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El corazón de Mary redoblaba, y un pensamiento se repetía en su cabeza mientras volvía a la seguridad del coche: «Me pregunto si se supone que debe hacer eso…»

2

Jurard Selgan se levantó de su silla de horcajadas y recorrió en redondo su oficina circular mientras Ponter Boddit le hablaba de su primer viaje al mundo gliksin.

—¿Así que su relación con Mary Vaughan terminó con una nota insatisfactoria? —preguntó Selgan, regresando por fin a su asiento.

Ponter asintió.

—Las relaciones a menudo no se resuelven —dijo Selgan. —Sería bonito que no fuera el caso, pero sin duda no será la primera vez que una relación suya haya terminado de manera decepcionante.

—No, no lo ha sido —dijo Ponter, en voz muy baja.

—Está pensando en una persona en concreto, ¿verdad? —dijo Selgan—. Cuénteme.

—Mi mujer-compañera, Klast Harbin.

—Ah. Su relación con ella terminó, ¿no? ¿Quién inició la separación?

—No la inició nadie —replicó Ponter—. Klast murió, hace veinte meses.

—Oh. Mis condolencias. Era… ¿era una mujer mayor?

—No. Era una 145, igual que yo.

Selgan alzó la ceja en su ceño.

—¿Fue un accidente?

—Fue cáncer de la sangre.

—Ah —dijo Selgan—. Una tragedia. Pero…

—No lo diga. —El tono de Ponter era brusco.

—¿Qué no diga qué? —preguntó el escultor de personalidad.

—Lo que estaba a punto de decir.

—¿Y qué cree que era?

—Que mi relación con Klast se cortó bruscamente, igual que mi relación con Mary.

—¿Es así como lo siente? —preguntó Selgan.

—Sabía que no tendría que haber venido —dijo Ponter—. Los escultores de personalidad piensan que sus reflexiones son tan profundas… Pero no lo son: son simplistas, «Relación Verde que termina bruscamente, y te lo recuerda la manera en que termina la Relación Roja.»

Ponter hizo una mueca de desdén.

Selgan permaneció en silencio durante varios latidos, tal vez esperando a ver si Ponter decía algo más por voluntad propia. Cuando quedó claro que no lo haría, Selgan habló de nuevo.

—Pero usted presionó para que el portal entre este mundo y el mundo de Mary volviera a abrirse.

Dejó que la frase colgara en el aire entre ellos durante un tiempo, y Ponter finalmente respondió.

—¿Y cree que por eso presioné? —dijo Ponter—. ¿Que no me importaban las consecuencias para este mundo? ¿Que lo único que me preocupaba era resolver esta relación inacabada?

—Dígamelo usted —dijo Selgan, amablemente.

—No fue así. Oh, cierto, hay una similitud superficial entre lo que me pasó con Klast y lo que me pasó con Mary. Pero soy un científico. —Dirigió a Selgan una furiosa mirada de sus ojos dorados—. Un verdadero científico. Sé cuándo hay auténtica simetría, y aquí no la hay, y sé cuándo un parecido es falso.

—Pero usted presionó al Gran Consejo Gris. Lo vi en mi mirador, junto con miles de personas más.

—Bueno, sí, pero…

—¿Pero qué? ¿En qué estaba pensando entonces? ¿Qué intentaba conseguir?

—Nada… excepto lo que fuera mejor para todo nuestro pueblo,

—¿Está seguro de eso?

—¡Claro que estoy seguro!

Selgan guardó silencio, dejando que Ponter escuchara sus propias palabras resonar en la pared de madera pulida.

Ponter Boddit tenía que admitir que nada de lo que había experimentado (probablemente, nada de lo que ninguna otra persona hubiera experimentado jamás) había sido más aterrador que ser trasportado corporalmente de este mundo a aquel otro mundo extraño, donde llegó en medio de una oscuridad absoluta y casi se ahogó en un gigantesco tanque de agua.

