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Marc Vandoosler
Adamsberg se apoyó sobre su mesa, con la cabeza inclinada hacia el suelo y el fax colgando de la mano. El cuatro invertido, un talismán contra la peste. Una treintena de edificios ya marcados en la ciudad y mensajes a punta pala en la caja del pregonero. Al día siguiente, el inglés de 1665 iba a encontrar el primer cadáver. Frunciendo el entrecejo, Adamsberg se dirigió al despacho de Danglard aplastando cascotes a su paso.
– Danglard, su intervencionista está haciendo el imbécil.
Adamsberg dejó el fax sobre su mesa y Danglard lo leyó con aire circunspecto. Después lo releyó.
– Sí -dijo-. Me acuerdo ahora de mi cuatro. En el balcón de forja del tribunal de comercio de Nancy. Un doble cuatro, uno de ellos invertido.
– ¿Qué hacemos con su artista, Danglard?
– Ya se lo he dicho. Lo dejamos de lado.
– ¿Y qué más?
– Lo reemplazamos. Por un iluminado que teme la peste como a la peste y que protege las casas de sus conciudadanos.
– No la teme. La predice, la prepara. Paso a paso. Pone en funcionamiento un dispositivo. Puede estallar mañana, o esta noche.
Danglard estaba acostumbrado desde hacía tiempo al rostro de Adamsberg, que era capaz de pasar de un estado casi opaco, apagado como un fuego ahogado, a un estado ardiente. La luz llegaba entonces a propagarse bajo la piel morena por un procedimiento técnico bastante misterioso. En esos momentos intensos, Danglard sabía que todas las negativas y los escepticismos, los razonamientos lógicos más intensos, se evaporarían sobre las brasas. Además, prefería economizar para periodos más tibios. Simultáneamente, Danglard tocaba en aquellos instantes sus propias paradojas: las convicciones irracionales de Adamsberg sacudían sus anclajes y esa renuncia temporal al buen sentido le aportaba una extraña distensión. Entonces no podía evitar escuchar, aunque fuese pasivamente, llevado por una nube de ideas de la cual no era responsable. La manera de hablar de Adamsberg, que usaba su paciencia en otros momentos, fomentaba entonces esos viajes con su ritmo lento, sus sonoridades bajas y suaves, sus fórmulas repetitivas y sus circunvoluciones. En fin, la experiencia le había demostrado demasiado a menudo que, tomando como punto de partida una inspiración desordenada, Adamsberg había apuntado de lleno al corazón de la verdad.
Lo que hizo que Danglard se pusiese la chaqueta sin rechistar cuando Adamsberg lo arrastró a la calle para contarle el relato del viejo Ducouëdic.
Antes de las seis, los dos hombres habían llegado a la Place Edgar-Quinet, dispuestos a asistir al último pregón de la tarde. Adamsberg había recorrido primero la encrucijada, apropiándose del espacio, respirando el aire del lugar, localizando la casa de Ducouëdic, la urna azul arrimada al plátano, la tienda de deportes en la cual había visto a Le Guern meterse con su caja, y el café restaurante El Vikingo, que Danglard había localizado desde el principio y donde había decidido meterse para nunca más salir. Adamsberg fue a golpear la ventana para anunciarle la llegada de Le Guern. Escuchar el pregón no le aportaría nada, lo sabía. Pero Adamsberg quería hacerse a la idea lo más claramente posible de dónde surgían los anuncios.
La voz del bretón le sorprendió, poderosa, melodiosa, alcanzando casi sin esfuerzo de un extremo a otro de la plaza. Esta voz, sin duda alguna, pensó, era en gran parte la responsable del tumulto compacto que se había formado en torno a él.
– Uno -comenzó Joss, a quien no se le había escapado la presencia de Adamsberg-: Vendo material de apicultor con dos enjambres. Dos: La clorofila se fabrica sola y los árboles no presumen de ello. Es sólo un ejemplo para los engreídos.
Aquello sorprendió a Adamsberg. No había comprendido aquel segundo anuncio pero el público, serio, no parecía desconcertado y esperaba la continuación. Probablemente era la fuerza de la costumbre. Como para todo, una buena escucha exigía con seguridad un entrenamiento.
– Tres -continuó Joss, imperturbable-: Bienvenida alma gemela, si es posible atractiva, si no qué más da. Cuatro: Hélène, sigo esperándote. No te pondré la mano encima nunca más. Bernard, desesperado. Cinco: Al hijo de puta que ha destrozado mi timbre le espera una mala sorpresa. Seis: ISO FZX 92, 39.000 km, neumáticos y frenos nuevos, totalmente revisado. Siete: ¿Qué somos, pero qué somos exactamente? Ocho: Ofrezco trabajos de costura esmerados. Nueve: Si un día tenemos que instalarnos en el planeta Marte, iréis sin mí. Diez: Vendo cinco cajas de judías verdes francesas. Once: ¿Clonar al ser humano? Me parece que ya hay suficientes cretinos en la tierra. Doce…
Adamsberg comenzaba a dejarse mecer por la letanía del pregonero, observando el pequeño grupo, a los que anotaban algo sobre un trozo de papel, a aquellos que miraban al pregonero sin moverse, con la bolsa colgando del brazo, con aspecto de descansar de su jornada de oficina. Le Guern encadenó con el tiempo del día siguiente después de una rápida ojeada al cielo y con el estado de la mar, viento del oeste intensificándose de tres a cinco a la caída de la tarde, que pareció contentar a todo el mundo. Después retomó la maquinaria de los anuncios, práctica y metafísica, y Adamsberg se despertó cuando vio que Ducouëdic se enderezaba para escuchar el anuncio dieciséis.