– ¡Liena! ¿Qué vas a hacer? ¡Esta gente nos quiere envenenar con este inmundo líquido marrón!
Nos llevó un buen rato convencerla con varias demostraciones de que aquello se podía beber y que, incluso, estaba bueno. Ya confiadas, atacaron los comestibles como si fuera la última vez que iban a comer en su vida.
Sin embargo, y a pesar de que mis hijas intentaban darles conversación, las Lienas no salían de los monosílabos. Así estuvieron un buen rato hasta que se levantaron para irse. Yo me quedé preocupada por el fracaso de la reunión. Dolores las acompañó a la puerta y ya en la calle les preguntó si estaban enfadadas por lo de la Coca-Cola o qué les pasaba.
– Mira, Dolores -dijo la gorda-, llevo mucho tiempo evitando venir a tu casa porque mi padre es el encargado de escuchar las conversaciones de vuestra embajada, así que se va a enterar de cualquier cosa que diga yo aquí y luego me echa la bronca por hablar demasiado.
La verdad es que aunque ya estamos muy acostumbrados a las escuchas, cosas como éstas siguen impresionándonos.
También hay una niña con una cara muy dulce, rubita y con unos ojos azules tristes que se llama Marina Chistikova. El otro día le comentó a Mercedes así, como quien no quiere la cosa, que estaba deseando que se muriera su abuela. Ante la cara de incredulidad de nuestra hija, su compañera le aclaró que en el apartamento de dos habitaciones de sus padres vivían siete personas y que ella llevaba compartiendo cama con su abuela desde los dos años y que no podía más. Al colegio al que van Mercedes y Dolores sólo asisten hijos de funcionarios soviéticos de un cierto nivel. No quiero ni pensar cómo vivirán los otros.
Por otro lado, las niñas también han hecho bastantes amigos a través de la Embajada norteamericana. Éste es el punto de encuentro de los hijos de diplomáticos de los países no socialistas porque tienen un cine donde proyectan las últimas películas y porque los marines encargados de la seguridad del recinto organizan fiestas muy divertidas con montones de hamburgers, hot dogs y esas cosas que les gustan a ellos. Están haciendo amigos de todas partes: Pakistán, Indonesia, Perú… El caso es que la juventud no para, como en todas partes del mundo. Menos mal, porque no sé qué harían todo el día en casa, sobre todo en este país donde la televisión es soporífera. En las pocas series extranjeras que ponen, que no están dobladas, sale un locutor ruso haciendo las voces de todos los personajes encima de la locución original en inglés, con lo cual no se entiende ni una cosa ni la otra.
Nuestra vida social, en cambio, es muchísimo más relajada que en Madrid. Los dirigentes de la Nomenklatura hacen vida completamente aparte del resto de los mortales y ni siquiera se los ve en el ballet o la ópera. Tan aparte viven que incluso tienen su propio carril en las grandes avenidas de Moscú para no tener que esperar ni en los semáforos. Por no mezclarse no se mezclan siquiera entre ellos. Según me contaba Luis, en el último congreso del Partido Comunista había hasta cuatro salas distintas para los delegados de diferente rango y no se relacionaban unos con otros bajo ningún concepto. Por su parte, los embajadores sólo suelen organizar recepciones en las festividades oficiales de cada país, pero a menudo hacen pequeñas reuniones con la gente con la que se llevan bien. El ambiente opresivo de esta ciudad hace que rápidamente se creen relaciones de mucha confianza con los nuevos amigos. Estas reuniones acostumbran tener la comida como excusa: «Vengan a mi casa, que me ha llegado un foie/un jamón serrano/un salami/un lo que sea muy rico». Andamos todos un poco obsesionados con el tema de la comida porque acá no se puede bajar sin más a comprar a la tienda lo que te gusta. Conseguir alimentos es un proceso siempre complicado y muchas veces lleno de aventuras. Los diplomáticos más envidiados son los norteamericanos, porque tienen su propio supermercado con los mismos productos que encontrarían en su país. El otro día logré colarme para bichar un poco y me quedé con la boca abierta, como un niño en Disneylandia. Había de todo y, aunque yo no soy muy fan de la cocina norteamericana, me sentía como una mendiga ante el escaparate de una pastelería, porque allí sólo aceptan unos bonos especiales para el personal de la embajada.
Poco a poco, vamos creando nuestro círculo de amistades. Frecuentamos sobre todo al embajador de Argentina, al encargado de negocios de Colombia y al corresponsal del periódico comunista uruguayo, que se ha quedado sin trabajo tras el golpe. El periodista y su mujer son una pareja encantadora y tienen una montonera de hijos. Luis y él se ven muchas tardes para tomar mate y charlar de lo que pasa allá, aunque a veces, cuando me pongo a escuchar de qué hablan, no es de política precisamente.
– ¿Te acordás de los panchos de la Pasiva? Parecen que son frankfurters como los de cualquier lado, ¡pero no tienen nada que ver, che!
– Yo me muero por uno de esos sandwiches finitos como una hoja de papel del Emporio.
– O un chivito de esos que ponen en Dieciocho y Ejido…
Los colombianos son también muy divertidos y ella cocina maravillosamente bien. Muchas veces vamos a su casa y nos sentamos en la cocina, mientras ella va preparando platos que se le van ocurriendo sobre la marcha y recordando también cosas ricas que hemos comido en distintos sitios.
– ¿Hay algo más delicioso que esos cruasanes calentitos y recién sacados del horno de las panaderías de París?
– ¿Y esos panini de salami tan deliciosos que ponen en Roma, al lado de la Piazza del Popolo?
– No se olviden de los huevos estrellados de Casa Lucio de Madrid.
Y así podemos estar horas y horas. Creo que nunca en mi vida he hablado tanto de comida. Es una nostalgia constante y latente la que sentimos todos los extranjeros que vivimos en Moscú. En cuanto nos descuidamos estamos volando con la imaginación a un restaurante, una pastelería o un supermercado de Occidente. Como dice Jaime, nuestro amigo colombiano, somos exiliados del paladar. Aunque con él es mejor hablar de gastronomía, porque se está convirtiendo en un furibundo anticomunista y me da miedo que acabe metiéndose en problemas. Ha bautizado a su perro Lenin y anda todo el día diciendo las mayores barbaridades, sin importarle los micrófonos. Quizá yo estoy demasiado paranoica y sea excesiva mi costumbre de salir al patio o ir al baño y tirar de la cadena para hablar de según qué cosas, pero creo que tampoco hay que meter constantemente los dedos en el enchufe.
– ¿Han visto ustedes alguna vez a alguien más feo que Brezhnev? Probablemente sólo su esposa. ¡Qué mujer tan ordinaria!
– Jaime, déjate de Brezhnev. ¿Por qué no me das uno de esos aguacates que tenes guardados como si fuera la herencia de tu abuela? -le digo para cambiar de tema.
Y es que, como Luis anda medio mal de pelo, Jaime le ha revelado su receta secreta para no quedarse calvo: hacer todas las mañanas el pino sobre un aguacate podrido. La verdad es que el colombiano tiene una cabellera magnífica, negra azabache y bien tupida, pero, con lo que yo echo de menos un buen guacamole, si yo me encontrara un aguacate en este país olvidado de la mano de Dios, lo último que se me ocurriría sería esperar a que se pudriera para que mi marido se lo untara en el pelo. ¿De dónde sacará este hombre tantos aguacates para su tratamiento? Algún día le retorceré el brazo para hacerle confesar su secreto.