Выбрать главу

ARTE EN EQUILIBRIO

A través del embajador de Venezuela, Régulo Burelli, hemos entrado en contacto con el mundo de los disidentes soviéticos. Aunque viste horriblemente mal, el embajador es un hombre de una enorme cultura que recita a los clásicos de memoria, habla ocho o nueve idiomas y es un poeta bastante renombrado en su país. Por desgracia, cuando sufrió persecución política y cárcel allá, le cortaron la punta de la lengua y se le entiende bastante mal cualquier cosa que diga. Yo a veces no sé muy bien en qué idioma habla. El caso es que Régulo se ha convertido en protector de artistas como el poeta Limonov, y en su casa conocimos a un grupo de pintores con los que hicimos buena amistad. Pronto empezaron a invitarnos a sus estudios y a sus reuniones. Las autoridades soviéticas permiten a regañadientes los contactos de los extranjeros con intelectuales disidentes siempre y cuando no se trate de adversarios de primera fila como el físico Sajarov, al que tienen casi incomunicado. Se teme que se le estén aplicando «terapias psiquiátricas de reeducación» en algún manicomio, el tratamiento que se dispensa ahora a los opositores recalcitrantes en vez de mandarlos a Siberia. Afortunadamente, nuestros nuevos amigos no entran dentro de esta categoría. La primera casa a la que fuimos invitados fue la de Vassili Sitnikov, un raro honor, según nos contaron, porque este pintor tiene fama de temperamental, excéntrico y un poco chiflado. Desde el principio te ama o te odia.

Sitnikov vive en un viejo edificio de apartamentos, como tantos y tantos que hay en Moscú, pero su casa es una de las más insólitas y desconcertantes que he visto en mi vida. Primero la mugre. Una mugre compacta, integraclass="underline" polvo, vasos rotos, cacerolas llenas de moho, todo desparramado en un gigantesco caos. Y luego los iconos. Miles y miles. La casa entera tapizada desde el suelo hasta el techo de imágenes religiosas que este pintor ha ido recogiendo a lo largo de los años. Son pinturas realizadas sobre madera y a veces llevan chapas metálicas para proteger la obra y enriquecerla con coronas y piedras semipreciosas. Hasta sobre la plancha de la cocina había unos trípticos de metal esmaltado y el horno estaba lleno de san Jorges, Cristos y Vírgenes. También en el cuarto de baño, dentro de la bañera, en las puertas, en la despensa. Iconos pequeños y grandes, valiosos y baratijas e incluso algunos de principios de siglo con propaganda comercial. Un auténtico museo en cincuenta metros cuadrados. La pinta de nuestro anfitrión tampoco desmerecía el sorprendente decorado: pantalones llenos de rotos, zapatos sin calcetines, camiseta con enormes quemaduras de cigarrillos y en la cabeza el ala de un sombrero negro al que le había recortado la copa.

A aquella reunión en este abigarrado escenario habían acudido otros artistas barbudos y unas cuantas chicas, algunas de ellas pintoras. Sitnikov también había invitado a varios diplomáticos y corresponsales extranjeros. El ambiente estaba cargado de humo y circulaban de mano en mano varias botellas de vodka casero, ya que para los rusos es difícil conseguirlo en las tiendas. El gobierno tiene muy racionado el suministro de bebidas alcohólicas para frenar la irresistible tendencia que tiene la población a emborracharse a la mínima ocasión, hasta el punto de que en las farmacias no se vende alcohol de noventa grados para que la gente no se lo beba. Los rusos son un pueblo excesivo en todas sus facetas: si beben, beben mucho, si ríen, ríen mucho, si lloran, son los que más lloran. Quizá por eso me caen tan simpáticos.

