– Sí -respondió Vandoosler-. Desde entonces, he oído el comunicado de las ocho y he leído los periódicos esta mañana. Dicen que han encontrado a un tipo muerto y un periodista asegura que cuando sacaron el cadáver, un brazo sobresalía de la sábana, un brazo manchado de negro.
– Mierda -dijo Adamsberg.
– ¿El cuerpo estaba negro, comisario?
– ¿Sabe de asuntos de peste? -preguntó Adamsberg sin responder-. ¿O sólo de cifras?
– Soy medievalista -explicó Vandoosler-. Conozco bien la peste, sí.
– ¿Hay muchos que la conozcan?
– Pestólogos. Digamos que actualmente hay cinco. No hablo de biólogos. Tengo dos colegas en el Sur, centrados más bien en la vertiente médica de la cuestión, otro en Burdeos, más bien orientado hacia los insectos vectores, y un historiador con tendencias demográficas en la Universidad de Clermont.
– ¿Y usted? ¿Cuál es su tendencia?
– Tendencia parado.
Cinco, se dijo Adamsberg, no es mucho para todo el país. Y hasta aquí, Marc Vandoosler había sido el único en conocer el significado de los cuatros. Historiador, de letras, pestólogo y ciertamente latinista, valía la pena ir a sondear a aquel hombre.
– Dígame, Vandoosler, ¿cuánto tiempo daría como duración a la enfermedad? En términos generales.
– De tres a cinco días de incubación de media, pero a veces uno o dos, y de cinco a siete días de peste declarada. Grosso modo.
– ¿Se cura bien?
– Si se coge con los primeros síntomas.
– Creo que voy a necesitarlo. ¿Aceptaría recibirme?
– ¿Dónde? -preguntó Vandoosler desconfiado.
– ¿En su casa?
– De acuerdo -respondió Vandoosler tras un franco titubeo.
El tipo era reticente. Pero muchos tipos son reticentes a la idea de ver desembarcar un policía en su casa, casi todos de hecho. Eso no convertía automáticamente a Vandoosler en un CLT.
– En dos horas -propuso Adamsberg.
Colgó y se fue a los grandes almacenes de la Place d’Italie. Calculó que Danglard tendría una talla 48 o 50, quince centímetros más que él y treinta kilos más. Necesitaba sitio para meter su barriga. Cogió rápidamente un par de calcetines, un vaquero y una gran camiseta negra porque había oído decir que el blanco engorda, y las rayas también. No merecía la pena coger una chaqueta, hacía bueno y Danglard tenía siempre calor, a causa de las cervezas.
Danglard esperaba en la ducha, enrollado en una toalla. Adamsberg le pasó la vestimenta nueva.
– Le envío el montón de ropa al laboratorio -dijo levantando la gran bolsa de basura en la cual Danglard había metido su traje-. Nada de pánico, Danglard. Tiene dos días de incubación ante usted, vamos bien. Eso nos deja tiempo para esperar los resultados de los exámenes. Van a tratar nuestro problema con urgencia.
– Gracias -refunfuñó Danglard sacando la camiseta y el vaquero de la bolsa-. Dios bendito, ¿quiere que me ponga esto?
– Le irá perfectamente, capitán, ya lo verá.
– Voy a tener aspecto de imbécil.
– ¿Tengo yo aspecto de imbécil?
Danglard no respondió y exploró el fondo de la bolsa.
– No me ha comprado calzoncillo.
– Lo he olvidado, Danglard, no pasa nada. Beba menos cerveza hasta esta noche.
– Muy práctico.
– ¿Ha llamado al colegio para que examinen a los niños?
– Evidentemente.
– Enséñeme esas picaduras.
Danglard alzó el brazo y Adamsberg contó tres gruesos granos bajo la axila.
– Es indiscutible -reconoció-. Son pulgas.
– ¿No tiene miedo de atraparlas? -preguntó Danglard viéndole retorcer la bolsa en todos los sentidos para atarla.
– No, Danglard. Casi nunca tengo miedo. Esperaré a estar muerto para tener miedo, me amargará menos la vida. A decir verdad, la única vez que tuve verdaderamente miedo fue cuando descendí un glaciar yo solo, de espaldas, casi en vertical. Lo que me daba miedo, aparte de la caída inminente, eran aquellas jodidas gamuzas que me contemplaban a los lados y me decían con sus grandes ojos marrones: «Pobre cretino. No lo conseguirás». Respeto mucho lo que dicen las gamuzas con sus ojos pero eso se lo contaré en otro momento, Danglard, cuando esté menos tenso.
