PREPARACIÓN
Poner los huesos de pollo en 3 litros de agua fría. Hervir para hacer un caldo. Espumarlo.
Aparte, dorar la cebolla cortada muy finita en la mantequilla. Añadir la remolacha también cortada fina. Luego incorporarlo al caldo.
Agregar al caldo el repollo picado con un poco de perejil, las zanahorias cortadas en tiras y el apio picado. Salar.
Añadir los tomates pelados y cortados en trozos pequeños.
Dejar a fuego lento unas 2 1/2 horas.
Cincuenta minutos antes de finalizar la cocción, añadir las patatas cortadas por la mitad.
Un cuarto de hora antes de retirar la olla del fuego, añadir una cabeza de ajo picada (hay rusos que comen el ajo crudo mientras toman el borsch, pero esto me parece un peu trop). Si a esas alturas la sopa está muy líquida, espesarla con media cucharada de harina. Revolver para que no queden grumos.
Servir con nata líquida (o nata agria) por encima. Se acompaña con pan negro o piroskis.
Como ya dije, hay infinidad de recetas. En Ucrania, por ejemplo, al borsch se le añade carne. En otras regiones varían las verduras utilizadas o el tiempo de cocción para que éstas queden más o menos enteras y la sopa más o menos espesa. Me gustó así como nos la dieron. Es un plato que está muy rico recalentado.
En Jabarovsk tomamos el Transiberiano para llegar a Najodka. El tren está muy destartalado y no queda mucho del antiguo encanto que le suponíamos (menos la vajilla de loza que, increíblemente, era de la época de los zares), pero con el espectáculo de la luz de la luna reflejándose en la taiga blanca, las pequeñas cabañas de madera aquí y allá, con sus chimeneas humeantes, yo me sentía como en Doctor Zhivago, atravesando la estepa nevada con el traqueteo de fondo. El tren es, además, la única forma de llegar a nuestro puerto de embarque, porque está frente a Vladivostok, donde hay una importante base militar prohibida a los extranjeros, y por supuesto no está permitido sobrevolar el área. En el tren, las revisoras incluso nos obligaban a correr las cortinas cuando atravesábamos alguna de las ciudades que ellos llaman «secretas», o enclaves estratégicos que no quieren que los extranjeros conozcan. Un encanto, estas mujeres: con una leve inclinación de cabeza, en cuanto el tren se puso en marcha, nos sirvieron una primera ronda de té para entrar en calor y luego aparecían cada tanto con galletitas y cosas así.
Como nuestra ingenuidad no tiene límites, nos habíamos hecho la idea de que nuestro barco sería un lujosísimo trasatlántico, pero el Jabarovsk (bautizado como la ciudad) era bastante más parecido a un carguero soviético, aunque razonablemente limpio. Los camarotes eran espartanos, si bien el mío y de Luis, que se suponía que era el mejor, no en vano se llamaba kaiuta de luks, tenía un pequeño salón donde podíamos reunimos toda la familia. Los pasajeros eran en su mayoría japoneses y australianos y los chicos hicieron amigos rápidamente.
Lo peor del barco era, sin lugar a dudas y una vez más, la comida. Consistía sobre todo en farsh (una inmunda carne picada de no se sabe qué animal), repollo, pasta que servían toda pegoteada en bloques compactos y, de tarde en tarde y como gran manjar, algas, Íñigo y Gervasio sostenían que la comida del campamento de pioneros era aún peor, pero resulta difícil de creer. La única comida decente era el desayuno (siempre estábamos tres o cuatro de la familia esperando que abrieran el comedor a las siete de la mañana, tal era el grado de desesperación). Subsistimos los días que tardamos en llegar a Japón, nuestra primera escala, a base de las peladillas y turrones que Carmen había traído desde España para celebrar las navidades. Comí tanto del duro, del blando, del de yema, de las tortas imperiales y de todo el resto que creo que difícilmente los probaré nunca más.
Poco a poco, y a medida que íbamos navegando hacia el sur, el Jabarovsk fue desprendiéndose de su capa de hielo. Los días también se alargaban rápidamente.
Mercedes y Dolores tenían ya una larga fila de admiradores de ojos rasgados, pero su mejor amigo era un japonés que se llamaba algo así como Asahi Pentax. El muchacho estudiaba en Moscú y, según contó, volvía a Japón para casarse con una chica a la que no conocía. Mis hijas estaban mucho más intrigadas que él por saber cómo era la novia.
