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– ¿A qué se debe que un tipo confuso haya sido ascendido a principal?

– El tipo confuso tiene genio, según me han dicho. He dicho confuso pero podría haber dicho inefable.

– No vamos a detenernos en cada palabra.

– Me gusta detenerme.

– Lo había notado.

Decambrais se detuvo frente a un portal.

– Ya hemos llegado -dijo.

Joss recorrió la fachada con una mirada.

– Necesitaría un arreglo serio su chabola.

Decambrais se apoyó en la fachada con los brazos cruzados.

– ¿Y bien? -dijo Joss-. ¿Se rinde?

– Tenemos cita dentro de seis minutos. La hora es la hora. Debe de ser un tipo ocupado.

Joss se apoyó en la fachada a su lado y esperó.

Un hombre pasó ante ellos, con la mirada clavada en el suelo y las manos hundidas en los bolsillos, y entró sin apurarse en el portal, sin contemplar a los dos hombres apoyados en la pared.

– Creo que es él -murmuró Decambrais.

– ¿El moreno bajo? Está de broma. Un viejo jersey gris, una chaqueta toda arrugada, ni siquiera tiene el pelo corto. No digo que sea vendedor de flores en los muelles de Narbona, pero comisario, perdóneme.

– Le digo que es él -insistió Decambrais. Reconozco su paso. Se balancea.

Decambrais consultó su reloj hasta que pasaron seis minutos y arrastró a Joss hasta el edificio en obras.

– Me acuerdo de usted, Ducouëdic -dijo Adamsberg haciendo entrar a los dos visitantes hasta su despacho-. Es decir, he revisado su dossier después de su llamada y después me acordé de usted. Habíamos hablado un poco los dos, las cosas no marchaban muy bien en aquella época. Creo que le aconsejé que dejase la profesión.

– Es lo que he hecho -dijo Decambrais alzando la voz a causa del estruendo de las taladradoras, que Adamsberg parecía no notar.

– ¿Encontró algo al salir de la cárcel?

– Me establecí como consejero -dijo Decambrais evitando mencionar las habitaciones subalquiladas, al igual que el encaje.

– ¿Fiscal?

– En cosas de la vida.

– Ah, sí -dijo Adamsberg, pensativo-. ¿Por qué no? ¿Tiene clientela?

– No me quejo.

– ¿Qué le cuenta la gente?

Joss empezaba a preguntarse si Decambrais no se había equivocado de dirección y si alguna vez este policía cumplía con su trabajo. No tenía ordenador sobre la mesa, sólo un montón de papeles esparcidos, tanto sobre las sillas como sobre el suelo, cubiertos de notas y de dibujos. El comisario se había quedado de pie, apoyado contra el muro, con los brazos apretados sobre su cintura, y contemplaba a Decambrais desde arriba con la cabeza inclinada. A Joss le pareció que sus ojos tenían el color y la consistencia de esas algas marrones y escurridizas que se enrollan en las hélices, los fucos, tan suaves y tan vagas, tan brillantes pero sin fuerza, sin precisión. Las vesículas redondas de esas algas se denominan flotadores y Joss estimó que aquello convenía perfectamente a los ojos de aquel comisario. Aquellos flotadores estaban hundidos bajo unas cejas pobladas y revueltas que le servían como de refugios rocosos. La nariz curva y los rasgos angulosos ponían un poco de firmeza en todo aquello.

– Pero la gente viene sobre todo por asuntos de amor -continuaba Decambrais-, o tienen demasiado o demasiado poco o bien nada en absoluto, o no como ellos quieren, o no consiguen ponerle la mano encima por culpa de toda esa especie d…

– Cosas -interrumpió Adamsberg.

– Cosas -confirmó Decambrais.

