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– Ya no tengo ideas, Danglard. Estoy perdido. Creo que me ha emborrachado, que me ha extraviado. Creo que me ha vencido.

– ¿El calvados?

– El sembrador de peste. CLT. Por cierto, Danglard, olvídese de esas iniciales.

– ¿De mi Christian Laurent Taveniot?

– Déjelo en paz -dijo Adamsberg, que había abierto su cuaderno por la página escrita por Vandoosler-. Es el electuario de los tres adverbios.

Adamsberg esperó una reacción de su adjunto que no llegó. También Danglard estaba desbordado. Su espíritu clarividente se ahogaba.

– Cito, longe, tarde -leyó Adamsberg-. Lárgate a toda velocidad y por una buena temporada.

– Mierda -dijo Danglard después de un momento-. Cito, longe fugeas et tarde redeas. Tenía que haberlo pensado.

– Ya nadie piensa, ni siquiera usted. Nos abruma.

– ¿Quién le informó?

– Marc Vandoosler.

– Tengo la información que nos pidió sobre Vandoosler.

– Olvídelo también. Está fuera de sospecha.

– ¿Sabía que su tío ha sido policía y fue expulsado justo al final de su carrera?

– Sí. He comido pulpo con ese tipo.

– Ah, bueno. ¿Sabía que el sobrino, Marc, ha participado en varios casos?

– ¿Criminales?

– Sí, pero del lado de la investigación. Nada tonto el tipo.

– Lo había notado.

– Lo llamaba por las coartadas de los cuatro pestólogos. Todo en orden, cumplidores, con vidas de familia inatacables.

– No tenemos suerte.

– No. Ya no nos queda nadie.

– Y yo ya no veo nada. Ya no siento nada, amigo mío.

Danglard tenía que haberse alegrado de la agonía de las intuiciones de Adamsberg. Se sorprendió sin embargo deplorando aquel desastre y animándolo a que prosiguiese por aquella vía que él reprobaba entre todas.

– Sí -dijo firmemente-, tiene que sentir forzosamente algo, una cosa al menos.

– Sólo una cosa -convino Adamsberg lentamente tras un corto silencio-. Siempre la misma.

– Diga.

Adamsberg barrió la plaza con la mirada. Pequeños grupos comenzaban a formarse, otros salían del bar, preparándose para el pregón de Le Guern. Allá, cerca del gran plátano, se recogían las apuestas sobre la tripulación perdida o salvada en la mar.

– Sé que está ahí -dijo.

– ¿Ahí dónde?

– En esta plaza. Está ahí.

Adamsberg ya no tenía televisión y había cogido la costumbre, en caso de necesidad, de bajar a cien metros de su casa a un pub irlandés saturado de música y de olor a Guinness, donde Enid, una camarera que conocía desde hacía mucho tiempo, le dejaba mirar el pequeño aparato metido bajo la barra. Empujó pues la puerta del Negras aguas de Dublín a las ocho menos cinco y se deslizó tras el mostrador. Negras aguas, ésa era exactamente la impresión que sentía, al menos desde aquella mañana. Mientras que Enid le preparaba una enorme patata con tropezones de beicon -dónde se procuran los irlandeses esas patatas tan gigantescas, es una pregunta que uno podría hacerse si tuviese tiempo, es decir, si un sembrador de peste no le bloquease a uno toda la cabeza-, Adamsberg siguió el boletín informativo en sordina. Era más o menos tan catastrófico como se había temido.

El presentador anunciaba el deceso de tres hombres en París, ocurrido en las noches del lunes al martes y del miércoles al jueves en circunstancias alarmantes. Las víctimas vivían todas en edificios que presentaban esos cuatros pintados que habían sido objeto de un comunicado especial de la jefatura de policía en el telediario de la noche de anteayer. El sentido de esas cifras, sobre el cual la policía no había deseado explicarse aún, se conocía ahora gracias a la recepción en la agencia France-Presse de un breve mensaje de su autor. Este comunicado anónimo debía tomarse con las mayores precauciones puesto que nada aseguraba su autenticidad. Su autor afirmaba sin embargo la muerte por peste de los tres hombres y aseguraba que llevaba largo tiempo poniendo en guardia a la población contra la plaga por medio de anuncios públicos repetidos en la encrucijada Edgar-Quinet-Delambre. Una reivindicación semejante se debía probablemente a un desequilibrado. Si los cuerpos presentaban, en efecto, bastantes aspectos de la Muerte negra, la jefatura de policía certificaba que esos hombres habían sido víctimas de un asesino en serie y que habían muerto a consecuencia de estrangulamiento. Adamsberg escuchó que citaban su nombre.

