Esperaron poco menos de una hora en silencio. Danglard no se atrevía a pronunciarse. Nada decía que la ropa de Damas contuviese las pulgas de la peste. Adamsberg garabateaba sobre una hoja pegada a su rodilla, con los rasgos un poco cansados.
Era la una y media de la madrugada. Martin llamó a las dos y diez.
– Dos Nosopsyllus fasciatus -declaró sobriamente-. Vivas.
– Gracias, Martin. Artículo ultra precioso. Si las dejas escapar por el embaldosado, es nuestro dossier el que se larga con ellas.
– Con ellos -corrigió el entomólogo-. Son machos.
– Lo siento, Martin. No he querido ofender a nadie. Envíenos de vuelta la ropa a la brigada para que el sospechoso pueda vestirse de nuevo.
Cinco minutos más tarde, el juez, despertado en su primer sueño, autorizaba el cargo.
– Tenía razón -dijo Danglard levantándose penosamente, con los ojos entornados y el cuerpo exhausto-. Pero lo tiene cogido por un cabello.
– Un cabello es más sólido de lo que uno cree. Basta con tirar de él suave y regularmente.
– Le advierto que Damas aún no ha hablado.
– Hablará. Sabe que ahora está jodido. Es extremadamente listo.
– Imposible.
– Sí, Danglard. Se hace el imbécil. Y como es extremadamente listo, lo hace muy bien.
– Si ese tipo habla latín, me como mi camisa -dijo Danglard mientras se iba.
– Que aproveche, Danglard.
Danglard apagó el ordenador, levantó la canasta donde dormía el gatito y saludó a los agentes de noche, con el cesto bajo el brazo. En el vestíbulo se cruzó con Adamsberg, que descendía un catre de campaña del vestuario y una manta.
– Mierda, ¿va a dormir ahí?
– Por si le da por hablar.
Danglard continuó su camino sin hacer comentarios. ¿Qué podía comentar? Sabía que Adamsberg no tenía muchas ganas de volver a su apartamento, donde flotaban aún los vapores del accidente. Mañana se encontraría mejor. Adamsberg era un tipo que se recuperaba con una extraña rapidez.
Adamsberg se instaló en el catre de campaña y se puso la manta enrollada por encima. Tenía al sembrador a diez pasos de distancia. El hombre de los cuatros, el hombre de los «especiales» aterradores, el hombre de las pulgas de rata, el hombre de la peste, el hombre que estrangulaba y tiznaba de carbón a sus víctimas. Esa tiznadura de carbón, este último gesto, su enorme metedura de pata.
Se quitó la chaqueta, el pantalón y puso su móvil sobre la silla. Llama, Dios bendito.
XXXIII
Llamaron al timbre de noche apretando varias veces seguidas, en señal de urgencia. El cabo Estalère abrió el portal y recibió a un hombre sudoroso, en traje de chaqueta completo abotonado con prisa y camisa abierta sobre un felpudo de pelo negro.
– Apúrese, amigo -dijo el hombre poniéndose rápidamente a cubierto en los locales de la brigada-. Quiero hacer una declaración. Sobre el asesino, sobre el hombre de la peste.
Estalère no se atrevió a prevenir al comisario principal y despertó al capitán Danglard.
– Mierda, Estalère -dijo Danglard desde su cama-, ¿por qué me llama? Sacuda a Adamsberg, duerme en su despacho.
– Por eso, capitán. Si no es importante, tengo miedo de que me eche una bronca.
– ¿Y yo le inspiro menos miedo, Estalère?
– Sí, capitán.
– Se equivoca. En las seis semanas que lleva codeándose con él, ¿ha visto alguna vez gritar a Adamsberg?
– No, capitán.
– Pues bien, dentro de treinta años tampoco lo habrá visto. Pero a mí, sí, y no tardará mucho en verlo. Despiértelo, mierda. No necesita mucho sueño de todas formas. Pero yo sí.
– Bien, capitán.
– Un minuto, Estalère. ¿Qué quiere este tipo?