Si uno va a casa de un ruso es costumbre llevar siempre comida o bebida. Nosotros habíamos llevado un par de tortillas de patata que había hecho Luisa y unas cuantas botellas de vino que desaparecieron rápidamente entre la muchedumbre. A cambio empezaron a llegarnos algunos platos con zakuski (los famosos entremeses, en esta ocasión deliciosos: esturión ahumado, setas en vinagreta, salmón), salchichón y piroski, que son una especie de empanadillas rellenas de carne o de lo que se quiera. Como pasa con el borsch, hay casi tantas recetas de pasta o relleno de piroski como habitantes de este inmenso país.

Estuvimos casi todo el rato hablando con Rukhin, un gigante pelirrojo de treinta y pocos años, de larga barba y melena ensortijada. Es uno de los pintores más combativos contra el realismo soviético. Por otra parte, es un hombre muy educado, casi ceremonioso, lo cual es muy extraño en este país donde ya sabemos que esas cosas son consideradas valores burgueses y hay una tendencia a tratar al prójimo con la debida rudeza socialista.

Nos contó que está teniendo muchos problemas últimamente: varias veces le han apedreado las ventanas de su casa en Leningrado; a su mujer la han amenazado desconocidos en el metro y siempre hay agentes de paisano que lo siguen cuando viene a Moscú. Pero todo esto a él no parece importarle mucho. Es una persona que considera que tiene una misión, y transmite sus ideas y su arte apasionadamente con gran energía.

– Otros se esfuerzan en buscar mensajes que subliminalmente critiquen el sistema -decía Rukhin-. Nuestro anfitrión Sitnikov suele pintar iglesias ortodoxas para reivindicar la libertad de culto. Sin embargo, mis cuadros pretenden impactar direc-ta-men-te en las conciencias -decía golpeándose la palma de la mano con su enorme puño-, mire mi obra Borrachera rusa, que precisamente tengo aquí mismo.

Sacó una tela de detrás de un montón de iconos apilados como si fueran guías de teléfonos viejas. Estos artistas contestatarios siempre aprovechan las reuniones con extranjeros para llevar sus obras y mostrarlas, porque somos sus únicos clientes posibles. Aquel cuadro era un revoltijo de cristales de botellas rotos pegados al lienzo, una composición de gran fuerza. Luis arrugó la nariz como diciendo: «¿Qué cuerno es esto?».

– Como ve -explicó-, he intentado transmitir ese lado animal, ese lado que nadie puede domesticar de nuestro pueblo y que nos sale de dentro cuando bebemos. Yo quiero que tengamos libertad para todo. Para emborracharnos también -casi nos gritaba para hacerse oír por encima del gentío, mientras nos servía otro copazo-. Beban, beban, que este vodka es bastante bueno. La destilería clandestina de mi amigo Dimitri es de las mejores. Ya saben ustedes lo difícil que es conseguir aquí buen vodka. Las mejores marcas, como Stolichnaya y Moscoskaya, son sólo para extranjeros, y el resto está racionado. Muchas veces no nos queda más remedio que hacerlo en nuestro propio baño.

Yo, conociendo las condiciones higiénicas de las casas rusas, miraba mi vaso al trasluz esperando encontrarme en cualquier momento unos pelos o algo peor.

– Sí, el vodka es algo indisociable de nuestra identidad -continuó nuestro rubicundo interlocutor apurando directamente de la botella-. Sin él, no podríamos vivir. Eso fue lo que les dijo Vladimir el santo a los enviados musulmanes que, por allá en el año 2000, pretendían convertirlo al islam, y con él a todos los rusos. «Cuanto más bebo más fuerte me siento. Por eso bebo, porque busco en la bebida compasión y sentimiento», decía el gran Dostoievski en Crimen y castigo. Además, bebiendo ayudamos al Estado -dijo con ironía-. El año pasado ingresó por impuestos sobre el vodka veinte mil millones de rublos, más que nuestro presupuesto de Defensa. Por eso me consuela que este vodka sea casero. Con mi borrachera no comprarán tanques ni misiles. Pero… ¿qué hacen con el vaso vacío? Beban un poco más. Ya saben que si queda alcohol después de una fiesta es mala suerte para el anfitrión.