– ¿Cómo es que no la conoces? ¿No dices que es hija de unos amigos de tus padres? -le preguntaban.
– Sí, pero yo llevo años estudiando ingeniería en Moscú y no la he visto nunca.
– ¿Ni siquiera en foto?
– Foto pequeña. Mala calidad. No se veía mucho.
– ¿Y no te mueres de curiosidad? Es la chica que va a vivir contigo, con la que vas a tener hijos. ¡Yo no podría dormir de los nervios! -decía Mercedes.
– No tengo nervios. Lo que decida mi padre será lo mejor para mí. Seguro que es buena mujer.
Cuando nuestras reservas de turrones estaban ya en las últimas, por fin avistamos el puerto de Yokohama. Parecíamos los marineros de Colón, que, medio muertos de hambre, por fin divisaban los cocoteros de las playas americanas. Nos agolpamos todos en cubierta, listos para asaltar el primer supermercado que viéramos, pero las chicas estaban más pendientes de ver cómo era la famosa novia de Asahi. Desde el barco, mientras atracábamos, él nos señaló a sus padres y pudimos divisar a su lado a una japonesita monísima vestida a la moda occidental (y carísima). Desde luego, el traje de chaqueta que llevaba era de esos que me copia la modista de Madrid, y el bolso y los zapatos eran de Dior, doy fe, desde la cubierta se veían las D bien grandes. Despejada la incógnita y felicitándole por su buena suerte, nos separamos, pero cuando ya habíamos desembarcado pudimos ver el encuentro. Asahi y su prometida se saludaron primero con una inclinación de cabeza. Luego él se volvió hacia sus padres no sin antes haber cargado a su desconocida novia con las tres maletas que traía. Parece que muy románticos no son estos japoneses.
Llegar a un país civilizado después de estar mucho tiempo sin salir de Rusia es siempre un shock para nosotros. Somos como paletos que llegan del pueblo y se quedan deslumbrados por las luces de la gran ciudad. Incluso nos pasó cuando fuimos a Varsovia, a pesar de que también está en un país socialista. Allí me entró un ataque de compritis aguda, compré cuatro pares de zapatos de fiesta, tres gorros de piel y un abrigo, todo inservible, según Carmen. Dice que es peligrosísimo hacer compras en países semicomunistas. De vivir en Moscú, a uno se le deforma el gusto y acaba encontrando lindas cosas horrendas que luego, una vez de vuelta en Occidente, ya no sabe qué hacer con ellas. Sin embargo, esta vez el contraste entre el mundo capitalista y el comunista era absolutamente descomunal. Caminar por el modernísimo barrio de Gainza, lleno de luces, tiendas y letreros luminosos era como si nos hubiesen trasladado en platillo volador a otro planeta doscientos años más adelantado que el nuestro. Vagábamos alucinados, con los ojos abiertos como platos. Lo primero que hicimos fue meternos en una frutería. Después de sufrir la práctica inexistencia de fruta fresca en Moscú, nos sentimos igual que en Cartier. Allí teníamos todas las variedades que podíamos imaginar, impecablemente expuestas, brillantes; parecían recién pulidas, todas las piezas del mismo tamaño y el mismo color. Tras un momento de estupefacción nos lanzamos como fieras sobre las estanterías y empezamos a comernos aquellos manjares allí mismo.
Con nuestras bolsas de fruta bajo el brazo (los precios eran casi los de Cartier, pero no nos importó, tal era el hambre que teníamos) y ya un poco más saciados, decidimos celebrar nuestra llegada a aquel mundo futurista con una buena comida. Preguntamos por un restaurante recomendable y, como buenos uruguayos, pedimos un gran trozo de carne, sin importarnos mucho que nos hubieran aconsejado probar esos rollitos con arroz que ellos llaman sushi. La carne resultó magnífica y todos estábamos de excelente humor al acabar la comida… hasta que llegó la cuenta. Cada plato había costado ¡cerca de cien dólares! Parece ser que como Japón es chiquito y no hay mucho sitio para vacas, la carne es un artículo de superlujo. Luis casi se cae redondo cuando empezó a hacer la cuenta de lo que nos habíamos gastado entre restaurante y frutería. Casi lo mismo que para un viaje al Caribe. Por un momento temí que tuviéramos que volver a la dieta del turrón.