Pero, a pesar de todo, de todas las cosas que sucedían en este mundo, en este universo, pocas podían compararse al puro terror de dirigirse al Gran Consejo Gris. Después de todo, no se trataba sólo del Consejo Gris local; el Gran Consejo Gris dirigía el planeta, y sus miembros se habían trasladado allí, a Saldak, con el fin concreto de ver a Ponter y Adikor y el ordenador cuántico que habían usado dos veces para abrir un portal a otra realidad.

El Gran Consejo Gris estaba formado por individuos veinte años mayores que Ponter, de por lo menos la generación 143. La sabiduría, la experiencia, y, sí, cuando se les antojaba, la testarudez de gente tan mayor era formidable.

Ponter podría haber dejado correr el asunto. Nadie presionaba para que Adikor y él volvieran a abrir el portal al otro mundo. De hecho, excepto tal vez el grupo femenino de Evsoy, nadie se lo hubiese reprochado si Ponter y Adikor hubieran dicho, simplemente, que la apertura del portal había sido una casualidad irreproducible.

Pero la posibilidad de comerciar entre dos clases de humanidad era demasiado importante para que Ponter la ignorara. Sin duda podría intercambiarse información: lo que la gente de Ponter sabía sobre superconductores, por ejemplo, a cambio de lo que los gliksins sabían de naves espaciales. Pero, además, podían intercambiar cultura: el arte de este mundo por el arte de aquel mundo, una epopeya iterativa dibalat, tal vez, a cambio de una obra de ese Shakespeare del que había oído hablar allí; esculturas del gran Kaydas a cambio de la obra de un pintor gliksin.

Ponter se dijo que estos nobles pensamientos eran su única motivación. No tenía nada personal que ganar abriendo de nuevo el portal. Sí, estaba Mary. Sin embargo, era indudable que Mary no estaba realmente interesada en un ser tan distinto a ella, una criatura velluda donde los machos de su especie eran lampiños, tan fornida cuando la mayoría de gliksins era grácil, un ser con un arco ciliar doble que ondulaba sobre sus ojos, ojos que eran dorados en vez de azules como los de Mary o del marrón oscuro de tantos otros de su especie.

Ponter no tenía ninguna duda de que Mary había sufrido realmente del que había hablado, pero ésa debía de ser sólo la más destacada de muchas razones por las que había rechazado sus avances.

Pero no.

No era así.

Había habido una atracción real y mutua. Por encima de líneas temporales, a través de fronteras entre especies, había sido real. Estaba seguro.

Pero ¿irían mejor las cosas entre ambos si se reanudaba el contacto? Atesoraba sus hermosos y maravillosos recuerdos del tiempo que había pasado con ella: y eran sólo recuerdos, pues su implante Acompañante había sido incapaz de transmitir nada a su archivo de coartadas desde el otro lado. Mary existía sólo en su imaginación, en sus pensamientos y sueños; no había ninguna realidad objetiva con la que comparada, excepto los breves atisbas captados por el robot que Adikor había hecho pasar por el portal para atraer a Ponter a casa.

Sin duda era mejor así. Nuevos contactos estropearían lo que ya habían tenido.

Y sin embargo…

Y sin embargo, parecía que el portal podía volver a abrirse.

De pie en la pequeña antesala, Ponter miró a Adikor Huid, su hombre-compañero. Adikor asintió, animándolo. Era hora de entrar en la cámara del Consejo. Ponter tomó el tubo de Derkers sin expandir que había traído consigo, y los dos hombres atravesaron las enormes puertas dispuestos a enfrentarse a los Grandes Grises.

—La presencia aquí del sabio Boddit —dijo Adikor Huid, señalando a Ponter— es prueba indiscutible de que una persona puede pasar al otro universo y regresar ilesa.

Ponter miró a los veinte Grises, diez varones y diez hembras, dos de cada uno de los diez gobiernos regionales del mundo. En algunos foros, los varones se sentaban a un lado de la sala y las hembras al otro. Pero el Gran Consejo Gris se ocupaba de asuntos que afectaban a la especie entera, y los varones y hembras que se habían reunido allí, procedentes de todo el mundo, se mezclaban en un gran círculo.