– Se lo ruego -dijo Danglard.
– Voy a hacerle una pequeña visita a ese historiador-mujer de la limpieza-pestólogo, Marc Vandoosler, Rue Chasle, no muy lejos de aquí. Mire si tiene algo sobre él y transfiera todas las llamadas del laboratorio a mi móvil.
XIX
En la Rue Chasle, Adamsberg se encontró frente a una casita en ruinas, alta y estrecha, asombrosamente intacta en pleno corazón de París, separada de la calle por un descampado lleno de hierbas altas que atravesó con cierta satisfacción. Un hombre viejo, sonriente e irónico, le abrió la puerta, un tipo guapo que, contrariamente a Decambrais, no tenía aspecto de haber abandonado los placeres de la vida. Llevaba una cuchara de madera en la mano y le señaló el camino que debía seguir con el extremo de aquella espátula.
– Instálese en el refectorio -dijo.
Adamsberg entró en una gran habitación atravesada por tres ventanas altas en arco, amueblada con una larga mesa de madera sobre la cual un tipo con corbata se afanaba con ayuda de un trapo y cera, con gestos circulares y profesionales.
– Lucien Devernois -se presentó el tipo dejando su trapo, con la mano firme y el verbo alto-. Marc estará listo dentro de un minuto.
– Perdone la molestia -dijo el viejo-, es la hora en que Lucien encera la mesa. No podemos evitarlo, es la consigna.
Adamsberg se sentó en uno de los bancos de madera absteniéndose de todo comentario, y el viejo tomó asiento oficiosamente frente a él, con el aire de un hombre que se dispone a pasar unos momentos excelentes.
– Entonces, Adamsberg -atacó el viejo con un tono jubiloso-, ¿ya no reconoce a los veteranos? ¿Ya no saluda? ¿Sigue sin respetar nada como de costumbre?
Atónito, Adamsberg contempló al viejo con intensidad, convocando las imágenes perdidas en su memoria. No debía de remontarse a anteayer, seguro que no. Tardaría al menos diez minutos en salir a la superficie. El tipo del trapo, Devernois, había ralentizado su movimiento y contemplaba alternativamente a los dos hombres.
– Veo que no hemos cambiado -continuó el viejo sonriendo con franqueza-. Y eso no le ha impedido ascender desde su taburete de jefe de brigada. Hay que reconocer que se ha abierto paso con unos éxitos espectaculares, Adamsberg, el caso Carréron, el caso de la Somme, la descarga de Valandry, excelentes trofeos de caballero. Sin mencionar los importantes acontecimientos recientes, el caso Le Nermord, la matanza de Mercantour, el caso Vinteuil. Felicidades, comisario. He seguido su carrera de cerca, como ve.
– ¿Por qué? -preguntó Adamsberg a la defensiva.
– Porque me preguntaba si le dejarían vivir o morir. Con sus aires de haber crecido como perifollo salvaje en un prado roturado, demasiado tranquilo y demasiado indiferente, molestaba a todo el mundo, Adamsberg. Quiero creer que lo sabe mejor que yo. Vagaba por la fábrica policial como una bola de billar en las secciones de la jerarquía. Incontrolado e incontrolable. Sí, me preguntaba si lo dejarían crecer. Se ha colado y me alegro. No he tenido su suerte. Me atraparon y me echaron.
– Armand Vandoosler -murmuró Adamsberg viendo surgir bajo los rasgos del viejo un rostro enérgico, un comisario con veintitrés años menos, cáustico, egocéntrico y vividor.
– Lo ha conseguido.
– En el Herault -continuó Adamsberg.
– Sí. La joven desaparecida. Se las arregló bien aquella vez, jefe de brigada. Cogimos al tipo en el puerto de Niza.
– Habíamos cenado bajo los soportales.
– Pulpo.
– Pulpo.
– Me sirvo un vaso de vino -decidió Vandoosler levantándose-. Hay que mojarlo.
– ¿Marc es su hijo? -preguntó Adamsberg aceptando el vaso de vino.