– Y ¿por qué ha olvidado a gente, entonces? ¿Y por qué ha pintado un puñado de edificios?
– Venga, ese tipo no es Dios. No tiene cuatro manos. No tienes más que hacer tú mismo tus cuatros, si estás cagado.
– ¡Pero Dios santo! -gritó de nuevo Lizbeth.
– ¿Qué pasa? -preguntó tímidamente Damas, sin que nadie le hiciese caso.
– Déjalo, Lizbeth -dijo Decambrais tomándola del brazo-. Se están volviendo locos. Hay que esperar que la noche los calme. Vamos a servir la cena, llama a los inquilinos.
Mientras Lizbeth reunía a sus ovejas, Decambrais telefoneó a Adamsberg, alejándose de la barra.
– Comisario, el ambiente aquí empieza a caldearse -dijo-. La gente pierde la cabeza.
– Aquí también -dijo Adamsberg desde su mesa del bar irlandés-. El que desorienta al auditorio, recolecta el pánico.
– ¿Qué va a hacer?
– Repetir y repetir que los tres hombres han sido asesinados. ¿Qué dicen a su alrededor?
– Lizbeth ya se ha visto en otras y mantiene la cabeza fría. A Le Guern se la trae un poco sin cuidado, trata de defender su pan y hacen falta más tempestades que ésta para conmoverlo. Bertin me parece bastante afectado, Damas no entiende nada y Marie-Belle está de los nervios. El resto adopta la actitud esperada, nos ocultan todo, no nos dicen nada y las estaciones están revueltas. Como cuando el invierno es cálido en vez de frío; el verano fresco en vez de cálido y así la primavera y el otoño.
– Va a tener trabajo para rato, consejero.
– Usted también, comisario.
– Yo ya no distingo un burro a tres pasos.
– ¿Qué piensa hacer?
– Pienso irme a dormir, Decambrais.
XXII
El viernes por la mañana, desde las ocho, un refuerzo de doce hombres fue asignado al grupo de homicidios del comisario Adamsberg. Hicieron que instalasen con urgencia una quincena de teléfonos suplementarios para tratar de responder a las llamadas que las comisarías de los distritos sobrecargados desviaban a la brigada. Varios millares de parisinos exigían saber si la policía había dicho la verdad o no en cuanto a los muertos, si se debían tomar precauciones y cuáles eran las consignas. La jefatura había dado orden a todas las comisarías de tener en cuenta cada una de las llamadas y de hablar uno por uno con todos los aterrorizados, que son los primeros causantes de problemas.
La prensa de la mañana no hacía nada para calmar esa inquietud creciente. Adamsberg había esparcido los principales títulos sobre su mesa y pasaba de uno a otro. Los periódicos exponían a grandes líneas el contenido del telediario de la víspera, con un exceso de comentarios y de fotos, muchos de ellos reproducían el cuatro invertido en primera página. Algunos agravaban el suceso y otros más circunspectos trataban de valorarlo sobriamente. Todos los periódicos sin embargo tomaban la precaución de citar in extenso las declaraciones del comisario de división Brézillon. Y todos retranscribían los textos de los dos últimos «especiales». Adamsberg los releyó, tratando de ponerse en la piel de aquel que los descubría por primera vez, en tal contexto, es decir con tres cadáveres negros como conclusión:
Esta plaga está siempre dispuesta y a las órdenes de Dios que la envía y la hace partir cuando le place.
El rumor corre, muy pronto confirmado, de que la peste acababa de estallar en la ciudad en dos calles a la vez. Decían que los dos (…) habían sido hallados con los signos más claros de la peste.
Había allí, en aquellas pocas líneas, materia para hacer vacilar a los más crédulos, alrededor de un dieciocho por ciento de la población, puesto que un dieciocho por ciento había temido el cambio de siglo. Adamsberg estaba sorprendido de la amplitud con que la prensa había decidido tratar el caso, sorprendido también por la rapidez de aquel incendio inminente, que él había temido, no obstante, desde el anuncio de la primera muerte. La peste, esa plaga superada, polvorienta, tragada por la historia, renacía bajo las plumas con una vitalidad casi intacta.
Adamsberg echó una ojeada al reloj, preparándose para dar una rueda de prensa a las nueve, por orden de la dirección general. A Adamsberg no le gustaban las órdenes ni las ruedas de prensa, pero era consciente de que la situación exigía aquélla. Calmar los espíritus, mostrar las fotos de los cuellos estrangulados, desmontar los rumores, ésas eran las consignas. El médico forense había venido como refuerzo y, a menos que hubiese un nuevo asesinato o un «especial» particularmente pavoroso, estimaba que la situación todavía era controlable. Tras la puerta, escuchó cómo engordaba el grupo de los periodistas y se hinchaba el ruido de las conversaciones.
A la misma hora, Joss daba cuenta de su estado de la mar, ante una pequeña muchedumbre claramente más nutrida, y abordaba su especial del día que había llegado por correo aquella mañana. El comisario había sido contundente: hay que seguir leyendo, no hay que cortar el único cordón que nos une con el sembrador. En medio de un silencio algo pesado, Joss anunció el número veinte:
– Pequeño tratado familiar de la peste. Conteniendo la descripción, los síntomas y efectos de ella, con el método y los remedios requeridos, tanto preventivos como curativos, puntos suspensivos. Y reconocerá que está enfermo de la dicha peste aquel que presente bultos en el ano, llamados comúnmente bubones, aquel que sufra fiebres y atontamiento, males de espíritu y toda suerte de locura y quien vea manchas que aparecen en la piel llamadas comúnmente trac o púrpura y que son la mayor parte de color azulado, lívido y negro y van, no obstante, agrandándose. Aquel que desee preservarse del ataque de la infección que tome la precaución de hacer fijar sobre su puerta el talismán de la cruz de cuatro puntas que alejará con seguridad el contagio de su casa.