– Está aterrorizado, tiene miedo de que lo asesinen.
– Ya hemos dicho hace tiempo que pasábamos de los aterrorizados. Ahora hay cien mil en la ciudad. Échelo fuera y deje dormir al comisario.
– Pretende ser un caso especial -precisó Estalère.
– Todos los aterrorizados se creen especiales. Si no, no se aterrorizarían.
– No, él pretende que acaban de picarle unas pulgas.
– ¿Cuándo? -preguntó Danglard sentándose sobre su cama.
– Esta noche.
– Vale, Estalère, despiértelo. Yo también voy.
Adamsberg se lavó el rostro y el torso con agua fría, pidió un café a Estalère -la nueva máquina había sido instalada la víspera- y empujó con el pie el catre de campaña hacia el fondo de su despacho.
– Tráigame a ese tipo, cabo -dijo.
– Estalère -se presentó el joven.
Adamsberg asintió con la cabeza y retomó su memorándum. Ahora que el sembrador estaba en la celda, quizás pudiera ocuparse de la tropa de desconocidos que poblaba su brigada. Escribió: cara redonda, ojos verdes, temeroso, igual a Estalère. Y añadió aprovechando la ocasión: Entomólogo, Pulgas, Nuez, igual a Martin.
– ¿Cómo se llama? -preguntó.
– Roubaud Kévin -dijo el cabo.
– ¿Edad?
– La treintena -estimó Estalère.
– Ha sufrido picaduras esta noche, ¿es ésa su historia?
– Sí, y está aterrorizado.
– No está mal.
Estalère condujo a Roubaud Kévin hasta el despacho del comisario, sujetando al mismo tiempo en la mano izquierda una taza de café sin azúcar. El comisario no tomaba azúcar. Al contrario que a Adamsberg, a Estalère le gustaban los pequeños detalles de la vida, le gustaba recordarlos y le gustaba demostrar que los recordaba.
– No le he puesto azúcar, comisario -dijo posando la taza sobre la mesa y a Roubaud Kévin sobre la silla.
– Gracias, Estalère.
El hombre pasaba los dedos por el pelo denso de su pecho, agitado, incómodo. Olía a sudor y su sudor olía a vino.
– ¿Nunca ha tenido pulgas antes? -le preguntó Adamsberg.
– Nunca.
– ¿Está seguro de que las picaduras son de esta noche?
– No hace más de dos horas y es eso lo que me ha despertado. Entonces me vine para prevenirles.
– ¿Hay cuatros sobre las puertas de su edificio, señor Roubaud?
– Dos. La portera ha hecho uno sobre su cristal, con rotulador, y otro el tipo del quinto derecha.
– Entonces no es él. Y no son sus pulgas. Puede volver tranquilo.
– ¿Está de broma? -dijo el hombre subiendo el tono-. Exijo protección.
– El sembrador pinta todas las puertas excepto una, antes de soltar las pulgas -martilleó Adamsberg-. Son otras pulgas. ¿Ha recibido a alguien estos últimos días? ¿A alguien con un animal?
– Sí -dijo Roubaud enfurruñado-. Un amigo ha pasado hace dos días con su chucho.
– Pues ahí lo tiene. Vuelva a casa, señor Roubaud, y duerma. Aún podemos dormir otra horita, nos vendrá bien a todo el mundo.
– No. No quiero.
– Si está preocupado hasta tal punto -dijo Adamsberg levantándose-, llame a la desinfección y se acabó.
– No serviría para nada. El asesino me ha escogido, me matará, con pulgas o sin ellas. Exijo una protección.
Adamsberg volvió a la mesa, retrocedió hasta la pared y examinó con más atención a Kévin Roubaud. Unos treinta, violento, preocupado y algo furtivo en sus grandes ojos oscuros y desorbitados.
– Bien -dijo Adamsberg-. Le ha escogido. No hay un solo cuatro digno de ese nombre en su edificio pero sabe que le ha escogido.
– Las pulgas -gruñó Roubaud-, está en el periódico. Todas las víctimas han tenido pulgas.