Adamsberg encendió un proyector y la imagen del gran cuatro invertido apareció sobre la pared blanca.
– Es un cuatro muy particular, invertido por reflejo lateral, con una base ancha y tachado con dos barras en la vuelta. Todas estas particularidades se encuentran en cada uno de los dibujos. Abajo a la derecha, añade tres letras mayúsculas: CLT. Contrariamente a los cuatros, estas letras son simples, sin fiorituras. Representa este motivo sobre todas las puertas del edificio, excepto una. La elección de esta puerta que deja en blanco es aleatoria. Los criterios de selección de los edificios parecen igualmente azarosos. Están situados en once distritos diferentes, en grandes avenidas o en calles discretas. Los números de los edificios varían, pares o impares, los edificios mismos son de todos los estilos y de todas las épocas, coquetos o miserables. Uno podría creer que CLT ha introducido a propósito una diversidad máxima en su muestrario. Como si quisiera indicar con eso que puede tocar a todo el mundo, que nadie se le escapa.
– ¿Y los ocupantes? -preguntó un teniente.
– Más tarde -dijo Adamsberg-. El significado de ese cuatro invertido ha sido descodificado de manera segura: se trata de una cifra utilizada en el pasado como talismán para protegerse del alcance de la peste.
– ¿Qué peste? -preguntó una voz.
Adamsberg reconoció fácilmente las cejas del cabo.
– La peste, Favre, no hay treinta y seis distintas. Danglard, por favor, un recordatorio en tres palabras.
– La peste desembarcó en Occidente en 1347 -dijo Danglard-. En cinco años devastó Europa de Nápoles a Moscú y causó treinta millones de muertos. Este episodio espantoso de la historia de la humanidad ha sido conocido como la Muerte negra. Es importante conocer esta designación en este caso. Proveniente de…
– En tres palabras, Danglard -cortó Adamsberg.
– Reaparece después periódicamente, casi siempre cada diez años, arrasando regiones enteras, y no flaquea finalmente hasta el siglo XVIII. No he evocado la Alta Edad Media ni los tiempos contemporáneos ni Oriente.
– Perfecto, no evoque nada más. Es suficiente para comprender de qué estamos hablando. De la peste histórica, la que mata a un hombre en cinco o diez días.
Un murmullo general siguió a este anuncio. Adamsberg, con las manos en los bolsillos, la cabeza inclinada hacia el suelo, esperó que la reacción languideciese.
– ¿El hombre de la Rue Jean-Jacques-Rousseau murió de peste? -preguntó una voz insegura.
– Ahora llego a eso. Frente 2: el 17 de agosto igualmente, CLT lanza su primer mensaje en la plaza pública. Arroja su cargamento en el cruce Edgar-Quinet-Delambre donde un tipo ha reinventado la profesión de pregonero público, con cierto éxito.
Un brazo se alzó a la derecha.
– ¿En qué consiste eso?
– El tipo deja una urna suspendida en un árbol día y noche y la gente deposita en ella mensajes para que sean leídos a cambio, supongo, de una pequeña remuneración. Tres veces al día, el pregonero vacía la caja y pregona.
– Es completamente imbécil -dijo una voz.
– Puede que lo sea pero funciona -dijo Adamsberg-. No es más imbécil vender palabras que vender flores.
– O ser policía -dijo una voz a su izquierda.
Adamsberg identificó al oficial que acababa de hablar, un hombre bajo con pelo gris, calvo en tres cuartas partes y muy sonriente.
– O ser policía -confirmó Adamsberg-. Los mensajes de CLT son incomprensibles para el gran público y para el público en general. Se trata de breves extractos de libros antiguos, redactados en francés e incluso en latín y depositados en la urna dentro de gruesos sobres de color marfil. Los textos están escritos con una impresora. En este lugar, un tipo versado en viejos libros se ha inquietado lo suficiente para darse cuenta.
– ¿Su nombre? ¿Profesión? -preguntó un teniente con el bloc de notas abierto sobre sus rodillas.
