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– ¿Por qué? Habría podido inocularlo antes.

– No. CLT es un maniaco. Los maniacos no pueden hacer trampas. Si anuncia el sábado, inocula el sábado.

– Quizás -dijo la mujer volviéndose a sentar, calmada a medias.

– El empleado del garaje ha sido estrangulado -continuó Adamsberg-. Su cuerpo ha sido tiznado después con carbón de leña, ciertamente para evocar los síntomas y el nombre de la enfermedad. CLT no está, pues, en posesión del bacilo. No es un técnico de laboratorio iluminado que se pasea con una jeringa en su bolsillo. El hombre procede simbólicamente. Pero es evidente que cree en ello y que cree con mucha fuerza. Sobre la puerta del apartamento de la víctima no figuraba ningún cuatro. Les recuerdo que estos cuatro no son amenazas sino protecciones. Entonces, sólo aquel cuya puerta permanece virgen se encuentra expuesto. CLT selecciona su víctima por adelantado y salvaguarda a los otros ocupantes del edificio con esos dibujos. Esta preocupación por proteger a los otros demuestra que CLT está convencido de que propaga una verdadera peste contagiosa. No golpea ciegamente: mata a uno y se preocupa por preservar a los otros, a aquellos que, a sus ojos, no merecen la plaga.

– ¿Entonces cree contagiar la peste cuando estrangula? -preguntó el hombre a la derecha-. Si es capaz de engañarse a sí mismo de esta manera, estamos frente a un verdadero esquizofrénico, ¿no?

– No necesariamente -dijo Adamsberg-. CLT manipula un universo imaginario que le parece coherente. No es tan raro: cantidad de gente cree que se puede leer el futuro con las cartas o en los posos del café. Allí, en otro lugar, en la calle de enfrente o en esta brigada. ¿Dónde está la diferencia? Montones de gente cuelgan una virgen encima de su cama, convencidos de que esa estatuilla hecha por la mano del hombre y adquirida por sesenta y nueve francos va a protegerlos realmente. Hablan con la estatuilla, le cuentan historias. ¿Dónde está la diferencia? El límite, teniente, entre la idea de lo real y lo real no es más que un asunto de punto de vista, de persona, de cultura.

– Pero -cortó el oficial con pelo gris- ¿hay otras personas amenazadas? ¿Todos aquellos cuyas puertas no han sido tocadas se exponen a la misma suerte que Laurion?

– Hay que temerlo. Esta noche pondremos refuerzos para que protejan las catorce puertas vírgenes de los edificios marcados. Pero no conocemos todos los edificios implicados, sólo aquellos desde los que se ha depositado una reclamación. Sin duda alguna, debe de existir otra veintena en París, puede que más.

– ¿Por qué no lanzamos un llamamiento? -preguntó la mujer-. Para prevenir a la gente.

– Es un problema. Un llamamiento implica el riesgo de desencadenar el pánico general.

– Se trata sólo de hablar de los cuatros -sugirió el hombre de pelo gris-. No sirve para nada dar más información.

– Se filtrará de una manera u otra -dijo Adamsberg-. Y si no se filtra, CLT se encargará de abrir las compuertas del miedo. Es eso lo que está haciendo desde el principio. Si ha escogido al pregonero es porque no podía permitirse nada mejor. Sus mensajes alambicados habrían ido a parar a la papelera en cuanto hubiesen llegado a los periódicos. Ha empezado modestamente. Si hablamos de él esta noche en los medios de comunicación, le abrimos un camino real. Pero no es, de todas formas, más que una cuestión de días. Se lo abrirá él mismo. Si continúa, si mata de nuevo, si propaga su muerte negra, no podremos evitar la psicosis general.

– ¿Qué decide, comisario? -preguntó Favre con voz baja.

– Salvar vidas. Vamos a pasar un comunicado pidiendo a los ocupantes de los edificios marcados que se den a conocer en las comisarías.

