Выбрать главу

—Muy bien, pues —dijo Selgan—. Déjeme que le haga otra pregunta.

—Dudo que pueda impedírselo.

—Eso es verdad —respondió Selgan, sonriendo—. En ese punto, no sabía usted cuál iba a ser la decisión del Gran Consejo Gris respecto a volver a entablar contacto con el mundo gliksin. ¿Estaba su incomodidad relacionada con la sensación de que le estaba siendo infiel a Mary al pasar el tiempo con Daklar?

Ponter se rió con todas sus ganas.

—¿ Ve? Ya se lo decía, los escultores de personalidad siempre buscan respuestas simples y zafias. Yo no estaba atado a Mary Vaughan. No estaba comprometido con ella en ningún aspecto. Mi incomodidad…

Ponter se interrumpió, y Selgan esperó un rato, presumiblemente para ver si continuaba. Pero no lo hizo.

—Se ha detenido —dijo Selgan—. Había un pensamiento terminado en su cerebro, pero decidió no darle valor… ¿Cuál era ese pensamiento?

Ponter inspiró profundamente, sin duda absorbiendo las feromonas de Selgan, tratando de percibir la naturaleza de la trampa que le estaban tendiendo. Pero Selgan tenía una habilidad pasmosa para controlar sus propios olores corporales: eso era lo que lo convertía en un terapeuta efectivo. Esperó pacientemente, y por fin volvió a hablar.

—No era a Mary a quien estaba siendo desleal. Era a Adikor.

—Su hombre-compañero —dijo Selgan, como si intentara situar el nombre.

—Sí.

—Su hombre-compañero que lo había traído de vuelta de ese otro mundo, de Mary Vaughan…

—Sí. No. Quiero decir, él…

—Hizo lo que tenía que hacer; sin duda —dijo Selgan—. Pero, a pesar de todo, en el fondo, había una parte de usted que… bueno, ¿qué?

Ponter cerró los ojos.

—Que lo lamentaba.

—Por haberlo traído a casa.

Ponter asintió.

—Por haberlo separado de Mary. Asintió otra vez.

—Por apartarlo de una sustituta potencial de Klast.

—Nadie puede sustituir a Klast —replicó Ponter—. Nadie.

—Por supuesto que no —dijo Selgan rápidamente, alzando las manos, las palmas hacia fuera—. Perdóneme. Pero, sin embargo, le atraía, en alguna parte en su interior, flirtear con Daklar, la mujer que casi había hecho castrar a Adikor en su ausencia. Su subconsciente quería castigarlo, ¿no? ¿Hacerle pagar por haberlo traído de ese otro mundo?

—Se equivoca —dijo Ponter.

—Ah —dijo Selgan amablemente—. Bueno, a menudo me equivoco, por supuesto …

Dos habían dejado por fin de ser Uno, y Ponter y Adikor habían regresado con los otros varones al Borde. Ponter no había comentado el tiempo pasado con Daklar durante el trayecto a casa en el hoverbús. No era que a Adikor le hubiera molestado que Ponter pasara el tiempo con una mujer; estar celoso de las relaciones de tu hombre-compañero con el sexo opuesto era una completa ridiculez.

Pero Daklar no era una mujer cualquiera.

En cuanto Ponter y Adikor se bajaron del hoverbús ante la casa, Pabo, la gran perra marrón rojiza de Ponter, salió corriendo a la puerta a recibirlos. A veces Pabo iba al Centro con ellos, pero esta vez la habían dejado en casa: el animal no tenía problemas para cazar su propia comida mientras Ponter y Adikor estaban fuera.

Todos entraron en la casa, y Ponter se sentó en la zona del salón.

Normalmente su trabajo era preparar la cena, y solía ponerse a hacerla en cuanto llegaban a casa, pero aquel día quería hablar con Adikor primero.

Adikor fué al cuarto de baño, y Ponter esperó, algo nervioso. Por fin escuchó el sonido de los chorros del agua corriente. Adikor salió y vio que Ponter ocupaba uno de los sofás. Alzó la ceja.

—Siéntate —dijo Ponter.

Adikor así lo hizo, montándose en una silla de horcajadas frente a Ponter.

