– Mi sobrino y mi ahijado. Me aloja en el piso porque es un buen chico. Tiene que saber, Adamsberg, que yo sigo siendo tan pesado como usted sigue siendo flexible. Más pesado, incluso. Y usted, ¿más flexible?
– No lo sé.
– En aquella época, había ya un montón de cosas que usted no sabía y aquello no parecía alarmarlo. ¿Qué ha venido a buscar en esta casa que no sepa?
– Un asesino.
– ¿Qué relación tiene con mi sobrino?
– La peste.
Vandoosler el Viejo asintió con la cabeza. Cogió un mango de escoba y dio dos golpes en el techo, en un sector del yeso que ya estaba considerablemente hundido por los impactos.
– Somos cuatro aquí -explicó Vandoosler el Viejo- apilados los unos sobre los otros. Un golpe para san Mateo, dos golpes para san Marcos, tres golpes para san Lucas, aquí presente con su trapo, y cuatro golpes para mí. Siete golpes, bajada precipitada de todos los evangelistas.
Vandoosler le echó un ojo a Adamsberg dejando el mango de la escoba.
– ¿No ha cambiado, eh? -dijo-. ¿Nada le sorprende?
Adamsberg sonrió sin responder y Marc hizo su entrada en el refectorio. Rodeó la mesa, estrechó la mano del comisario y le echó una mirada contrariada a su tío.
– Veo que te has puesto a la cabeza de las operaciones -dijo.
– Lo siento, Marc. Comimos pulpo juntos hace veintitrés años.
– Promiscuidad de las trincheras -murmuró Lucien doblando su trapo.
Adamsberg observó al pestólogo, Vandoosler el Joven. Delgado, nervioso, con el pelo negro y liso y algo indio en sus rasgos. Iba vestido de oscuro de la cabeza a los pies, a excepción de un cinturón un poco extravagante y llevaba en los dedos anillos de plata. Adamsberg notó que calzaba unas pesadas botas negras con hebillas, algo semejantes a las de Camille.
– Si desea que tengamos una conversación privada -le dijo a Adamsberg- me temo que tendremos que salir de aquí.
– Así está bien -dijo Adamsberg.
– ¿Tiene un problema de peste, comisario?
– Un problema con un conocedor de la peste, para ser más exacto.
– ¿El que dibuja esos cuatros?
– Sí.
– ¿Tiene que ver con el asesinato de ayer?
– ¿Cuál es su opinión?
– En mi opinión, sí.
– ¿A causa de qué?
– De la piel negra. Pero se supone que el cuatro protege de la peste, no que la atrae.
– ¿Entonces?
– Entonces supongo que su víctima no estaba protegida.
– Es exacto. ¿Cree en el poder de esa cifra?
– No.
Adamsberg cruzó la mirada con Vandoosler. Parecía sincero y vagamente ofendido.
– No más de lo que creo en los amuletos, los anillos, las turquesas, las esmeraldas, los rubíes, ni en los cientos de talismanes que han sido inventados para protegerse. Mucho más costosos que un simple cuatro, evidentemente.
– ¿La gente llevaba anillos?
– Cuando tenían la posibilidad sí. Los ricos morían poco de peste, protegidos sin saberlo por sus casas sólidas donde no había ratas. Era el pueblo el que sucumbía. Por ello se tendía a creer en el poder de las piedras preciosas: los pobres no llevaban rubíes y se morían. El necplus ultra era el diamante, la protección por excelencia: «El diamante llevado en la mano derecha neutraliza toda suerte de devenires». Por eso, en prueba de amor, los hombres afortunados tomaron la costumbre de regalar un diamante a sus prometidas para protegerlas de la plaga. Esa costumbre ha quedado pero nadie sabe por qué, de la misma manera que nadie recuerda el significado de los cuatros.
– El asesino se acuerda. ¿De dónde lo ha sacado?
– De los libros -dijo Marc Vandoosler con un gesto de impaciencia-. Si me expusiese el problema, comisario, quizás pudiese ayudarle.
– Primero debo preguntarle dónde estuvo el lunes por la noche, alrededor de las dos de la mañana.
– ¿Es ésa la hora del asesinato?
– Aproximadamente.
El médico forense lo había situado alrededor de la una y media pero Adamsberg prefería dejar un margen. Vandoosler se apartó su pelo lacio y lo metió detrás de sus orejas.
– ¿Por qué yo? -preguntó.
– Lo siento, Vandoosler. Poca gente conoce el significado de ese cuatro, muy poca gente.
– Es lógico, Marc -intervino Vandoosler el Viejo-. El trabajo es así.