Un zumbido general significó el acuerdo unánime de los miembros de la brigada. Adamsberg se sentía fatigado porque se había comportado de manera muy policial aquella noche. Habría querido decir simplemente: «A trabajar y que cada uno se las arregle como pueda». En vez de eso, había tenido que exponer los hechos, ordenar las preguntas, definir la investigación, orientar las tareas. En un cierto orden y con una cierta autoridad. Se vio de nuevo fugazmente, corriendo de niño por los senderos de montaña, desnudo bajo el sol, y se preguntó qué demonios estaba haciendo allí, aleccionando a veintitrés adultos que le seguían con los ojos como a un péndulo.

Sí, recordaba qué demonios estaba haciendo allí. Había un tipo que estrangulaba a otros y él lo buscaba. Era su trabajo impedir que la gente destruyese el mundo.

– Primeros objetivos -resumió Adamsberg enderezándose-: uno, protección de las víctimas potenciales. Dos, definir los perfiles de las víctimas y buscar cualquier tipo de relación entre ellas: familia, abanico de edad, categoría socio-profesional y toda la rutina. Tres, vigilancia de la Place Edgar-Quinet. Cuatro, y no hay ni que decirlo, búsqueda del asesino.

Adamsberg dio un par de vueltas con bastante lentitud a través de la sala antes de continuar.

– ¿Qué sabemos de él? Quizás sea una mujer, no podemos descartar esa posibilidad. Me inclino por un hombre. Esta exhibición literaria, esta puesta en escena evocan orgullo masculino, deseo de aparentar, necesidad de una demostración de fuerza. Si la estrangulación se confirma, habrá que contar, casi sin error, con un hombre. Un hombre muy cultivado, o incluso extremadamente culto, un hombre de letras. Bastante acomodado puesto que posee un ordenador y una impresora. Gustos lujosos, quizás. Los sobres que utiliza no son ordinarios y son caros. Tiene dotes para el dibujo, es limpio, es meticuloso. Obsesivo con seguridad, por lo cual temeroso y supersticioso. En fin, quizás sea un ex presidiario. Si el laboratorio confirma que la cerradura ha sido forzada, habrá que profundizar en ese sentido. Pasar revista a los ex presidiarios cuyas iniciales sean CLT, en el caso de que se trate de su firma. En resumen, no sabemos nada.

– ¿Y la peste? ¿Por qué la peste?

– Cuando entendamos eso, lo tendremos.

El grupo se dispersó con un arrastrar de sillas.

– Distribuya las tareas, Danglard, voy a caminar veinte minutos.

– ¿Preparo el comunicado?

– Por favor. Lo hará mejor que yo.

Pasaron el anuncio en el telediario de las veinte horas en todas las cadenas. Sobriamente redactado por Adrien Danglard, el anuncio pedía que todos los habitantes de edificios o casas cuyas puertas estuviesen marcadas con la cifra cuatro se diesen a conocer con la mayor rapidez posible ante la comisaría más próxima. Motivo alegado: búsqueda de una banda organizada.

Los teléfonos sonaron sin interrupción en la brigada a partir de las veinte horas y treinta minutos. Un tercio del equipo permanecía allí, Danglard y Kernorkian habían salido a buscar provisiones y vino y lo habían depositado en el banco de los electricistas. A las nueve y media ya se habían registrado catorce edificios implicados, es decir veintiuno en total, que Adamsberg localizaba con nuevos puntos rojos sobre el plano de la ciudad. Se confeccionó una lista, numerada por orden de aparición de los cuatros. Los ocupantes de los veintiocho apartamentos con puertas vírgenes estaban ahora inventariados y a primera vista parecían heterogéneos: familias numerosas, solteros, mujeres, hombres, jóvenes, de mediana edad, viejos, todas las franjas de edad, todos los sexos, todas las profesiones y categorías sociales confundidas. A las once pasadas, Danglard fue a informar a Adamsberg de que dos policías hacían guardia en cada uno de los descansillos amenazados, en todos los edificios implicados.

Adamsberg liberó a los agentes que se habían quedado haciendo horas extra, instaló a los del tumo de noche y tomó un coche de servicio para acercarse hasta la Place Edgar-Quinet. Dos oficiales habían relevado a la pareja precedente, el hombre calvo y la mujer enorme, aquella que casi lo había agredido en medio de la reunión. Los avistó en un banco, descuidados, le pareció que discutían, sin dejar de vigilar la urna a quince metros de ellos. Fue a saludarlos discretamente.