– En verdad -dijo Decambrais-, yo creo que llegaremos mañana. Es decir esta noche, para nuestro hombre. A causa del Diario del inglés.
– ¿Fragmentos de vida desordenados?
– Están ordenados. Datan de 1665, el año de la gran peste en Londres. Y en los próximos días, Samuel Pepys verá su primer cadáver. Mañana, creo. Mañana.
Adamsberg apartó los papeles sobre su mesa y suspiró.
– Y nosotros, ¿qué veremos, en su opinión?
– Ni idea.
– Sin lugar a dudas, nada -dijo Adamsberg-. Es sólo desagradable, ¿verdad?
– Precisamente.
– Pero fantasmal.
– Lo sé. La última peste en Francia se apagó en Marsella en 1722. Es un asunto legendario.
Adamsberg se pasó los dedos por el cabello, para peinarlos quizás, pensó Joss, después juntó las hojas y se las devolvió a Decambrais.
– Gracias -dijo.
– ¿Puedo seguir leyéndolas? -preguntó Joss.
– Sobre todo, no deje de hacerlo. Y pase a contarme la continuación.
– ¿Y si no hay continuación? -dijo Joss.
– Es raro que alguien lance algo tan organizado e incongruente sin que desemboque en una manifestación concreta, incluso mínima. Me interesaría saber lo que ese tipo inventará para continuar.
Adamsberg acompañó a los dos hombres hasta la salida y volvió a su despacho con paso lento. Esta historia era más que desagradable. Era detestable. En cuanto a su relación con los cuatros, era nula, aparte de esa coincidencia de fecha. Se inclinaba, sin embargo, a seguir la misma curva de razonamiento que Ducouëdic. Al día siguiente, ese inglés, ese Pepys, iba a encontrar su primer muerto de peste en Londres, al alba de la catástrofe. Sin sentarse, Adamsberg abrió rápidamente su cuaderno y encontró el número del medievalista que Camille le había dado, ese tipo en cuya casa había visto el cuatro al revés. Consultó el reloj recién colgado en la pared, que marcaba las once y cinco minutos. Si el tipo era señora de la limpieza, tenía pocas oportunidades de encontrarlo en su casa. Una voz de hombre le respondió, bastante joven y apresurada.
– ¿Marc Vandoosler? -preguntó.
– No está. Está en la trinchera de reserva, en misión de limpieza y plancha. Puedo dejarle un mensaje en su parapeto, si quiere.
– Gracias -dijo Adamsberg un poco sorprendido.
Oyó cómo dejaba el teléfono y buscaba ruidosamente papel y con qué escribir.
– Aquí estoy -continuó la voz-. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
– Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg, brigada criminal.
– Mierda -dijo la voz, repentinamente grave-, ¿Marc tiene problemas?
– Ninguno. Camille Forestier me ha dado su número.
– Ah. Camille -dijo simplemente la voz, pero cargando ese «Camille» con una entonación tal que Adamsberg, que no era un hombre celoso, experimentó sin embargo un breve estremecimiento, más bien una sorpresa. Existían en torno a Camille mundos muy vastos y populosos que él ignoraba completamente por pura indiferencia. Cuando por azar descubría un fragmento, se quedaba siempre sorprendido, como si chocase con un continente ignoto. ¿Quién decía que Camille no reinaba sobre múltiples territorios?
– Es a propósito de un dibujo -continuó Adamsberg-, una grafía, más bien enigmática. Camille dijo haber visto una reproducción en casa de Marc Vandoosler, en uno de sus libros.
– Muy posible -dijo la voz-. Pero seguro que no es muy reciente.
– ¿Perdón?
– Marc no se interesa más que por la Edad Media -dijo la voz con un insensible desprecio-. Apenas se digna a tocar con la punta de sus dedos el siglo XVI. Supongo que ése no es su radio de acción en la criminal.
– Nunca se sabe.
– Bien -dijo la voz-. ¿Definición del objetivo?
– Si su amigo conociese el significado de ese dibujo, podría ayudarnos. ¿Tiene fax?
– Sí, con el mismo número.
– Perfecto. Voy a mandarle el croquis y si Vandoosler posee información, que sea tan amable de enviárnosla de vuelta.
– Muy bien -dijo la voz-. Sección a su disposición. Ejecución de la consigna.
– Señor… -dijo Adamsberg en el momento en que el otro iba a colgar.
– Devernois. Lucien Devernois.
– Tenemos prisa. La verdad es que es urgente.
– Cuente con mi diligencia, comisario.
Y Devernois colgó. Perplejo, Adamsberg volvió a posar el auricular. Todo lo que podía decir es que Devernois, algo altivo, no se dejaba atemorizar por la policía. Quizás fuese militar.
Hasta las doce y media de la mañana, Adamsberg permaneció inmóvil contra su pared, observando su fax inanimado. Después, molesto, salió a caminar y a buscar algo de comer. Cualquier cosa, al azar por las calles que descubría poco a poco en torno a la brigada. Un bocadillo, tomates, pan, fruta, un pastel. Según su humor, según las tiendas, a pesar de su buen sentido. Vagó deliberadamente por las calles, con un tomate en una mano y un panecillo con nueces en la otra. Se sintió tentado de pasar el día fuera y no volver hasta el día siguiente. Pero Vandoosler podía haber comido en su casa. Y en ese caso tenía la oportunidad de obtener una respuesta y terminar con aquella arquitectura de fantasmas cojos. A las quince horas, entró en su despacho, arrojó su chaqueta sobre una silla y se volvió hacia su aparato. Una hoja lo esperaba, caída en el suelo.
Muy señor mío,
El cuatro al revés que me envía es una reproducción exacta de la cifra con la que se marcaban antaño las puertas o las contraventanas en tiempo de peste, en algunas regiones. Se cree que el origen es antiguo pero que fue absorbido por la cultura cristiana que reconocía en él un signo de la cruz, trazado sin levantar la mano. Es una cifra mercantil y, también, una cifra de imprenta pero sobre todo es famoso por su valor de talismán contra la peste. La gente se protegía de las plagas trazándola sobre la puerta de su domicilio.