—Quería que te enteraras por mí antes de que lo hicieras por nadie más —dijo Ponter.

Adikor podría haberlo instado a continuar, pensó Ponter, pero en cambio lo miró, expectante.

—He pasado casi todo el Dos que se convierten en Uno con Daklar.

Adikor se hundió visiblemente en la silla de horcajadas, las piernas colgando sueltas por los lados.

—¿Daklar? —repitió, y entonces, como si pudiera haber otra—: ¿Daklar Bolbay?

Ponter asintió.

—¿Después de lo que me hizo?

—Quiere ser perdonada —dijo Ponter—. Por tu parte y por la mía.

—¡Intentó que me castraran!

—Lo sé —respondió Ponter en voz baja—. Lo sé. Pero no tuvo éxito.

—Sin cuchilla, no hay herida —repuso Adikor—. ¿Es eso?

Ponter guardó silencio un buen rato, ordenando sus pensamientos.

Había ensayado aquello mentalmente durante el trayecto de vuelta desde el Centro, pero, como siempre solía pasar en estos casos, la realidad había divergido ampliamente del guión planeado.

—Mira, hay que pensar en mis hijas. No está bien que su padre y la mujer con la que viven estén enfadados.

—A mí también me preocupan Megameg y Jasmal —dijo Adikor—. Pero no fui yo quien creó este conflicto.

Ponter asintió lentamente.

—Cierto. Pero, a pesar de todo… han sufrido mucho estos últimos dos diez meses.

—Lo sé —contestó Adikor—. Yo también siento mucho que Klast muriera, pero, repito, no fui yo quien causó el conflicto. Fue Daklar Bolbay.

—Lo comprendo —dijo Ponter—. Pero… pero perdonar no sólo beneficia a la persona perdonada. También beneficia a la persona que perdona. Ir por ahí llevando dentro el odio y la cólera… —Ponter sacudió la cabeza—. Es mucho mejor soltarlo todo, completamente.

Adikor pareció considerar esto y, al cabo de un momento, dijo:

—Hace unos doscientos meses, te herí.

Ponter sintió que su boca se tensaba. Nunca hablaban de aquello: nunca. Eso, en parte, les había permitido continuar.

—Y —continuó Adikor—, tú me perdonaste.

Ponter permaneció impasible.

—Nunca me pediste nada a cambio —dijo Adikor—, y sé que no lo estás haciendo ahora, pero…

Pabo, evidentemente preocupada por la ruptura de la rutina (¡era la hora de preparar la cena!), entró en el salón y olisqueó las piernas de Ponter, quien extendió la mano y rascó la cabeza de la perra.

—Daklar quiere ser perdonada —dijo Ponter.

Adikor miró el suelo cubierto de hierba. Ponter sabía lo que estaba pensando. La castración era el grado de castigo más alto permitido por la ley, y Daklar había pretendido que se]e aplicara aunque no había cometido ningún crimen. Sus propias circunstancias desafortunadas proporcionaron el motivo, si no la excusa, para su conducta.

—¿Vas a unirte a ella? —preguntó Adikor, sin levantar la cabeza.

Se daba el caso de que Ponter apreciaba a la mujer-compañera de Adikor, la química Lurt, pero desde luego no había ninguna ley que dijera que tenías que llevarte bien con la compañera de tu compañero.

—Es prematuro pensar siquiera en eso —contestó Ponter. — Pero he pasado cuatro días divertidos con ella.

—¿Ha habido sexo?

Ponter no se ofendió por la pregunta; era bastante normal que dos hombres emparejados discutieran de sus encuentros íntimos con mujeres: de hecho, era una forma común de abordar lo que cada hombre encontraba agradable, algo siempre difícil de tratar.

—No —dijo Ponter. Se encogió de hombros—. Podría haberlo habido, si hubiésemos tenido ocasión, pero pasamos la mayor parte del tiempo con Jasmel y Megameg.

Adikor asintió, como si Ponter estuviera revelando una enorme conspiración.

—La manera de ganar el amor de un hombre es prestando atención a sus hijos.

—Ella es su tabant, lo sabes. En cierto modo, también son hijas suyas.

Adikor no respondió.

—Bien —dijo Ponter por fin—, ¿la perdonarás?