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– Sufre de exceso de poder.

– Es decir de infantilismo.

– No sacaremos nada en limpio -dijo Adamsberg sacudiendo la cabeza-. No es idiota. Con tantos policías siguiéndole la pista, no nos dará ninguna indicación de lugar. Le hace falta tener libertad de movimiento. Ha nombrado el barrio Rousseau para estar seguro de que se establecería una relación entre el primer crimen y su peste anunciada. Es probable que, a partir de ahora, se haga más evasivo. Manténgame al corriente, Decambrais, anuncio por anuncio.

Adamsberg se fue con el montón de mensajes bajo el brazo.

XVIII

Al día siguiente, hacia las dos, el ordenador escupió un nombre.

– Tengo a uno -dijo Danglard bastante alto extendiendo un brazo hacia sus colegas.

Una decena de agentes se agrupó a sus espaldas, con los ojos clavados en la pantalla de su ordenador. Desde aquella mañana, Danglard buscaba un CLT en el fichero, mientras los otros seguían desgranando las informaciones sobre los veintiocho pisos amenazados, buscando en vano un punto de intersección. Los primeros resultados del laboratorio acababan de llegar: la cerradura había sido forzada, de manera profesional. No había más huellas en el apartamento que las de la víctima y las de la señora de la limpieza. El carbón de leña utilizado para oscurecer la piel del cadáver provenía de las ramas de un manzano, y no de las bolsas que se vendían en las tiendas, que contenían una mezcla de esencias forestales diversas. En cuanto al sobre color marfil, uno podía procurárselo en cualquier papelería un poco grande al precio de tres francos veinte la unidad. Lo habían abierto con una hoja lisa. No contenía más que polvo de papel y el cadáver de un insecto pequeño. ¿Le pasaban el bicho al entomólogo? Adamsberg había fruncido las cejas y después había asentido.

– Christian Laurent Taveniot -leyó Danglard inclinado sobre la pantalla-. Treinta y cuatro años, nacido en Villeneuve-les-Ormes. Encarcelado hace doce años por golpes y lesiones en la casa central de Périgueux. Dieciocho meses de cárcel y dos meses más por agresión al guardián.

Danglard hizo desfilar el dossier por la pantalla y todos estiraron el cuello para percibir el rostro de CLT, su cara larga con una frente baja, su gruesa nariz, sus ojos juntos. Danglard leyó rápidamente lo que quedaba del dossier.

– Parado durante un año después de salir de la cárcel, después guardián de noche en un cementerio de coches. Domiciliado en Levallois, casado, dos hijos.

Danglard lanzó una mirada interrogativa hacia Adamsberg.

– ¿Estudios? -preguntó Adamsberg dudoso.

Danglard hizo chasquear su teclado.

– Formación profesional desde la edad de trece años. Suspende el diploma de fontanero. Abandona, vive de las apuestas y hace chapuzas en motos que revende de extranjis. Hasta una pelea en que casi mata a uno de sus clientes arrojándole una moto encima, como quien dice a quemarropa. Y después, chirona.

– ¿Padres?

– Madre, empleada en una fábrica de embalajes en Périgueux.

– ¿Hermanos, hermanas?

– Un hermano mayor, guardia de noche en Levallois. Gracias a él encontró su empleo.

– Eso no deja mucho sitio al estudioso. No veo de qué manera Christian Laurent Taveniot podría haber encontrado el tiempo y la manera de hablar latín.

– ¿Autodidacta? -sugirió una voz.

– No veo por qué razón un tipo que descarga su cólera lisa y llanamente lanzando motos se pondría a destilar francés antiguo. En sólo diez años habría cambiado mucho de método.

– ¿Entonces? -preguntó Danglard, decepcionado.

– Dos hombres pueden ir a echar un vistazo. Pero dudo que sea él.

Danglard apagó su ordenador y siguió a Adamsberg hasta su despacho.

– Estoy jodido -anunció.

– ¿Qué pasa?

– Tengo pulgas.

Adamsberg se sorprendió. Era la primera vez que Danglard, hombre discreto y púdico, le hacía partícipe de un problema de higiene doméstica.

– Vacíe un aerosol cada diez metros cuadrados, amigo mío. Salga dos horas, vuelva y ventile, funciona muy bien.

Danglard sacudió la cabeza.