Después vinieron los mapas de las puertas marcadas, con explicaciones suplementarias, testimonios de los ocupantes, una vista de la Place Edgar-Quinet y después el comisario de la división Brézillon en persona, filmado en su despacho del Quai des Orfèvres, que aseguró con la gravedad necesaria que todas las personas amenazadas por el desequilibrado estaban protegidas por las fuerzas de policía y que el rumor de peste era pura y simple invención del individuo al que se buscaba en la actualidad, puesto que las manchas negras constatadas sobre el cuerpo habían sido producidas por el frotamiento de un pedazo de carbón de madera. En vez de atenerse a esas informaciones tranquilizadoras, el telediario proseguía con un corto documental relatando el pasado de la peste negra en Francia, cargado de imágenes y de comentarios absolutamente atroces.

Adamsberg volvió a su sitio, un poco agobiado, y empezó sin verla aquella monumental patata.

En El Vikingo, habían subido el volumen del aparato, y Bertin retrasó la hora del plato caliente y del lanzamiento del trueno. Joss era el centro de interés general y se las arreglaba como podía ante el asalto de preguntas, apoyado impecablemente por Decambrais, que conservaba una perfecta sangre fría, y por Damas que, aunque ignoraba en qué podía resultar útil, sentía que una situación tensa y compleja acababa de nacer y no abandonaba el flanco derecho de Joss. Marie-Belle había roto en lágrimas, desencadenando el pánico de Damas.

– ¿Hay peste? -había gritado durante el boletín, resumiendo la alarma general que nadie se atrevía a expresar tan ingenuamente.

– ¿No has oído? -dijo Lizbeth con su voz dominante-. Esos tipos no han muerto de peste, los han estrangulado. ¿No has oído? Hay que escuchar, Marie-Belle.

– ¿Y quién nos dice que no nos está tomando el pelo el gordo de la jefatura? -dijo un hombre en el bar-. ¿Crees que si hay peste en la ciudad, van a decírnoslo tal cual y por las buenas en las noticias, Lizbeth? ¿Crees que nos sueltan todo lo que saben? Es como lo que meten dentro del maíz y de las vacas, ¿crees que nos lo cuentan tal cual?

– Y nosotros, ¿qué hacemos mientras tanto? -dijo otro-. Nos comemos su maíz.

– Yo ya no lo como -dijo una mujer.

– Nunca lo has comido -dijo su marido-, no te gusta.

– Con todos sus experimentos imbéciles -continuó una voz en el bar- es muy posible que hayan metido la pata otra vez y que hayan soltado por ahí la enfermedad. Mira las algas verdes, ¿sabes de dónde vienen las algas verdes?

– Sí -respondió el tipo-. Y ahora ya no se puede hacer nada con ellas. Es como el maíz y las vacas.

– Tres muertos, ¿te das cuenta? ¿Y cómo van a parar eso? No lo saben ni ellos, te lo garantizo.

– Ya te digo -dijo un tipo en el fondo del bar.

– Pero ¡Dios santo! -gritó Lizbeth tratando de cubrir el ruido de la discusión-, ¡esos tipos fueron estrangulados!

– Porque no tenían los cuatros -dijo un hombre levantando el índice-. No estaban protegidos. Eso lo han explicado en la tele, ¿sí o no? Lo hemos soñado, ¿sí o no?

– Bueno, si es así, no es algo que se haya escapado, es un tipo el que lo envía.

– Es algo que se ha escapado -continuó el hombre firmemente- y hay un tipo que trata de proteger a las personas y de prevenirlas. El tipo hace lo que puede.