– Pues bien, aquí, en una sola mañana, cuento aproximadamente doscientos en el barrio del Vieux Port. Haga la cuenta a la escala de la ciudad. Pero joder de mierda, colega, ¿están pirados o qué?
– Lo hacen para protegerse, Masséna. Si contásemos el número de gente que posee una pulsera de cobre, una pata de conejo, un san Cristóbal, agua de Lourdes, o que tocan madera, y no hablo ya de las cruces, alcanzaríamos fácilmente los cuarenta millones.
Masséna suspiró.
– Mientras lo hagan ellos mismos -dijo Adamsberg-, no es grave. ¿Hay algo que pueda indicarnos una firma auténtica? ¿Un cuatro dibujado por el sembrador mismo?
– Es difícil, colega. La gente copia. Hay muchos que se olvidan de ampliar la base, ¿sabes?, o que ponen una barrita en vez de dos en la vuelta. Pero el cincuenta por ciento es concienzudo. Se parecen endiabladamente al original. ¿Cómo quiere que me aclare?
– ¿Se han notificado sobres?
– No.
– ¿Ha anotado los edificios donde todas las puertas están marcadas excepto una?
– Los hay, colega. Pero también hay un montón de gente que conserva la cabeza fría y se niega a pintar esa chorrada en su casa. También los hay vergonzosos, que trazan un cuatro minúsculo en la parte de abajo de su puerta. Así, lo hacen sin hacerlo o no lo hacen haciéndolo, como quiera. No puedo mirar todas las puertas con lupa. ¿Lo hace usted?
– Estamos desbordados, Masséna, ha sido la ocupación principal del fin de semana. Ya no controlamos.
– ¿Nada más?
– Casi nada. Controlo cien metros cuadrados de los ciento cinco millones de la ciudad. Es el espacio por donde espero ver pasar al sembrador que quizás esté rondando por el Vieux Port en el minuto en que le hablo.
– ¿Tiene su descripción? ¿Una idea vaga?
– Nada. Nadie lo ha visto. Ni siquiera sé si es un hombre.
– ¿Qué busca en su pequeño espacio, colega? ¿Un ectoplasma?
– Una impresión. Le llamaré de nuevo esta noche, Masséna. Aguante.
Llevaban ya un buen rato sacudiendo con rabia el pomo de la puerta de los baños y cuando Adamsberg salió, plácido, pasó ante un tipo tremendamente impaciente, con ganas de mear sus cuatro cervezas.
Pidió permiso a Bertin para poner a secar su chaqueta sobre el respaldo de una de sus sillas mientras se iba a vagar por la plaza. Desde que Adamsberg había enderezado in extremis el coraje reblandecido del normando, salvándolo quizás de la hilaridad general y de una pérdida irreversible de toda autoridad divina entre la clientela, Bertin se consideraba como su deudor de por vida. Lo autorizó diez veces a abandonar en sus manos la chaqueta, que vigilaría como una madre, e insistió en que se pusiese un anorak verde antes de salir a afrontar el viento y los chubascos que Joss había anunciado en el pregón del mediodía. Adamsberg obedeció para no ofender al orgulloso descendiente de Thor.
Vagó toda la tarde por la encrucijada, entrecortando sus ambulaciones con algunos cafés en El Vikingo y algunas llamadas telefónicas. Alcanzarían los quince mil edificios de aquí a la noche en París y los cuatro mil en Marsella donde, en efecto, se operaba un despegue fulgurante. Adamsberg estaba hastiado, aumentando sus vastas capacidades de indiferencia para luchar contra la marea creciente. Si le hubiesen anunciado dos millones de cuatros, no por ello se habría sobresaltado. Todo en él se había relajado, se abandonaba. Todo excepto su mirada, única parte de su cuerpo que permanecía viva.
