El maître, que ya nos conoce de otras veces, nos recibió muy amablemente, lo cual, después de llevar varios meses seguidos en la Unión Soviética, choca un poco. El trato educado tiende a ser visto como un valor burgués y decadente y muchos empleados en sitios públicos se esfuerzan en demostrar su adhesión al socialismo tratándote como un trapo. Es muy curioso, pero cuando uno llega a conocer a esas mismas personas fuera del trabajo, muchas veces sorprenden por su amabilidad, calor humano y buena disposición para lo que se les pida, siempre y cuando no estén en una cola de algo, claro. Una más de esas contradicciones fascinantes de los rusos.
En la mayoría de los restaurantes soviéticos, la carta es bastante similar y monótona. Además, la mayoría de los platos, a pesar de figurar en el menú, jamás está disponible, con lo que las opciones se limitan enormemente. Al final todo suele reducirse a borsch (sopa de remolacha con nata); caviar con blinis; sakuski (unos entremeses compuestos habitualmente por arenques ahumados, repollo, pepino y embutidos variados), julienne (unas cazuelitas con un guiso de pajaritos y hongos que yo nunca me atreví a tomar por lástima hacia las pobres aves), strogonof y pollo a la Kiev. Esto fue lo que pidieron los chicos porque es su plato favorito. Luis y yo pedimos un pescado que nos recomendó el maître, más que nada por salir de la rutina. Normalmente intentamos no pedir pescado en verano porque a menudo hay cortes de luz y nos da miedo que esté estropeado, pero en el Berlín hay un pequeño estanque en medio de la sala y los sacan del agua delante de nuestros ojos.
Una vez pedidos los platos, nos olvidamos completamente de la comida, como hemos aprendido a hacer desde que vivimos en la URSS. Los rusos no van a los restaurantes a comer, sino a beber vodka, charlar y pasar el rato, así que el primer plato suele tardar más de una hora en llegar, para que los amigos tengan tiempo de contarse sus cosas sin distracciones, aunque me imagino que esto también debe de ser una excusa de los cocineros, que no son precisamente ejemplo de la productividad soviética.
Aunque yo pretendía no hablar mucho del tema del golpe en Uruguay y de la incertidumbre que nos genera, a Luis le resulta bastante difícil hablar de otra cosa. Cuando nos quisimos dar cuenta, ya había pasado hora y pico y estaba llegando nuestra comida. Forré a los niños de servilletas para que no se mancharan con el pollo a la Kiev. Está relleno de mantequilla fundida y siempre que se pincha por primera vez sale un chorro a presión con trayectorias imprevisibles y consecuencias normalmente desastrosas.
Probé un poco y estaba delicioso. Es el plato estrella de la cocina rusa y en el Berlín les sale estupendo. Siempre me había preguntado cómo hacían para sellar la mantequilla dentro de la pechuga y que no se saliera. Como el maître estaba tan amable le dije si me podía conseguir la receta, cosa que pareció ponerlo algo nervioso. Al cabo de un rato le dijo a Luis al oído que fuera a reunirse con el cocinero en el cuarto de baño de caballeros. Allí, éste le pasó disimuladamente un papel con la receta y Luis le dio unos rublos. No sé qué hubiese pensado Graham Green de este intercambio de información tan altamente confidencial…
Como estábamos entretenidos con todo este complot, no nos habíamos dado cuenta de que los niños se habían adueñado de la botella de vino búlgaro «Sangre de Toro» que habíamos pedido. Gervasio balbuceaba cosas inconexas e Íñigo se había quitado un zapato y lamía la suela con gran deleite. Aunque a esas alturas la mayoría de los clientes del Berlín estaban entonando ya canciones patrióticas, sin duda había llegado el momento de irnos, eso sí, con nuestro preciado secreto en una hoja de papel.
POLLO A LA KIEV (KOTLETA PA KIEVSKl) DEL RESTAURANTE BERLÍN
Ingredientes
(para 8 personas)
8 pechugas de pollo con el hueso del ala
200 g de harina
5 huevos
400 g de pan rallado
aceite para freír
sal y pimienta
300 g de mantequilla
4 dientes de ajo
perejil
PREPARACIÓN
Pedir al carnicero las pechugas con el hueso del ala incluido. Cortar la mantequilla en ocho trozos iguales, dejar que se ablande un poquito y amasarla con el ajo picado muy finito, el perejil, la sal y la pimienta, dándole una forma alargada, como una croqueta. Envolver cada pedazo en papel vegetal o de aluminio y guardar en el congelador.
