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Danglard vio pasar a Adamsberg en sentido contrario y después encerrarse en su despacho empujando la puerta sin ruido. Él tampoco era guapo pero sí que había conseguido la luna. Bueno, sí que era guapo, aunque ninguno de sus rasgos tomado aisladamente hubiese podido contribuir lógicamente a aquel resultado. Ninguna regularidad, ninguna armonía y nada imponente. El efecto de desorden era total, pero aquel desorden generaba un caos seductor, suntuoso, a veces, cuando se animaba. Danglard había encontrado siempre injusto ese golpe de suerte. Su propio rostro era una mezcla tan azarosa como el de Adamsberg, pero el balance final tenía un flaco interés. En cambio Adamsberg, sin bazas en un principio, había obtenido un trío de dieces.

Puesto que, desde la edad de dos años y medio, se había instruido mucho leyendo y meditando, Danglard no era celoso. Otra de las razones es que tenía el diaporama. Y también que, pese a un desconcierto casi crónico, le gustaba aquel tipo e incluso la pinta de aquel tipo, su gran nariz y su insólita sonrisa. Cuando le propuso que se viniese con él aquí a la brigada, no lo había dudado ni un segundo. La dejadez de Adamsberg se había convertido en algo casi necesario, como el relajante paquete de cervezas, sin duda porque compensaba la hiperactividad ansiosa y a veces rígida de su propio espíritu.

Danglard contempló la puerta cerrada. Adamsberg iba a ocuparse de los cuatros, de una manera o de otra, y trataba de no indisponer a su adjunto. Dejó su teclado y se apoyó sobre la mesa, un poco preocupado. Se preguntaba desde la noche anterior si no había tomado un camino erróneo. Porque aquel cuatro al revés, ya lo había visto en alguna otra parte. Se había acordado en su cama, al quedarse dormido, solo. Había sido hacía mucho tiempo, cuando era un joven quizás, antes de ser policía y fuera de París. Como Danglard había viajado muy poco a lo largo de su vida, podría tratar de rastrear la huella en su memoria, si acaso quedaba algo que no fuese una impresión casi borrada.

Adamsberg había cerrado su puerta para poder telefonear a una cuarentena de comisarías de París sin sentir el peso del enfado legítimo de su adjunto. Danglard había optado por un artista intervencionista pero él no era de su opinión. De ahí a investigar en todos los distritos de París, no había más que un paso, un paso inútil e ilógico que Adamsberg había preferido dar él solo. Aquella mañana todavía no estaba decidido. En el desayuno, había hojeado de nuevo su cuaderno y mirado aquel cuatro, como quien se juega el todo por el todo, excusándose con Camille. Le había preguntado incluso qué le parecía. «Es bonito», había dicho ella, pero al despertarse Camille no veía nada y no diferenciaba el calendario de Correos de una imagen devota. La prueba es que ella no tenía que haber dicho «Es bonito» sino «Es atroz». Él había respondido suavemente: «No, Camille, no es muy bonito». Fue en aquel instante, con aquella frase, con aquella negativa, cuando tomó la decisión.

Sintiéndose un poco lento por la falta de sueño, y con el cuerpo envuelto en una benéfica fatiga, marcó el primer número de su lista.

Hacia las cinco, ya había concluido su gira y no había caminado más que una vez, a la hora del almuerzo. Camille lo había llamado a su móvil mientras comía un sándwich en un banco público.

No era para comentar la noche en voz baja, no, ése no era el estilo de Camille. Camille destilaba las palabras con mucha discreción, dejando a su cuerpo el cuidado de expresarse, entienda quien pueda; el qué, uno nunca sabía exactamente.