Se instaló contra el plátano para el pregón de la noche, con los brazos colgando a lo largo de su cuerpo, perdido en el anorak demasiado grande del normando. Le Guern espaciaba los horarios el domingo y ya eran casi las siete cuando depositó la caja sobre la acera. Adamsberg no esperaba nada de este pregón puesto que el cartero no repartía el domingo. Pero empezaba a reconocer rostros en los grupos que se constituían en torno al estrado. Había sacado la lista elaborada por Decambrais y controlaba sus nuevos conocidos a medida que iban llegando. A las siete menos dos minutos, Decambrais apareció en el umbral de su puerta, Lizbeth se abrió camino con los codos entre el gentío para situarse en su lugar habitual y Damas apareció ante su tienda con un jersey y se apoyó en la persiana de hierro bajada.
Joss empezó su pregón con determinación, lanzando su voz potente de un extremo a otro de la plaza. Adamsberg escuchó fluir con placer los anuncios anodinos, bajo un sol débil. Aquella tarde entera sin dar golpe, dejando que su cuerpo y sus pensamientos se derrumbasen totalmente, lo había relajado después de la espesa conversación de la mañana con Ferez. Había alcanzado el estado de energía de una esponja batida por el oleaje, el estado exacto que buscaba a veces. Y al final del pregón, cuando Joss abordaba su naufragada conclusión, se sobresaltó, como si una piedra aguda hubiese golpeado duramente la esponja. Ese choque casi le hizo daño y lo dejó asustado y al acecho. Era incapaz de definir su proveniencia. Era una imagen que lo había golpeado, forzosamente, mientras casi dormía contra el tronco del plátano. Un trozo de imagen, en algún lugar de la plaza, que había venido a cruzarse con él en una décima de segundo.
Adamsberg se enderezó, buscando por todas partes la imagen desconocida para reanudar el choque. Después se apoyó contra el árbol, reconstituyendo exactamente la posición en la cual se encontraba en el momento del impacto. Desde allí, su campo de visión iba desde la casa de Decambrais hasta la tienda de Damas, franqueando la Rue de Montparnasse y englobando alrededor de una cuarta parte del público del pregonero, visto de frente. Adamsberg apretó los labios. Aquello era bastante espacio y bastante gente y la muchedumbre ya se dispersaba en todas direcciones. Cinco minutos más tarde, Joss volvía a llevarse la caja y la plaza se vaciaba. Todo se escapaba. Adamsberg cerró los ojos y alzó la cabeza hacia el vacío del cielo, esperando que la imagen volviese por sí misma, aérea. Pero la imagen había caído al fondo de su pozo, como una piedra anónima y malencarada. Quizás estuviese ofendida de que no le hubiese dedicado más atención en el breve instante en que se había dignado pasar cual estrella fugaz. Quizás transcurriesen meses antes de que se decidiese a reaparecer.
Triste, Adamsberg dejó la plaza en silencio, convencido de que acababa de dejar escapar su única oportunidad.
Sólo cuando llego a casa, al desvestirse, se dio cuenta de que había conservado el anorak verde del normando y había dejado su vieja chaqueta negra a secar bajo la proa del barco pirata. Señal de que también él confiaba en la protección divina de Bertin. O señal, más probablemente, de que abandonaba todas las cosas a la buena de Dios.
XXVII
Camille ascendió los cuatro pisos estrechos que conducían al domicilio de Adamsberg. Al pasar, notó que el vecino del tercero izquierda había pintado sobre su puerta un gigantesco cuatro negro. Jean-Baptiste y ella habían convenido en verse para pasar la noche juntos. Quedaron después de las diez porque las jornadas que el sembrador hacía pasar a la brigada eran imprevisibles.
Estaba incómoda, con aquel gatito bajo el brazo. La había seguido por la calle durante horas. Camille lo había acariciado, lo había dejado y después se había escapado de él, pero el gatito se pegaba obstinadamente a sus talones, extenuándose al correr, con brincos desordenados, para alcanzarla. Camille había atravesado la plaza para cortar por lo sano el acoso. Lo había abandonado en la puerta mientras cenaba y lo había vuelto a encontrar en el descansillo cuando salió. El gatito había retomado su persecución, valeroso, centrado en su objetivo. Cuando llegó ante el edificio de Adamsberg, estaba cansada de luchar y no sabía qué hacer con aquel animal que la había elegido. Lo cogió y se lo puso bajo el brazo. Era una simple bola blanca y gris, ligera como una pelota de espuma, con los ojos completamente redondos y azules.