– ¿Qué anilla? -había preguntado Joss.
– Para enrollar tu servilleta. Hacemos colada todas las semanas, en concreto, ropa blanca el viernes, y el martes de color. Si no quieres que tu ropa se lave con la del herrero, tienes la lavandería a cien metros. Si quieres plancha, tendrás que pagar a Marie-Belle aparte cuando venga a limpiar los cristales. Entonces, en cuanto a la anilla, ¿por cuál te decides?
– Por el pollito -había respondido Joss firmemente.
– Los hombres -había suspirado Lizbeth al salir- siempre tienen que hacerse los listillos.
Sopa, guiso de ternera, quesos y peras asadas. Castillon hablaba un poco solo, Joss esperaba con prudencia para orientarse, como cuando uno aborda un mar nuevo. La pequeña Éva comía sin ruido y no alzó más que una vez el rostro para pedirle el pan a Lizbeth. Lizbeth le sonrió y Joss tuvo la impresión curiosa de que Éva había deseado arrojarse a sus brazos. A menos que se tratase de él otra vez.
Decambrais no había hablado prácticamente durante la cena. Lizbeth le había dejado caer a Joss mientras éste le ayudaba a recoger: «Cuando está así, es porque trabaja mientras come». Y en efecto, Decambrais se levantó de la mesa una vez que hubo engullido las peras y se excusó con todos antes de volver al despacho.
La luz se hizo a la mañana siguiente, en el primer instante de consciencia. El nombre se propulsó hacia sus labios antes incluso de que hubiese abierto los ojos, como si aquella palabra hubiese esperado toda la noche a que el durmiente despertase, ardiendo en deseos de manifestarse. Decambrais se oyó enunciarla en voz baja: Avicena.
Se levantó repitiéndola varias veces, temeroso de que se desvaneciese con la disipación de las brumas del sueño. Para tener mayor seguridad, anotó sobre una hoja: Avicena. Y después escribió al lado: Liber canonis. El Canon de la medicina.
Avicena. El gran Avicena, médico y filósofo persa, principios del siglo XI, mil veces recopiado de Oriente a Occidente. Redacción latina sembrada de locuciones árabes. Ahora estaba sobre la pista.
Sonriente, Decambrais esperó a cruzarse con el bretón en la escalera. Lo agarró cuando pasaba.
– ¿Ha dormido bien, Le Guern?
Joss vio claramente que algo se había producido. El rostro blanco y delgado de Decambrais, normalmente algo cadavérico, se había reanimado como bajo el efecto de un rayo de sol. En vez de aquella sonrisa un poco cínica, un poco artificial, que lucía por lo general, Decambrais estaba pura y simplemente jubiloso.
– Lo tengo, Le Guern, lo tengo.
– ¿Qué?
– ¡A nuestro sabihondo! Lo tengo, Dios santo. Guárdeme los «especiales» del día, me voy a la biblioteca.
– Abajo, ¿a su despacho?
– No, Le Guern. No tengo todos los libros.
– Ah, ya -dijo Joss, sorprendido.
Decambrais, con el abrigo echado a la espalda y la cartera metida entre sus pies, anotó el «especial» de la mañana:
Y así en los desarreglos de las cualidades de las estaciones, como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido, y así la primavera, y el otoño, porque esta gran desigualdad muestra una mala constitución, tanto de los astros como del aire (…).
Deslizó la hoja en su cartera y después esperó unos minutos para escuchar el naufragio del día. A las nueve menos cinco, se sumergió en el metro.
X
Aquel jueves Adamsberg llegó a la brigada después que Danglard, un acontecimiento lo suficientemente raro como para que su adjunto le dedicase una mirada prolongada. El comisario tenía los rasgos marchitos de quien no ha dormido más que un par de horas entre las cinco y las ocho. Volvió a salir enseguida para tomar café en el bar de aquella calle.
Camille, dedujo Danglard. Camille había vuelto anoche. Danglard encendió blandamente su ordenador. Él había dormido solo como de costumbre. Siendo tan feo, con el rostro desestructurado y el cuerpo cayéndosele hacia abajo como un cirio derretido, era casi un milagro si tocaba a una mujer una vez cada dos años. Como siempre, Danglard consiguió salir de aquella morosidad que le conducía directamente al paquete de cervezas pasando revista, como en un breve diaporama de luz, a los rostros de sus cinco hijos. La verdad es que el quinto no era suyo, con aquellos ojos azul pálido, pero su mujer le había dejado todo el lote por un precio módico cuando se fue. Había pasado ya mucho tiempo, ocho años y treinta y siete días, y la imagen de Marie, de espaldas, atravesando lentamente el pasillo con un traje sastre verde, abriendo la puerta y cerrándola de golpe, había permanecido aferrada a su cráneo durante dos largos años y seis mil quinientas cervezas. El diaporama de los niños, dos gemelos, dos gemelas y el pequeño de ojos azules, se había convertido ahora en su idea fija, su refugio, su salvación. Había pasado miles de horas rallando zanahorias cada vez más finas, lavando cada vez más blanco, preparando carteras irreprochables, planchando, limpiando los lavabos hasta la desinfección integral. Después este absolutismo se había calmado lentamente para volver a un estado, si no normal, al menos aceptable, y su consumo de cerveza había caído del millar a las cuatrocientas anuales, bien es cierto que doblado por el vino blanco en años difíciles. Quedaba su vínculo luminoso con los cinco niños y eso, se decía en algunas mañanas negras, nadie podría quitárselo. Y nadie por otro lado tenía intención de hacerlo.
Había esperado, intentado incluso, que una mujer se quedase en su casa llevando a cabo la maniobra inversa a Marie, es decir abrir la puerta, de frente, y atravesar lentamente el pasillo en traje sastre amarillo, hacia él, pero todo había sido inútil. Las estancias de las mujeres habían sido todas cortas y las relaciones volátiles. No pretendía encontrar una mujer como Camille, no, cuyo perfil era tan tenso y tierno que uno se preguntaba si había que pintarla o besarla urgentemente. No, no pedía la luna. Una mujer, sólo una mujer, incluso si se había desparramado hacia la base, como él, no le importaba.