Sobre su libreta escribió mujer, inteligencia, deseo, igual a Camille. Se interrumpió y releyó aquella línea. Palabras enormes y palabras planas. Pero puestas sobre Camille, se levantaban como repletas de evidencia. Casi podía verlas burbujeando sobre la superficie del papel. Bien. Igual a Camille. Era muy arduo para él escribir la palabra «Amor». El bolígrafo formaba la «A» y después se inmovilizaba sobre la «m», demasiado inquieto para continuar. Esta reticencia lo había intrigado durante mucho tiempo hasta conseguir, a fuerza de frecuentarla, alcanzar su centro, creía. A él le gustaba el amor. A él no le gustaba lo que conlleva el amor. Porque el amor conlleva cosas, puesto que es utópico vivir exclusivamente en la cama, ni siquiera dos días. Toda una espiral de cosas, provocada por algunas ideas etéreas y que concluía en un atrincheramiento en firme para impedir que el amor se diese a la fuga. Comenzaba de manera violenta como un fuego de rastrojos entre dos puertas y bajo el cielo para culminar su recorrido entre cuatro paredes y en el hogar de una chimenea. Y para un tipo como Adamsberg, la espiral de cosas se anunciaba como una trampa agobiante. Huía de las sombras cargadas de presagios, las identificaba por adelantado con ese genio anticipador de esas valientes presas que reconocen la huella de sus depredadores. En esta huida, sospechaba a veces que Camille le llevaba una cabeza. Camille y su absentismo cíclico, su sentimentalismo prudente, sus botas siempre clavadas a la línea de salida. Pero Camille hacía juego de manera subterránea, con menos aspereza y más benevolencia. Además, era difícil identificar en ella ese instinto dominante que la empujaba al aire libre, para aquel que no dedicaba suficiente tiempo a reflexionar con tranquilidad. Adamsberg se veía forzado a admitir que no reflexionaba sobre Camille. A veces empezaba y después se olvidaba de continuar, atraído por otros pensamientos, propulsado de una idea a otra hasta que se formaba un mosaico de imágenes que preludiaban en él la aparición del vacío.

Con el cuaderno siempre abierto sobre sus rodillas, terminó de anotar su frase, escribiendo un punto después de la A, en medio del estruendo de las taladradoras que atacaban la piedra de las ventanas. Camille no lo había llamado entonces para que se felicitasen el uno al otro sino para hablarle con mucha sobriedad del cuatro que él le había mostrado aquella mañana. Adamsberg se levantó y levantando algo de gravilla a su paso, llegó hasta el despacho de Danglard.

– ¿Encontraron ese archivo? -preguntó para interesarse.

Danglard asintió con la cabeza y señaló con un dedo la pantalla por la que desfilaban a gran velocidad huellas de pulgares ampliadas como imágenes galácticas.

Adamsberg rodeó la mesa y se situó frente a Danglard.

– Si tuviese que decir una cifra, ¿cuántos edificios marcados con el cuatro diría que existen en París?

– Tres -dijo Danglard.

Adamsberg alzó los dedos de las manos.

– Tres más nueve, total doce. Teniendo en cuenta que poca gente tendría la idea de venir a señalar ese tipo de asunto a la policía, excepto los inquietos, los desocupados y los obsesivos que, pese a todo, son bastantes, podríamos concluir que hay por lo menos una treintena de edificios que ya han sido decorados por el intervencionista.

– ¿Siguen siendo los mismos cuatros? ¿Tienen la misma forma, el mismo color?

– Los mismos.

– ¿Siempre sobre una puerta virgen?

– Lo verificaremos con los medios disponibles.

– ¿Tiene la intención de hacerlo?

– Eso creo.

Danglard posó las manos sobre sus muslos.

– Ya he visto ese cuatro antes -dijo.

– Camille también.

Danglard alzó una ceja.

– En la página de un libro abierto sobre una mesa -dijo Adamsberg-. En casa del amigo de una amiga.

– ¿Un libro sobre qué?

– Camille no lo sabe. Supone que es un libro de historia porque el tipo en cuestión es señora de la limpieza de día y medievalista de noche.

– ¿No es lo contrario normalmente?

– ¿Normalmente en relación con qué?

Danglard cogió la botella de cerveza que andaba sobre la mesa y dio un trago.

– Y usted ¿dónde lo ha visto? -preguntó Adamsberg.