– Verá, Ducouëdic -dijo Adamsberg despegándose de la pared y atravesando la habitación con pasos contenidos-, ésta es una brigada especializada en homicidios. Y si su antigua historia ha tenido alguna continuación, si lo han molestado de una manera o de otra, yo no…

– No -cortó Decambrais-. No se trata de mí. Pero tampoco se trata de un crimen. Por lo menos, todavía no.

– ¿Amenazas?

– Quizás. Mensajes anónimos, mensajes de muerte.

Joss apoyó los codos sobre sus muslos, divertido. No iba a arreglárselas tan fácilmente el viejo letrado con sus ansiedades de humo.

– ¿Que se dirigen directamente a una persona? -dijo Adamsberg.

– No. Mensajes de destrucción general, de catástrofe.

– Bueno -dijo Adamsberg mientras continuaba yendo y viniendo-. ¿Un predicador del tercer milenio? ¿Qué es lo que anuncia? ¿El Apocalipsis?

– La peste.

– Toma -dijo Adamsberg marcando una pausa-. Eso cambia un poco las cosas. ¿Y cómo lo anuncia? ¿Por correo? ¿Por teléfono?

– Por medio de este señor -dijo Decambrais señalando a Joss con un gesto un tanto ceremonioso-. El señor Le Guern es pregonero de profesión, por parte de su bisabuelo. Pregona las noticias del barrio en el cruce Edgar-Quinet-Delambre. Se lo explicará mejor él mismo.

Adamsberg se volvió hacia Joss con el rostro un poco cansado.

– Resumiendo -dijo Joss-, la gente que tiene algo que decir me deja mensajes y yo los leo. No es complicado. Hace falta una buena voz y regularidad.

– ¿Y bien? -dijo Adamsberg.

– Cada día, y ahora dos o tres veces al día -retomó Decambrais-, el señor Le Guern encuentra estos pequeños textos que anuncian la peste. Cada anuncio nos aproxima a su explosión.

– Bien -dijo Adamsberg, cogiendo el registro. Su movimiento esbozado indicó que la discusión tocaba a su fin-. ¿Desde cuándo?

– Desde el 17 de agosto -precisó Joss.

Adamsberg suspendió su gesto y alzó rápidamente los ojos hacia el bretón.

– ¿Está seguro? -preguntó.

Y Joss vio que se había equivocado. No a propósito del primer especial, no, sino sobre los ojos del comisario. En las aguas de aquella mirada de alga acababa de alumbrarse una luz clara, como un minúsculo incendio rompiendo el envoltorio del flotador. Aquello se encendía y se apagaba como un faro.

– El 17 de agosto por la mañana -repitió Joss-. Justo después del periodo de cala seca.

Adamsberg abandonó el registro y retomó la deambulación. El 17 de agosto, primer edificio marcado con cuatros en París, en la Rue de Chaillot. Segundo edificio dos días más tarde, en Montmartre.

– ¿Y el mensaje siguiente? -preguntó Adamsberg.

– Dos días después, el 19 -respondió Joss-, y después el 22. Después los anuncios empezaron a menudear. Casi todos los días a partir del 24 y varias veces al día desde hace poco.

– ¿Podemos verlos?

Decambrais le tendió las últimas hojas conservadas y Adamsberg las leyó rápidamente en diagonal.

– No capto -dijo- lo que les hace pensar en la peste.

– He identificado esos extractos -explicó Decambrais-. Son citas sacadas de antiguos tratados de la peste, existen centenares a través de los siglos. El mensajero está ahora en los signos precursores. No va a tardar en meterse en el meollo del asunto. Estamos muy cerca. En el último pasaje, el de esta mañana -dijo Decambrais designando una de las hojas-, el texto se interrumpe justo antes de la palabra «peste».

Adamsberg examinó el anuncio del día:

(…) que muchos se desplazan como sombras sobre un muro, que se ven vapores oscuros alzándose del suelo como una niebla (…) cuando se descubre en los hombres una gran falta de confianza, los celos, el odio y el libertinaje (…).