Adamsberg titubeó un segundo.
– Decambrais -dijo-. Retirado y consejero en cosas de la vida.
– ¿Están todos pirados en esta plaza? -preguntó otro.
– Es posible -dijo Adamsberg-. Pero es un efecto de óptica. Si uno mira de lejos, todo parece limpio y ordenado. Pero, en cuanto uno se aproxima y se toma tiempo para observar los detalles, cae en la cuenta de que todo el mundo está más o menos pirado, sea en esta plaza o en otra, en cualquier lado, hasta en esta brigada.
– No estoy de acuerdo -protestó Favre alzando el tono-. Hay que estar verdaderamente enfermo para ir a gritar chorradas en una plaza. Que vaya a echar un buen polvo ese tipo, eso le limpiará las meninges. En la Rue de la Gaîté, si pagas trescientos francos, se te abre solo.
Hubo risas. Adamsberg barrió el grupo con una mirada tranquila, haciendo que se apagasen las risas a su paso y se detuvo en el cabo.
– Dije, Favre, que hay pirados en esta brigada.
– Sí, diga, comisario -comenzó Favre levantándose de golpe con las mejillas rojas.
– Cállese -le dijo bruscamente Adamsberg.
Favre se volvió a sentar de golpe, sobrecogido, conmocionado por el impacto. Adamsberg esperó varios minutos en silencio con los brazos cruzados.
– La primera vez le pedí que reflexionase, Favre -dijo con más suavidad-. Se lo pido una segunda vez. Tiene que tener un cerebro obligatoriamente, búsquelo. Si no lo encuentra, irá a meter la pata lejos de mi vista y fuera de esta brigada.
Adamsberg se desinteresó enseguida de Favre, consideró el gran plano de París y continuó:
– El tal Decambrais ha conseguido identificar el sentido de los mensajes depositados por CLT. Todos han sido extraídos de antiguos tratados de la peste o de un diario que la relata. Durante un mes, CLT se ha limitado a describir los signos anunciadores del mal. Después se ha dado prisa y ha declarado la entrada de la peste en la ciudad, el pasado sábado, en el «barrio Rousseau». Tres días más tarde, es decir hoy, descubrimos este primer cuerpo en un edificio marcado con un cuatro. La víctima es un joven empleado de garaje, soltero, ordenado, sin antecedentes. El cuerpo está desnudo y la piel del cadáver cubierta de placas negras.
– La Muerte negra -dijo una voz, la que se había inquietado hacía un momento por las causas del fallecimiento.
Adamsberg distinguió a un hombre tímido con rasgos todavía redondos, con ojos verdes, muy grandes. Una mujer se levantó a su lado con un rostro pesado y descontento.
– Comisario -dijo-, la peste es una enfermedad terriblemente contagiosa. Nada prueba que ese hombre no haya muerto de peste. Pero usted ha conducido a cuatro agentes al lugar del crimen sin escuchar siquiera el informe del forense.
Adamsberg apoyó su mentón sobre el puño, pensativo. Esta reunión informativa excepcional estaba tomando aspecto de contacto iniciático con sus argumentaciones y provocaciones experimentales.
– La peste -dijo Adamsberg- no es contagiosa por contacto. Es una enfermedad de los roedores, en particular de las ratas, transmitida al hombre por la picadura de sus pulgas infectadas.
Adamsberg sacaba sus conocimientos frescos del diccionario que había consultado aquel mismo día.
– Cuando llevé a esos cuatro hombres -continuó-, ya era seguro que la víctima no había muerto de peste.
– ¿Por qué? -preguntó la mujer.
Danglard se ofreció a socorrer al comisario.
– El anuncio de la llegada de la peste ha sido lanzado el sábado por el pregonero -dijo-. Laurion murió en la noche del lunes al martes, tres días más tarde. Hay que saber que tras la inoculación del bacilo, el plazo mínimo antes de la defunción por peste es de cinco días, salvo casos rarísimos. Estaba excluido entonces que nos encontrásemos frente a un verdadero caso de peste.