Marc hizo ademán de sentirse molesto. Después se levantó, cogió el mango de la escoba y dio un golpe.
– Descenso de san Mateo -precisó el Viejo.
Los hombres esperaron en silencio, perturbados solamente por el ruido que hacía Lucien lavando los platos y desinteresándose de la conversación.
Un minuto más tarde, entró un tipo rubio y alto, tan ancho como la puerta, y vestido sólo con un grueso pantalón atado al talle con una cuerda.
– ¿Me habéis llamado? -preguntó con una voz de bajo.
– Mathias -dijo Marc-, ¿qué demonios hacía yo el lunes por la noche a las dos de la mañana? Es importante, que nadie le sople.
Mathias se concentró algunos instantes, frunciendo sus cejas claras.
– Llegaste tarde con las cosas para planchar, sobre las diez. Lucien te sirvió de cenar y después se fue a su habitación, con Élodie.
– Émilie -rectificó Lucien volviéndose-. Es bastante terrible que no podáis meteros su nombre en la cabeza.
– Jugamos una partida de cartas con el padrino -continuó Mathias-, que se metió en el bolsillo trescientos veinte francos y después se fue a dormir. Te pusiste a planchar la ropa de la señora Boulain y después la de la señora Druyet. A la una de la madrugada, cuando estabas guardando la plancha, recordaste que tenías que entregar dos juegos de sábanas al día siguiente. Te eché una mano y las planchamos entre los dos sobre la mesa. Cogí la plancha vieja. Terminamos de doblarlas a las dos y media e hicimos dos paquetes separados. Cuando subía a acostarme, me crucé con el padrino que bajaba a hacer pis.
Mathias alzó la cabeza.
– Es prehistoriador -comentó Lucien desde su fregadero-. Es un tipo preciso, puede confiar en él.
– ¿Puedo irme? -preguntó Mathias-. Porque estoy en medio de un remontaje.
– Sí -dijo Marc-. Gracias.
– ¿Un remontaje?
– Pega sílex paleolíticos en la bodega -explicó Marc Vandoosler.
Adamsberg asintió con la cabeza sin entender. Lo que estaba claro, en cambio, es que no captaría el funcionamiento de aquella casa ni el de sus ocupantes con sólo unas preguntas. Aquello exigiría, con seguridad, un periodo de prácticas completas y no era asunto suyo.
– Mathias podría mentir, evidentemente -dijo Marc Vandoosler-. Pero, si quiere, pregúntenos separadamente sobre el color de las sábanas. No ha podido cambiar las fechas. Me llevé la ropa esa misma mañana de casa de la señora Toussaint, en el 22 de la Avenue de Choisy, puede ir y confirmarlo. La lavé y la puse a secar durante el día y la planchamos por la noche. Se la llevé al día siguiente. Dos sábanas azul claro con conchitas y otras dos marrón rosado con reverso gris.
Adamsberg asintió con la cabeza. Una coartada doméstica impecable. Aquel tipo era un experto en ropa de cama.
– Bien -dijo-. Le resumo las cosas.
Como Adamsberg hablaba lentamente, le llevó casi veinticinco minutos exponer el asunto de los cuatros, del pregonero y del asesinato de la víspera. Los dos Vandoosler escuchaban, atentos. Marc asentía a menudo con la cabeza, como si confirmase el relato a medida que se desarrollaba.
– Un sembrador de peste -concluyó-, eso es lo que tiene entre manos. Además de un protector. Un tipo que se cree el amo, pues. Ya se han visto, pero sobre todo los inventaron a millares.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Adamsberg abriendo su cuaderno.
– A cada brote de peste -explicó Marc- el terror era tal que la gente buscaba responsables terrestres a los que sancionar, aparte de Dios, de los cometas y de la infección del aire, que no podían ser castigados. Buscaban a los sembradores de peste. Esos tipos eran acusados de propagar la peste con ayuda de ungüentos, de grasas y de preparaciones diversas que embadurnaban sobre los timbres, las cerraduras, las barandillas, las fachadas. Un pobre tipo, que pusiese imprudentemente la mano sobre una construcción, podía provocar mil muertos. Ahorcaron a montones de personas. Los llamaban los sembradores, los engrasadores, sin preguntarse nunca, ni una sola vez en toda la historia del hombre, qué interés podía tener un tipo en ejecutar esa clase de trabajo. Aquí estamos ante un sembrador, no cabe duda. Pero no propaga a discreción, ¿eh? Ataca a uno y protege a los otros. Es Dios y manipula la plaga de Dios. Como Dios que es, escoge a aquellos que han de ser llamados a su presencia.