Huyendo de aquel hombre para no acabar como cubas, nos pusimos a hablar con Oscar Rabin, líder del grupo Lianozovo de artistas disidentes. De repente, uno de los pintores, al que no conocíamos, abrió bruscamente una de aquellas grandes ventanas. El viento helado que entraba levantó airadas protestas entre el público. Era tarde y la gente iba ya bastante cargada, incluida yo, que estoy poco acostumbrada al licor de destilería clandestina. El tipo en cuestión se subió al vano de la ventana (estábamos en el cuarto piso de una casa que era antigua y tenía techos altos), se puso de puntillas en el marco y, con los talones en el vacío, haciendo equilibrios, pidió una botella de vodka llena hasta arriba. Mientras Luis intentaba detener aquella locura con pinta de apuesta, la concurrencia (incluida yo misma, aunque me cueste recordarlo) jaleaba al insensato.
– ¡Dabai, dabai! -que es el equivalente a nuestro «¡Dale, dale!».
El individuo saludó a la concurrencia y empezó a beber a morro mientras se tambaleaba peligrosamente y alzaba la otra mano para que todo el mundo viera que no se estaba sujetando.
– ¡Dabai, dabai!
Bebía y bebía, con la espalda arqueada sobre el vacío. Aquellos instantes me parecieron eternos y fuera de la realidad. De repente los vapores del vodka se me bajaron a la planta de los pies. Empecé a sudar y me aferré al brazo de Luis como si fuera a caer yo también por un precipicio.
– ¡Dabai, dabai!
Finalmente, el desgraciado aquel separó la botella de los labios, la giró boca abajo triunfante para que todos viéramos que estaba vacía y la estrelló contra el suelo del salón con todas sus fuerzas.
– ¡Hurra, hurra! ¡Slava gueroya sovietskovo soyuzal -«Viva el héroe de la Unión Soviética», aullaban con placer los rusos celebrando la hazaña.
Entonces fui yo la que agarró una botella, le di un trago largo para no caerme redonda y le pedí a Luis que me llevara a casa antes de que de verdad empezaran a caer pintores por la ventana.
LA SERPIENTE DE ORIENTE
Vino la Navidad y como vino se fue, pero la de este año tardaremos en olvidarla: hicimos un crucero por Extremo Oriente con toda la familia, incluidos Íñigo y Carmen (embarazada de seis meses) y Rafa, su marido.
Primero volamos a Jabarovsk, una ciudad al este de Siberia, rodeada de una inmensa llanura helada. Ya estamos acostumbrados a lo peculiares que suelen resultar los vuelos en la URSS, aunque esta vez superamos lo previsible: el avión iba lleno de gente que viajaba con ovejas, pollos o cabras. Aparentemente los moscovitas aprovechan el viaje para ganar unos rublos vendiendo estas cosas allá, donde son muchísimo más caras que en la capital, pero la verdad es que no resulta agradable viajar con tanto animal. Por si fuera poco, al rato de salir de Moscú el avión empezó a moverse bastante. Los pasajeros pasaron rápidamente del verde al amarillo y de ahí a la vomitona colectiva de todo ser viviente, incluidos los animales. Así estuvimos casi todo el vuelo, que dura unas ocho horas. Gervasio estaba indignado porque, con la manía que les tiene a los animales, la vieja del asiento de al lado lo cargaba con su gallina cada vez que tenía que agarrar la bolsa para vomitar. Íñigo, mientras tanto, iba contando las vomitonas de la señora: odin, dva, tri, chitiri, así hasta veintitantas. Fue un alivio cuando pudimos bajarnos de aquel avión en Jabarovsk. El sol brillaba en un cielo despejado de nubes y el termómetro del aeropuerto marcaba ¡cuarenta grados bajo cero! Ya en Moscú habíamos tenido algunos días de treinta y cinco bajo cero, en los que los niños no iban al colegio porque las clases se suspenden cuando la temperatura llega a veinticinco grados bajo cero, pero aquel era un frío aterrador. En un instante, el frente de los gorros de piel que llevábamos se puso completamente blanco por nuestro aliento, que se congelaba según salía. ¡Los chicos decían que se les congelaban los mocos! Íñigo y Gervasio empezaron a lanzar escupitajos que se convertían en bolitas heladas antes de llegar al suelo. Al final les dije que dejaran de hacer chanchadas porque ya habíamos padecido suficientes asquerosidades en el vuelo.
Jabarovsk es la típica ciudad rusa moderna, sin mucho interés, pero, como no se puede volar directamente a Najodka, nuestro puerto de salida, teníamos que hacer parada ahí para tomar el tren. Está atravesada por el famoso río Amur (eso dice Luis, porque yo no lo conocía de nada) y bajamos a dar una vuelta sobre su superficie completamente helada. Era impresionante ver las olas petrificadas y a un numeroso grupo de hombres que, después de abrir un agujero en el hielo y armados con un simple sedal, se dedicaban alegremente a pescar. Debían de llevar horas allí. Como decía no sé qué torero, «hay gente pa tó». Dolores le robó un pescado a uno de aquellos perseverantes y empezó a pegarles a los más chicos en la cabeza con aquella improvisada y congelada arma hasta que los pescadores se dieron cuenta de la maniobra. Tuvimos que salir de allí casi corriendo ante la indignación popular.
Como a Jabarovsk no deben de llegar muchos diplomáticos extranjeros, el alcalde nos organizó una cena oficial muy a nuestro pesar porque, después del vuelo que habíamos tenido, sólo queríamos dormir. Nos llevaron a un gran comedor del ayuntamiento donde tenían preparadas toneladas de comida. Curiosamente, excepto el borsch, el resto de la cena era casi toda fría, incluyendo unos grandes boles de ensalada de invierno, que es como llaman acá a nuestra ensalada rusa de toda la vida. Tiene ese nombre porque dicen que sus ingredientes se cosechan en esta época del año, aunque yo no veo que con este tiempo pueda cosecharse nada de nada. Lo cierto es que estaba bastante rica porque le ponen alcaparras, que le dan un sabor muy original. El borsch también estaba exquisito y, como no había mucho más de qué hablar, lo alabamos especialmente. A los rusos les encanta discutir sobre cuál es el mejor. Que si el borsch de la abuela Galina tiene menos cebolla, que si la tía Sonia le pone más tomate y así hasta la extenuación. Después, como siempre, vinieron los brindis.
– Por la amistad de los pueblos uruguayo y soviético.
Vodka para adentro.
– Por los líderes de nuestros grandes países.
Vodka.
Y otro, otro y otro más. Al cabo de unos cuantos tragos la cosa empezó a degenerar.
– Para que los huracanes con nombres de bellas mujeres no asolen su país.
– Por las vacas uruguayas.
Preferimos no sentirnos aludidas.
Cuando llegamos a «Por nuestras heroicas madres» le hice una señal a Luis porque aquello corría riesgo de no tener fin y Gervasio e Íñigo se habían quedado dormidos encima de la mesa. Al levantarnos, el alcalde se acercó y me dio un papel. Se trataba de la receta del borsch que tanto nos había gustado. Era la de su abuela y él se sentía muy honrado de compartirla con nosotros, que habíamos demostrado apreciarla.
BORSCH DE LA ABUELA DEL ALCALDE DE JABAROVSK
Ingredientes
(Para 6 personas)
1 remolacha cruda
500 g de repollo
2 cebollas
4 patatas
4 tomates
3 zanahorias
2 ramas de apio
perejil
mantequilla
1 cabeza de ajos
2 dl de nata para cocinar
sal y pimienta
huesos de pollo