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Y luego está «la otra invitada». En casa se oyen ruidos raros, hay puertas que se abren y se cierran solas, o se caen cosas sin motivo cuando no hay nadie cerca. Yuri, el mayordomo, está convencido de que se trata de un dotnovoi, unos duendes muy peludos que, según la tradición rusa, protegen la casa. Esto lo comenta muy bajito para que los micrófonos no le delaten como un supersticioso antisoviético.

– Este Yuri, como es de pueblo, sigue creyendo en las mismas paparruchadas de sus abuelos mujiks -me cuenta Luisa, nuestra ama de llaves-. Mire, señora, la culpa de todo la tiene el comerciante cargado de millones que era el dueño de esta casa antes de la Revolución. Era un salvaje -asegura Luisa- y organizaba grandes orgías que duraban días, con todo el mundo atiborrándose de la comida más exquisita, de champán y vodka, con grupos de zíngaros turnándose para que la música no parase jamás. Aquel cerdo reaccionario se enamoró de la más guapa de todas las zíngaras, una mujer bellísima, según cuentan, con unos enormes ojos verdes de gato. Esto le trajo muchos disgustos, porque, ya sabe usted señora, cómo son los gitanos para sus cosas, pero finalmente consiguió convertirla en su amante y traérsela a vivir a esta casa. La cubrió de arriba abajo con las joyas más caras y las mejores pieles. La llevaba como una reina, de paseo por la Sadovaya, en su trineo con arreos de plata tirado por dos caballos ingleses -continúa Luisa como si lo hubiese visto con sus propios ojos-. Lo malo es que ella era joven y él un viejo. Ya sabe cómo acaban estas cosas. Un día, el comerciante llegó antes de lo esperado de un viaje y se encontró a la chica en brazos de uno de los zíngaros. Los mató allí mismo, en su dormitorio, que ahora es donde duerme usted -dijo Luisa.

«No sé por qué -dije para mis adentros-, ya me lo temía.»

– El cadáver de él se lo echó de comida a sus perros de caza y el de ella…, ay, señora, el de ella lo descuartizó y lo quemó en la chimenea de la biblioteca. Sí, señora, así como se lo cuento. Hay gente que dice incluso que se mandó hacer un guiso con esa carne, pero ya sabe que la gente exagera mucho. El caso es que el alma de la gitana sigue todavía entre estas cuatro paredes y ella es la responsable de todas las cosas que se rompen en esta casa. Lo hace para que no la olvidemos. Hace unos años un embajador trajo unos zíngaros para una fiesta y se negaron a tocar, y luego dijeron que era porque se oían sollozos por toda la casa.

Como siempre, Luis opina que esto son tonterías, que las casas viejas, y además con ratas, siempre tienen ruidos siniestros, pero el hecho es que el resto del servicio también se queja. Serioya, el carpintero-instalador-de-micrófonos, dice que, aunque su materialismo dialéctico le impide creer en supercherías, él no se quedaría solo en la cocina de noche ni loco. Además, cuando estábamos en Montevideo también vivíamos en una casa grande y vieja y los ruidos no tenían nada que ver con estos. Malheureusement, me parece que para cosas de esta naturaleza no sirven los matarratas. El otro día se lo conté al padre Richards para ver si podía hacer algo, yo qué sé, unos responsos o algún exorcismo, pero me mandó a paseo, así que nos tendremos que acostumbrar a esta inquilina. Como dice Iñigo, por lo menos la zíngara no se come las provisiones como las ratas.

– Es una pena que al final Yuri no tenga razón -concluye Luisa mientras me guarda cuidadosamente unas medias dentro del bolsillo de una camisa (tiene un sentido del orden un poco peculiar)-. Nos vendría mucho mejor que fuera un dotnovoi. A esos espíritus les encantan las casas limpias y en orden y son famosos por ayudar en las tareas domésticas. Dicen que si estás a buenas con ellos y te dejas, por ejemplo, un vaso sucio en alguna parte, ellos se encargan de limpiarlo. Nos vendría muy bien que nos echaran una mano de vez en cuando.