Separar la carne del hueso del ala. Debe quedar un poco suelto de la pechuga, pero no del todo. Quitar grasa y piel. Con un cuchillo afilado sacar un filete de la carne de la pechuga y reservarlo. Luego hacer una incisión para abrir la pechuga como si fuera un libro. A continuación, aplanarla con un mazo de cocina y dejarla especialmente fina en los bordes. Tener cuidado de no desgarrar el hueso del ala. Hacer lo mismo con el filete que se ha sacado antes.
Poner en el centro de la pechuga aplanada uno de los trozos de mantequilla congelada. Cubrir la mantequilla con los faldones de la pechuga por arriba y por los dos costados para que quede bien cerrada. Introducir el hueso del ala en la mantequilla como si fuera un mango. Coger el filete reservado y enrollarlo sobre el hueso del ala y el rulo con la mantequilla dentro. Es muy importante que quede bien apretado para que al cocinar la pechuga no se salga la mantequilla.
Batir los huevos en un bol. Pasar los rulos primero por el huevo, después por harina y después por pan rallado. Volver a cubrir con huevo.
En una sartén calentar el suficiente aceite para cubrir la mitad de las pechugas. Dorar a fuego medio.
Sacar las pechugas y cocerlas en el horno precalentado a 200° C durante unos 15 minutos. Ponerlas sobre papel absorbente para eliminar el exceso de grasa y servirlas con arroz, verduras y champiñones.
EXILIADOS DEL PALADAR
«Señora, bienvenida a las tinieblas.» Con estas reconfortantes palabras me recibió Luisa, nuestra ama de llaves cuando volví a Moscú después de las vacaciones y unos días en Madrid solucionando temas de estudios de los chicos y visitando a Carmen. Me dijo esto mientras me entregaba un sobre de correos que contenía mi ropa interior limpia. Sí, en un sobre de correo aéreo, una costumbre suya que aún no he llegado a descifrar. Aunque sólo estamos a mediados de septiembre, llueve sin parar y la ciudad ya se ha vestido de un gris otoñal bastante deprimente. La idea de tener todo un invierno por delante acá resulta dura. Encima de que los días son cada vez más cortos y oscuros, este curso Gervasio e Íñigo se quedan en España y sólo está con nosotros Dolores, y a veces Mercedes. Además, la incertidumbre sobre la situación en Uruguay después del golpe hace que tengamos la moral un poco por los suelos.
Afortunadamente, Luis se ha quedado en Moscú todo el verano, a la espera de los acontecimientos, porque los militares han destituido a los diplomáticos destinados en el exterior utilizando las más retorcidas excusas, entre ellas acusarlos de homosexuales o ladrones, o bien llamar de forma aleatoria una noche cualquiera de agosto para ver si están en sus puestos. Con este sistema han mandado a varios compañeros a casa. Claro que todo esto tiene poca importancia comparado con lo que está pasando en el país. Parece que están deteniendo a mucha gente y los que consiguen salir de la cárcel hablan de palizas y torturas. Lo peor es que no se sabe si esto va a ser un período corto o si los militares se van a acomodar en el poder.
Nosotros acá tenemos que volver a enfrentarnos a nuestra realidad de todos los días aunque, como en la vida la veteranía es un grado, contamos con la ventaja de que ya es nuestro segundo año en la Unión Soviética y estamos más asentados. Mercedes y Dolores tienen ya buenas amigas entre sus compañeras de clase en el colegio, pero hay alguna que no me gusta nada. Por ejemplo, esa Liuda Nestorvich, que con quince años va maquillada como un apache y dice todo el rato que se quiere casar con un extranjero (miro a Luis y me lo imagino pintándole las uñas de los pies a Liuda como en Lolita). Con las que se llevan mejor se llaman curiosamente igual y han pasado a ser conocidas como Liena la gorda y Liena la flaca. Dolores y Mercedes estuvieron mucho tiempo invitándolas a merendar a casa y ellas nunca querían venir. Las niñas insistían e insistían y las otras ponían siempre excusas, hasta que un día finalmente vinieron. Yo les había preparado una buena merienda con las pocas exquisiteces que pude ir encontrando en la despensa: galletitas danesas, chocolates suizos y un poco de mazapán español. Cuando llegaron les ofrecí una Coca-Cola. La flaca miró toda asustada el vaso. La gorda, encantada, se disponía a beber un generoso trago cuando la otra le dio un golpe y le dijo: