– Y si no es así, Danglard, si sólo quieren hacernos creer que un tipo se pasea por ahí con la plaga de Dios en el bolsillo, es catastrófico. A poco que se sepa, se propagará como un fuego en una pradera. Riesgo de psicosis colectiva a la vista, grande como una montaña.
Desde el coche, Adamsberg llamó a la brigada.
– Brigada criminal, teniente Noël -anunció una voz seca.
– Noël, traiga a un tipo con usted, alguien discreto, o mejor no, traiga a esa mujer, la morena, un poco callada…
– ¿La teniente Hélène Froissy, comisario?
– Eso, y vaya al cruce Edgar-Quinet-Delambre. Verifique, desde lejos, que un cierto Decambrais está en su domicilio, en la esquina de la Rue de la Gaîté, y quédese en su sitio hasta el pregón de la noche.
– ¿El pregón?
– Lo entenderá cuando lo vea. Un tipo subido a una caja, hacia las seis y algo. Quédese allí hasta que lo releven y abra los ojos todo lo que pueda. El público en torno al pregonero, sobre todo. Volveré a ponerme en contacto con usted.
Los cinco hombres saltaron hasta el quinto piso donde les esperaba el comisario del distrito 1. Las puertas habían sido limpiadas en todos los descansillos pero se veían sin dificultad las gruesas huellas negras dejadas por la pintura reciente.
– Comisario Devillard -susurró Danglard a Adamsberg justo antes de que llegasen al último descansillo.
– Gracias -dijo Adamsberg.
– ¿Parece que se hace cargo del asunto, Adamsberg? -dijo Devillard estrechándole la mano-. Acabo de hablar con el Quai.
– Sí -dijo Adamsberg-. Ya lo seguía antes de que naciese.
– Perfecto -dijo Devillard, que tenía aspecto de estar reventado-. Tengo un robo de vídeos entre manos, algo serio, y una treintena de coches destripados en mi sector. Tengo mi ración y más para esta semana. Entonces, ¿sabe quién es el tipo?
– No sé nada, Devillard.
Al mismo tiempo, Adamsberg empujaba la puerta del apartamento para examinarla por el otro lado. Estaba limpia, sin una sola marca de pintura.
– René Laurion, soltero -dijo Devillard consultando sus primeras notas, treinta y dos años-, empleado de un garaje. En regla, no está fichado. Ha sido la señora de la limpieza la que ha encontrado el cuerpo, viene una vez a la semana, el martes por la mañana.
– Mala suerte -dijo Adamsberg.
– No. Ha tenido una crisis nerviosa, su hija vino a buscarla.
Devillard le pasó su montón de notas hechas a mano y Adamsberg se lo agradeció con un gesto. Se acercó al cuerpo y el grupo de técnicos se hizo a un lado para dejarle que lo viera. El hombre estaba desnudo, caído de espaldas, con los brazos en cruz, y su piel estaba negra de hollín distribuido en una decena de grandes manchas, sobre los muslos, el torso, un brazo, el rostro. Su lengua se asomaba fuera de la boca, igualmente negra. Adamsberg se arrodilló.
– Es todo una comedia, ¿verdad? -le preguntó al médico forense.
– Déjese de bromas, comisario -respondió secamente el médico-. No he examinado aún el cuerpo pero el tipo está muerto y bien muerto desde hace horas. Estrangulado según lo que se ve en su cuello, bajo la capa negra.
– Sí -dijo suavemente Adamsberg-, no es eso lo que quería decir.
Recogió un poco de polvo negro que se había extendido por el suelo, lo frotó entre sus dedos y se limpió en su pantalón.
– Carbón -murmuró-. A este tipo lo han tiznado con carbón.
– Tiene todo el aspecto -dijo uno de los técnicos.
Adamsberg echó una mirada en torno a él.
– ¿Dónde está su ropa? -preguntó.
– Cuidadosamente doblada en la habitación -respondió Devillard-. Los zapatos están recogidos bajo la silla.
– ¿No ha habido daños? ¿No ha habido violencia?
– No. O bien Laurion ha abierto al asesino, o bien el tipo ha forzado la cerradura suavemente. Creo que hemos de inclinamos por la segunda solución. Si es así, nos va a facilitar las cosas.
– Un especialista, ¿no?
– Exactamente. A abrir las cerraduras como un artista no se aprende en el colegio. El tipo ha estado, sin duda, en chirona, un periodo más bien largo que deja tiempo para instruirse. En ese caso, está fichado. Si ha dejado la más mínima huella, lo tendrá en menos que canta un gallo. Es lo mejor que le deseo, Adamsberg.
Tres técnicos trabajaban en silencio, el primero sobre el muerto, el otro sobre la cerradura, el tercero sobre todos los elementos del mobiliario. Adamsberg dio lentamente la vuelta a la habitación, después visitó el cuarto de baño, la cocina, la habitación, pequeña y ordenada. Se había puesto unos guantes y abrió mecánicamente la puerta del armario, la mesilla de noche, los cajones de la cómoda, de la mesa, del aparador. Sobre la mesa de la cocina, único sector en el cual reinaba un cierto desorden, se detuvo sobre un grueso sobre amarillo puesto transversalmente sobre una pila de cartas y de periódicos. Lo habían rasgado con un golpe seco. Lo contempló mucho tiempo, sin tocarlo, esperando que la imagen saliese a flote, siguiendo sus órdenes, desde el fondo de su memoria. No estaba lejos, era cuestión de un minuto o dos. Puede que la memoria de Adamsberg fuese inepta para registrar correctamente los nombres propios así como los títulos, las marcas, la ortografía, la sintaxis y todo aquello que tenía que ver con la escritura, pero resultaba insuperable en todo lo que concernía a la imagen. Adamsberg era un superdotado visual que captaba íntegramente el espectáculo de la vida, desde la luz de las nubes hasta el botón que faltaba en la parte inferior de la manga de Devillard. La imagen se reconstituía, muy nítida. Decambrais en la brigada, sentado frente a él, sacando el fajo de los «especiales» de un espeso sobre color marfil con un formato superior a la media, forrado de papel de seda gris pálido. Era el mismo sobre que tenía bajo sus ojos, sobre la pila de periódicos. Hizo un signo al fotógrafo, que tomó algunas fotos mientras que Adamsberg ojeaba su cuaderno en busca de su nombre.
– Gracias, Barteneau -dijo.
Tomó el sobre y lo abrió. Estaba vacío. Pasó revista al montón de cartas que esperaban y verificó uno a uno todos los sobres restantes, todos abiertos con el dedo y todos provistos todavía de su contenido. En la papelera, entre los desechos que databan al menos de tres días, había dos sobres desgarrados y varias hojas arrugadas, pero ninguna cuyo formato pudiese corresponder al sobre color marfil. Se levantó y puso sus guantes bajo el agua, pensativo. ¿Por qué había conservado el hombre aquel sobre vacío? ¿Y por qué no lo había abierto con el dedo, rápidamente, como todos los otros?
Volvió a la habitación principal donde los técnicos habían terminado su trabajo.
– ¿Puedo irme, comisario? -preguntó el forense, titubeando entre Devillard y Adamsberg.
– Váyase -respondió Devillard.
Adamsberg deslizó el sobre en una bolsa de plástico y se lo confió a uno de los tenientes.
– Llévenlo con el resto al laboratorio -dijo-. Mención especial, urgente.
Abandonó el edificio una hora más tarde con el cuerpo, dejando a dos oficiales en el lugar para interrogar a los residentes.
XVII
A las cinco de la tarde, veintitrés agentes de la brigada estaban reunidos en torno a Adamsberg, instalados en sillas alineadas entre los cascotes. Sólo faltaban Noël y Froissy, que vigilaban la Place Edgar-Quinet, y los dos oficiales de servicio en la calle Jean-Jacques-Rousseau.
Adamsberg, de pie, clavaba con chinchetas un gran plano de París sobre la pared recién pintada. En silencio, consultando la lista que tenía en la mano, señaló con gruesos alfileres de cabeza roja los catorce edificios de la lista, los que ya habían sido marcados con el cuatro, y en verde el quincuagésimo, en el cual había tenido lugar el asesinato.
– El 17 de agosto -dijo Adamsberg- un tipo apareció sobre la tierra con la intención de destruir el mundo. Llamémosle CLT. CLT no se lanza desenfrenado a la garganta del primero que pasa. Atraviesa primero por una fase preparatoria que le lleva casi un mes, sin duda ella misma preparada con antelación durante largo tiempo. Se lanza simultáneamente sobre dos frentes. Frente 1: selecciona edificios en París en cuyas puertas de los descansillos va a pintar cifras negras por la noche.