«Ummm, qué interesante -no puedo evitar pensar, frotándome mentalmente las manos-. Quizá podría domesticar a uno de esos dotnovoi. Le enseñaría a cocinar y así no tendría que depender de las manazas de Larissa.» A los niños les ha divertido muchísimo la historia y, como si se tratase de un animal doméstico, les ha parecido mucho más práctico un duende multiusos que una zíngara descuartizada. Continuando con la broma y siguiendo las indicaciones de Yuri y de la vieja tradición rusa, hemos preparado un bizcocho. Lo hemos dejado (debidamente cubierto para que no se lo coman las ratas) junto a un papel con la antigua fórmula para atraer un domovoi a nuestra casa: «Dedushka Domovoi, ven a mi casa y ayúdanos a tenerla limpia». A falta de una receta local, los niños y yo nos hemos inventado este bizcochuelo:

BIZCOCHUELO ARROLLADO ESPECIAL PARA ATRAER DOMOVOIS

Ingredientes

6 huevos

6 cucharadas de harina

6 cucharadas de azúcar poco llenas

200 g de dulce de leche o la mermelada que se prefiera

PREPARACIÓN

Batir las claras a punto de nieve. Agregar el azúcar y seguir batiendo. Añadir las yemas sin dejar de batir. Luego incorporar la harina poco a poco, removiendo siempre para que la masa quede muy ligerita. Verter en una fuente alargada, ancha y engrasada, en una capa de unos dos dedos de alto. Introducir en el horno precalentado a unos 150° C y cocer unos 10 minutos. Espolvorear con azúcar una servilleta ligeramente húmeda y colocar encima el bizcochuelo. Rápidamente untar toda la superficie con el dulce de leche o la mermelada. La servilleta húmeda permitirá que el bizcochuelo se mantenga blando para envolverlo fácilmente. Enrollar el bizcocho formando un cilindro.

– Es cierto que en la casa de Moscú yo no llegué a vivir más de quince días seguidos, unas semanas antes de mi boda y luego en vacaciones y, por tanto, no debería opinar. Pero para mí, Gervasio, esta historia de fantasmas, domovois y zíngaras descuartizadas que cuenta mamá, de tanto repetirla habéis acabado creyéndoosla.

– Comprendo tu escepticismo, Carmen. De hecho, durante mucho tiempo yo también pensé que eran imaginaciones nuestras. Pero años más tarde, cuando Íñigo y yo regresamos a Moscú, en nuestro tour nostálgico volvimos a aquella antigua casa que sigue siendo la residencia uruguaya. El entonces embajador, el doctor Fajardo, que había sido segundo de nuestro padre en Londres, nos recibió muy amablemente y nos enseñó aquellas habitaciones tan llenas de recuerdos y que, en algún caso, conservaban las mismas cortinas que había puesto mamá. Ya como adultos pudimos apreciar el maravilloso barroquismo art nouveau de las lámparas, apliques, escaleras y boiserie. «¡Qué suerte poder vivir en una casa tan bonita, embajador!», dijo Íñigo. «No creas -respondió Fajardo-. Si por mí fuera, preferiría vivir en un buen piso calentito donde los baños funcionen como Dios manda. Esta casa es muy adecuada para cuando hay que organizar una recepción, pero tiene más de ochocientos metros cuadrados y desde que me separé de mi mujer recién llegado a Moscú, se me cae encima los fines de semana. Entonces se va el servicio y me quedo solo en este enorme caserón. Y con esos ruidos…» «No fastidies, no me digas que la gitana errante sigue por aquí», le dije entonces. «No sé exactamente de qué se trata porque nadie quiere decírmelo -confesó el embajador-, pero se caen cosas y las ventanas se abren solas en verano. La cocinera está aterrorizada y ha acabado por ponerme nervioso a mí».