– Son pulgas de la casa de Laurion -precisó.

– ¿Quién es Laurion? -preguntó Adamsberg sonriendo-. ¿Un suministrador?

– Mierda. René Laurion es el muerto de ayer.

– Perdón -dijo Adamsberg-. Su nombre se me había ido de la cabeza.

– Pues bien, anótelos, Dios santo. He cogido pulgas en casa de Laurion. Empecé a rascarme por la noche en la brigada.

– ¿Pero qué demonios quiere que haga, Danglard? El tipo era menos limpio de lo que parecía. O bien las cogió en el garaje. ¿Qué puedo hacer?

– Dios santo -dijo Danglard poniéndose nervioso-. Lo dijo usted ayer mismo ante el equipo: la peste se transmite por picadura de pulgas.

– Ah -dijo Adamsberg examinando esta vez a su adjunto-. Le sigo, Danglard.

– Le cuesta trabajo esta mañana.

– He dormido poco. ¿Está seguro de que se trata de pulgas?

– Sé distinguir entre la picadura de pulga y la de mosquito. Me han picado en el ano y en las axilas, tengo granos del tamaño de una uña. No lo he descubierto hasta esta mañana, no he tenido tiempo de revisar a los niños.

Esta vez, Adamsberg se dio cuenta de que Danglard era víctima de una verdadera inquietud.

– Pero ¿de qué tiene miedo? ¿Qué ocurre?

– Laurion ha muerto de peste y yo he atrapado pulgas en su casa. Tengo veinticuatro horas para reaccionar o será quizás demasiado tarde. Lo mismo pasa con los niños.

– Pero, por el amor de Dios, ¿se cree la comedia? ¿No recuerda que Laurion ha muerto estrangulado, de un simulacro de peste?

Adamsberg había ido a cerrar la puerta y le había tendido su silla a su adjunto.

– Lo recuerdo -dijo Danglard-. Pero en su locura de símbolos, CLT ha llevado el detalle hasta soltar pulgas en el piso. Puede no ser una coincidencia. En su cabeza de loco son pulgas apestadas. Y nada nos asegura que no estén, en efecto, realmente infectadas.

– Si lo estuviesen, ¿por qué se iba a tomar el trabajo de estrangular a Laurion?

– Porque quiere dar la muerte él mismo. No soy un timorato, comisario. Pero ser picado por pulgas liberadas por un obseso de la peste no me da risa.

– ¿Quiénes nos acompañaban ayer?

– Justin, Voisenet y Kernorkian. Usted. El forense. Devillard y los hombres del distrito 1.

– ¿Aún las tiene? -preguntó Adamsberg poniendo su mano sobre el teléfono.

– ¿El qué?

– Sus pulgas.

– Seguramente. A menos que ya campen por la brigada.

Adamsberg descolgó el teléfono y marcó el número del laboratorio de la jefatura.

– Adamsberg -dijo-. ¿Recuerda aquel insecto encontrado en el fondo del sobre vacío? Sí, exactamente. Apure al entomólogo, prioridad absoluta. Pues bien, da igual, dígale que deje sus moscas para más tarde. Es urgente, amigo mío, un caso de peste. Sí, apúrese, y dígale que le envío otras, están vivas. Que tome precauciones y, sobre todo, silencio absoluto.

– En cuanto a usted, Danglard -dijo al colgar-, suba a la ducha y meta toda su ropa en una bolsa de plástico. Vamos a mandar que las analicen.

– ¿Y qué hago? ¿Me paseo en pelotas todo el día?

– Voy a comprarle dos o tres cosas -dijo Adamsberg levantándose-. Más vale que no suelte sus bichos por toda la ciudad.

Danglard estaba demasiado alterado por sus picaduras de pulgas para ocuparse de la ropa que iba a traerle Adamsberg. Pero una vaga aprensión atravesó sus pensamientos.

– Deprisa, Danglard. Envío la desinfección a su casa y aquí también, a la brigada. Y aviso a Devillard.

Antes de salir a hacer sus compras de ropa, Adamsberg llamó al historiador señora de la limpieza Marc Vandoosler. Por suerte, tomaba un almuerzo tardío en casa.

– ¿Recuerda aquel asunto de los cuatros por el que le consulté a usted? -preguntó Adamsberg.