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– Te podías haber callado.

– No sé por qué, me pagaban para leer, hacía mi trabajo. Si no leía, les robaba a los clientes y los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos. Sus dramas, sus amores y sus celos de pescadores no eran asunto mío. Ya tenía bastante con ocuparme de mi propia familia. Una vez al mes, pasaba por el pueblo a ver a los niños, ir a misa y echar un polvo.

Joss suspiró en su vaso.

– Y a dejar los cuartos -completó el antepasado con un tono firme-. Una mujer y ocho niños comen lo suyo. Pero, créeme, con Ar Bannour, nunca les faltó de nada.

– ¿No les faltaron bofetadas?

– Dinero, imbécil.

– ¿Daba para tanto?

– Tanto como yo quería. Si hay un producto que nunca se agota en esta tierra son las noticias, y si hay una sed que nunca cesa es la curiosidad de los hombres. Cuando eres pregonero, das de mamar a toda la humanidad. Tienes la seguridad de que nunca te faltará leche y de que nunca te faltarán bocas. Oye chico, si empinas tanto el codo, nunca podrás trabajar de pregonero. Es una profesión que exige ideas claras.

– No quiero entristecerte, abuelo -dijo Joss sacudiendo la cabeza-, pero la de pregonero es una profesión que ya no existe. Ya no encontrarás a nadie que entienda la palabra. «Zapatero» sí, pero «pregonero» ya ni existe en el diccionario. No sé si sigues manteniéndote informado desde que has muerto pero las cosas han cambiado mucho por aquí. Ya nadie necesita que le griten a los oídos en la plaza de la iglesia, puesto que todo el mundo tiene periódico, radio y televisión. Y si te conectas a la red en Loctudy, sabes si alguien se ha meado en Bombay. Imagínate.

– ¿Me tomas de verdad por un viejo gilipollas?

– Te informo, nada más. Ahora me toca a mí.

– Te rindes, mi pobre Joss. Enderézate. No has comprendido gran cosa de lo que te he dicho.

Joss alzó una mirada vacía hacia la silueta del bisabuelo que descendía de su taburete de bar con una cierta prestancia. Ar Bannour había sido grande en su época. Era cierto que se parecía a aquel bruto.

– El pregonero -dijo el antepasado con fuerza plantando su mano sobre el mostrador- es la vida. Y no me digas que ya nadie comprende lo que significa esa palabra o que ya no figura en el diccionario. Será más bien que los Le Guern han degenerado y ya no se merecen pregonarla. ¡La vida!

– ¡Pobre viejo imbécil! -murmuró Joss viéndolo partir-. Pobre viejo achacoso.

Dejó el vaso sobre la barra y añadió bramando en su dirección:

– ¡Además, no te había llamado!

– Qué le pasa ahora -le dijo el camarero tomándolo por el brazo-. Sea razonable, está molestando a todo el mundo.

– ¡Me la suda el mundo! -aulló Joss agarrándose al mostrador.

Joss recordaba haber sido expulsado del bar D’Artimon por dos tipos más bajos que él y haberse balanceado sobre la calzada durante un centenar de metros. Se había despertado nueve horas más tarde en un portal, a una buena decena de estaciones de metro del bar. Alrededor de mediodía, se había arrastrado hasta su habitación ayudándose con las dos manos para sostener su cabeza, pesada como el hierro, y se había vuelto a dormir hasta el día siguiente a las seis. Cuando abrió dolorosamente los ojos, había clavado sus ojos en el techo sucio de su vivienda y había dicho, obstinadamente:

– Pobre viejo imbécil.

Hacía ya siete años que, tras algunos meses de rodaje difícil -encontrar el tono, escoger el emplazamiento, concebir las rúbricas, encontrar una clientela fiel, fijar las tarifas-, Joss había adoptado la profesión en desuso de pregonero. Ar Bannour. Se había paseado con su urna por diversos puntos en un radio de setecientos metros alrededor de la estación Montparnasse -de la que no le gustaba alejarse, por si acaso, decía- para terminar estableciéndose hacía dos años en el cruce Edgar-Quinet-Delambre. Atraía así a los habituales del mercado, a los residentes, captaba a los empleados de las oficinas mezclados con los asiduos de la Rue de la Gaîté y una parte de la oleada procedente de la estación Montparnasse. Pequeños grupos compactos se apelotonaban en torno a él para escuchar el pregón de las noticias. Sin duda eran menos numerosos que los que se reunían antaño en torno al bisabuelo Le Guern pero, no en vano, Joss oficiaba cotidianamente y tres veces al día.

