todo Montevideo. La cosa probablemente no habría pasado a mayores de no ser por una circunstancia que, vista con la perspectiva del tiempo, resulta difícil de creer. Por lo visto, un médico colega de mi abuelo, famoso por su ateísmo, se estaba muriendo. Su mujer, desesperada porque quería que se confesara, pidió que aquella niña, o sea, nuestra madre, de la que se decían tantas cosas, fuera «a ver al moribundo. La angelical niña (probablemente su aspecto contribuía a la sugestión colectiva), de largos tirabuzones rubios, grandes ojos verdes ¡y sólo cuatro años!, llegó y pidió a todo el mundo que saliera de la habitación del enfermo. Se quedó a solas con él un largo rato. Cuando salió del cuarto, el amigo de nuestro abuelo llamó a su mujer y le dijo que fuera a buscar un sacerdote (o al menos eso nos han contado). En otra ocasión, la hija del entonces presidente de la República cayó gravemente enferma. Como parecía que no había remedio para aquel súbito mal, mandaron a buscar a mi madre esperando un milagro de la santa por su intercesión. Ella se volvió a encerrar con la paciente a solas en su cuarto.
– ¿Se salvará? -preguntaron todos ansiosamente a su salida.
– Morirá pero vivirá -dijo la niña.
En efecto, la hija del presidente murió al día siguiente pero sus padres quedaron reconfortados pensando que la niña iría a los cielos.
Para nosotros estas historias parecen sacadas de una novela de realismo mágico, pero lo cierto es que hay personas en Montevideo que aún las recuerdan. Cuentan también que, igual que empezaron las apariciones, un buen día cesaron y las cosas volvieron a la normalidad. La familia corrió un tupido velo y nuestra madre, que era muy pequeña, no guardó recuerdo alguno hasta que, muchos años después, una tía suya se lo contó con gran admiración y lujo de detalles. Sea como fuera, a lo largo de su vida, siguieron produciéndose fenómenos, aunque menos espectaculares que los mencionados.
Con el tiempo nuestra madre ha tendido a exagerar al contar este episodio del accidente de avión, adornándolo con una serie de detalles que no se recogen aquí, pues hemos preferido contar lo que realmente sucedió, que en sí ya es suficientemente curioso.
No sabemos si realmente esta premonición salvó la vida de todos nuestros invitados, pero lo curioso es que ese mismo día, 13 de octubre de 1972, hubo un auténtico milagro verificable, aunque nuestra madre no tuvo nada que ver con él. Dieciséis de los ocupantes del avión uruguayo caído en los Andes ese mismo día sobrevivieron setenta y un días en condiciones extremas en la cordillera, hasta que dos de ellos bajaron de la montaña por su propio pie para buscar ayuda. Una hazaña única que ha pasado a formar parte de la memoria colectiva de medio mundo.