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– Bueno pues mejor así -dijo Decambrais tras un silencio-. Déjeme decirle que ha sido un placer conocerlo un poco más y perdóneme por haberle hecho perder su tiempo.

– Al contrario. Aprecio el tiempo perdido en su justo valor.

Adamsberg colgó y decidió que su jornada de sábado había concluido. El registro no contenía nada que no pudiese esperar hasta el lunes. Antes de dejar el despacho, consultó su cuaderno para ser capaz de saludar al gendarme de Granville por su nombre.

En la calle, el sol apuntaba de nuevo a través de las delgadas nubes y la ciudad retomaba un aspecto estival algo lánguido. Se quitó la chaqueta, se la echó sobre el hombro y partió lentamente hacia el río. Le parecía que los parisinos olvidaban que tenían un río. Por muy sucio que estuviese, el Sena constituía para él un refugio, con su movimiento pesado, su olor a ropa mojada y sus cantos de pájaro. Y dirigiéndose tranquilamente por las callejuelas, se dijo que casi era mejor que Danglard hubiese incubado su calvados en casa. Prefería haber enterrado el asunto de los cuatros sin testigos. Danglard había tenido razón. Fuese un artista de la intervención o un simbolista maniaco, el pirado de los cuatros giraba libremente alrededor de un mundo que no les concernía. Adamsberg había perdido su apuesta y le importaba un bledo, mejor así. Esos enfrentamientos con su adjunto no afectaban en lo más mínimo a su orgullo y sin embargo apreciaba que el abandono hubiese sucedido en soledad. El lunes le diría que se había equivocado y que los cuatros harían compañía a la anécdota de las mariquitas gigantes de Nanteuil. ¿Quién le había contado aquella historia? El fotógrafo, el tipo con pecas. ¿Y cómo se llamaba? Lo había olvidado.

XVI

El lunes, Adamsberg anunció a Danglard el fin del asunto de los cuatros. Puesto que era un hombre con estilo, Danglard no se permitió ningún comentario y se limitó a asentir.

El martes a las catorce horas y quince minutos, una llamada de la comisaría del distrito 1 les informó del descubrimiento de un cadáver en la Rue Jean-Jacques-Rousseau número 117.

Adamsberg colgó el auricular con una lentitud extrema, como si estuviese en medio de la noche y no quisiera despertar a nadie. Pero estaba en pleno día. No estaba tratando de preservar el sueño ajeno sino de quedarse dormido él mismo, de propulsarse sin hacer un solo ruido hacia el olvido. En esos instantes, su propia naturaleza le inquietaba hasta el punto de hacerle anhelar que algún día encontraría un refugio de beatitud y de impotencia en el cual se ovillaría como una bola para siempre. Esos momentos en que él tenía razón contra toda razón no eran los mejores. Le agobiaban brevemente. Era como si sintiese de pronto sobre él todo el peso del don pernicioso de un hada mala que, picada, hubiese pronunciado estas palabras sobre su cuna: «Puesto que no me habéis convidado al bautizo -lo que no habría tenido nada de sorprendente pues sus padres, pobres como Job, habían festejado solos su nacimiento en las profundidades de los Pirineos enrollándose en una buena manta-, otorgo a este niño el don de presentir los líos donde los otros no los hayan visto todavía». Algo así pero mejor dicho. El hada mala no era una iletrada ni un personaje grosero, en absoluto.

Esos momentos de malestar duraban poco. Por una parte porque Adamsberg no tenía ninguna intención de ovillarse como una bola, puesto que tenía que caminar la mitad del día y estar de pie la otra mitad, y además, por otro lado, no creía poseer ningún tipo de don. Lo que había presentido, cuando habían empezado aquellos cuatros, era, finalmente, lógico y nada más, a pesar de que aquella lógica no tuviese la hermosa lisura de la de Danglard, a pesar de que era incapaz de separar los impalpables engranajes. Lo que parecía evidente era que aquellos cuatros habían sido concebidos desde su origen como una amenaza tan clara como si su autor hubiese escrito sobre las puertas: «Aquí estoy. Mírenme y tengan cuidado». Era evidente que aquella amenaza se había espesado hasta tomar el aspecto de un verdadero peligro cuando Decambrais y Le Guern habían venido a informarle de que un anunciador de la peste hostigaba desde aquel mismo día. Era evidente que el hombre se complacía en la tragedia que él mismo estaba orquestando. Era evidente que no iba a detenerse a medio camino, era evidente que aquella muerte anunciada con tanta precisión melodramática corría el riesgo de conllevar un cadáver. Lógico, tan lógico que Decambrais lo había temido tanto como él.

La monstruosa puesta en escena del autor, su grandilocuencia, su complejidad misma no perturbaba a Adamsberg. Tenía algo casi clásico, ejemplar en su extrañeza, para un tipo raro de asesino, afligido por un monumental orgullo ultrajado, que se levantaba sobre un pedestal a la medida de su humillación y de su ambición. Más oscuro e incluso incomprensible era aquel recurso a la antigua figura de la peste.

El comisario del distrito 1 había sido formaclass="underline" según la primera información comunicada por los oficiales que habían descubierto el cuerpo, el cadáver estaba negro.

– Nos vamos, Danglard -dijo Adamsberg pasando por delante del despacho de su adjunto-. Reúnan al equipo de urgencia, tenemos un cuerpo. El forense y los técnicos están en camino.

En aquellos momentos, Adamsberg podía ser relativamente rápido y Danglard se apresuró, reunió a los hombres y se dispuso a seguirlo, sin haber recibido una sola palabra de explicación.

El comisario dejó que los dos tenientes y el cabo se instalasen en la parte trasera del vehículo mientras él retenía a Danglard por la manga.

– Un segundo, Danglard. No merece la pena preocupar a esos tipos prematuramente.

– Justin, Voisenet y Kernorkian -dijo Danglard.

– El fruto ha caído. El cuerpo está en la Rue Jean-Jacques-Rousseau. El edificio acababa de ser marcado con diez cuatros invertidos.

– Mierda -dijo Danglard.

– Es un hombre de unos treinta años, un blanco.

– ¿Por qué dice «blanco»?

– Porque su cuerpo está negro. Su piel está negra, ennegrecida. Su lengua también.

Danglard frunció el ceño.

– La peste -dijo-. «La Muerte negra.»

– Eso es. Pero no creo que ese hombre haya muerto de peste.

– ¿Qué lo hace sentirse tan seguro?

Adamsberg se encogió de hombros.

– No sé. Demasiado desmesurado. Ya no hay peste en Francia desde hace lustros.

– Todavía se puede inocular.

– Tendría que haberla conseguido antes.

– Es muy posible. Los institutos de investigación están repletos de yersiniosis, en el mismo París y se sabe dónde. En esos rincones secretos, el combate continúa. Un tipo hábil e informado podría ir y procurárselas.

– ¿El qué? ¿Las yersiniosis?

– Es su nombre de familia. Nombre y apellidos: Yersinia pestis. Cualidades: bacilo pestífero. Profesión: historial killer. Número de víctimas: varias decenas de millones. Móviclass="underline" castigo.

– Castigo -murmuró Adamsberg-. ¿Está seguro de eso?

– Durante millones de años, nadie puso en duda que la peste había sido enviada a la tierra por Dios en persona, en punición por nuestros pecados.

– Voy a decirle algo, no me gustaría cruzarme con Dios por la calle en plena noche. ¿Es verdad eso que dice, Danglard?

– Verdad. Se la considera por excelencia la plaga de Dios. Imagínese un tipo que se pasea por ahí con eso en el bolsillo, puede ser explosivo.