Sin embargo en su urna la cantidad de mensajes era bastante considerable, unos sesenta al día por término medio -y muchos más por la mañana que por la tarde, puesto que la noche propiciaba los depósitos furtivos-, cada uno iba en su sobre cerrado y lastrado por una moneda de cinco francos. Cinco francos para poder escuchar su pensamiento, su anuncio, su búsqueda lanzada a los aires de París, no era tan caro. Joss había propuesto en un principio una tarifa mínima, pero a la gente no le gustaba que saldasen sus frases a un franco. Aquello depreciaba su ofrenda. Esta tarifa convenía tanto al que daba como al que recibía y Joss terminó facturando nueve mil francos netos al mes, domingos incluidos.

El viejo Ar Bannour tenía razón: nunca había faltado material y Joss tuvo que convenir con él, una noche de borrachera, en el bar D’Artimon. «Los hombres están repletos de cosas que decir, ya te lo advertí», dijo el antepasado bastante satisfecho de que el chico hubiese retomado el negocio. «Repletos como viejos colchones de paja. Repletos de cosas que decir y de cosas que no hay que decir. Tú recoges la oferta y rindes servicio a la humanidad. Eres el expurgador. Pero, cuidado, hijo, es muy cansado. Si arañas el fondo, sacarás agua clara y sacarás mierda. Cuida tus cojones, no hay sólo belleza en la cabeza del hombre.»

Tenía razón el antepasado. En el fondo de la urna había cosas decibles y cosas no decibles. «Indecibles», había corregido el letrado, el viejo que regentaba una especie de hotel al lado de la tienda de Damas. De hecho, cuando sacaba los mensajes, Joss comenzaba por formar dos montones, el montón decible y el montón no decible. En general el decible circulaba por su vía natural, es decir por la boca de los hombres, en riachuelos ordinarios o en oleadas vociferantes, lo que permitía que el hombre no explotase bajo la presión de las palabras apretadas. Porque a diferencia del colchón de paja, el hombre desgranaba cada día nuevas palabras, lo que convertía en completamente vital la cuestión del desagüe. De lo que era decible, una parte trivial llegaba hasta la urna y se inscribía en las rúbricas de Venta, Compra, Se busca, Amor, Asuntos diversos y Anuncios técnicos; estos últimos estaban limitados numéricamente por Joss, que cobraba por ellos seis francos en compensación por las molestias que le causaba su lectura.

Pero, sobre todo, lo que el pregonero había descubierto era el volumen insospechado de lo indecible. Insospechado porque ningún agujero estaba previsto en el colchón de paja para la eliminación de aquella materia verbal. Bien porque traspasa los límites lícitos de la violencia, o de la audacia, o al contrario, porque no consigue alcanzar un grado de interés que legitime su existencia. Esas palabras ultrajantes o indigentes se ven entonces arrinconadas a una existencia de reclusas, sepultadas por el tropel, viven en la sombra, la vergüenza y el silencio. Sin embargo, y esto el pregonero lo había entendido perfectamente en siete años de cosecha, esas palabras aun así no mueren. Se acumulan, se encaraman las unas sobre las otras, se agrian a medida que transcurre su vida subterránea, asistiendo, rabiosas, al exasperante vaivén de las palabras fluidas y autorizadas. Al inaugurar esta urna hendida con una fina abertura de doce centímetros, el pregonero había creado una brecha por donde las prisioneras se escapaban con un vuelo de saltamonte. No había una mañana en que no sacase algo indecible del fondo de su caja: arengas, injurias, desesperanzas, calumnias, denuncias, amenazas, locuras. Indecible y a veces tan simple, tan desesperadamente memo, que costaba trabajo leerlo hasta el final. A veces tan retorcido que el sentido era prácticamente inasible. A veces tan viscoso que la hoja se le caía de las manos. Y tan lleno de odio, a veces, tan destructivo, que el pregonero acababa eliminándolo.