– Se ha quedado dormido.
– Claro, lo marea tanto que lo cansa. Dígale que lo espero el domingo para comer, como de costumbre.
– Allí estará.
– Bueno, yo creo que ya nos lo hemos dicho todo, comisario -concluyó ella tendiéndole una mano firme-. Le escribiré una tarjeta a su Gardon para agradecerle las cartas y al otro, al alto, un poco fofo, calvo y de buen año, un hombre con gusto.
– ¿Danglard?
– Sí, quería mi receta de galletas. No me lo pidió así, pero yo entendí bien el fondo del asunto. Parecía importante para él.
– Es muy posible.
– Un hombre que sabe vivir -dijo Clémentine asintiendo con la cabeza-. Perdón, paso delante.
Adamsberg acompañó a Clémentine Courbet hasta el portal y recibió a Ferez, al que detuvo con un ademán.
– ¿Es él? -dijo Ferez, mostrándole la celda donde estaba replegado Hurfin.
– Éste es el asesino. Grave asunto de familia, Ferez. Será probablemente internado en un manicomio.
– Ya no se dice «manicomio», Adamsberg.
– Pero él -continuó Adamsberg señalando a Damas- debe salir y no está en estado de hacerlo. Me prestaría un servicio, un gran servicio, Ferez, si lo ayudase y siguiese su caso. Reinserción en el mundo real. Una caída muy dolorosa, diez pisos.
– ¿Es el tipo con el fantasma?
– El mismo.
Mientras Ferez trataba de desdoblar a Damas, Adamsberg lanzó a dos oficiales tras Henri Tomé y a la prensa sobre Rodolphe Messelet. Después llamó a Decambrais que se preparaba para dejar el hospital aquella tarde, y a Lizbeth y a Bertin, para prevenirlos de que preparasen con suavidad la vuelta de Damas. Terminó con Masséna y después con Vandoosler, a quien informó de la conclusión de la enorme metedura de pata.
– Lo oigo mal, Vandoosler.
– Es Lucien, que vuelca las compras sobre la mesa. Ése es el estruendo.
Sin embargo, escuchó claramente la fuerte voz de Lucien que declamaba en la gran habitación sonora:
– En la naturaleza, menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.
Colgó pensando que aquel habría sido un buen anuncio para el pregón de Joss Le Guern. Un anuncio robusto, sano y bien terminado, sin problemas, lejos, muy lejos, de las siniestras resonancias de la peste que empezaban a borrarse. Volvió a posar su teléfono sobre la mesa, bien en el centro, y lo contempló un momento. Danglard entró con un dossier en la mano y siguió la mirada de Adamsberg. A su vez, se puso a contemplar en silencio el aparatito.
– ¿Hay algo que no funciona en ese móvil?
– Nada -dijo Adamsberg-. Es que no suena.
Danglard dejó el dossier Romorantin y salió sin hacer comentario alguno. Adamsberg se recostó sobre el dossier, con la cabeza metida entre los brazos, y se quedó dormido.
XXXVIII
A las siete y media de la tarde, Adamsberg llegó a la Place Edgar-Quinet, sin apurar el paso, pero más ligero que hacía quince días. Más ligero y también más vacío. Entró en la casa de Decambrais, en el pequeño despacho donde una moderna pancarta rezaba: Consejero en cosas de la vida. Decambrais estaba en su puesto, con la cara todavía pálida pero con la espalda de nuevo erguida, y hablaba con un hombre grueso y alterado instalado frente a él.
– Vaya -dijo Decambrais echándole una mirada a Adamsberg y después a sus sandalias-. Hermes, el mensajero de los dioses. ¿Tiene noticias?
– Paz en la ciudad, Decambrais.
– Espere un minuto, comisario. Estoy en medio de una consulta.
Adamsberg se alejó hacia la puerta, atrapando un fragmento de la conversación que continuaba.
– Esta vez, se ha roto -decía el hombre.
– Ya lo hemos arreglado otras veces -respondía Decambrais.
– Se ha roto.
Decambrais hizo entrar a Adamsberg unos diez minutos más tarde y le hizo sentar en la silla todavía caliente de su predecesor.
– ¿De qué se trata? -preguntó Adamsberg-. ¿Un mueble? ¿Un miembro?
– Una relación. Veintisiete rupturas y veintiséis arreglos con la misma mujer, un récord absoluto entre mi clientela. Lo llaman Roto-Vuelto a juntar.
– ¿Y qué le aconseja?
– Yo nunca aconsejo nada. Trato de comprender lo que quiere la gente y de ayudarles a que lo hagan. Eso es ser consejero. Si alguien quiere romper, lo ayudo. Si al día siguiente quiere volver a juntarse, lo ayudo. Y usted, comisario, ¿qué quiere?
– No lo sé. Y además, me da igual.
– Entonces no puedo ayudarlo.
– No. Nadie. Siempre ha sido así.
Decambrais se apoyó sobre el respaldo de su silla con una ligera sonrisa.
– ¿No tenía yo razón a propósito de Damas?
– Sí. Es un buen consejero.
– No podía matar realmente, yo sabía eso. No lo quería realmente.
– ¿Lo ha visto?
– Entró en su tienda, hace una hora. Pero no ha levantado la persiana.
– ¿Ha escuchado el pregón?
– Demasiado tarde. El pregón de la tarde es a las seis y diez minutos, entre semana.
– Perdón. No soy muy bueno con los horarios ni con las fechas.
– No pasa nada.
– A veces sí. He puesto a Damas en manos de un médico.
– Ha hecho bien. Se ha caído dando tumbos desde una nube hasta la tierra. Nunca es demasiado agradable. Allá arriba no había cosas sin arreglo. Por eso estaba allí.
– ¿Y Lizbeth?
– Ha ido a verlo enseguida.
– Ah.
– Éva va a pasarlo un poco mal.
– Automáticamente -dijo Adamsberg.
Dejó pasar un silencio.
– Ya ve, Ducouëdic -continuó cambiando de posición para situarse frente a él-, Damas ha cumplido cinco años de cárcel por un crimen que no existía. Hoy está libre por crímenes que ha creído cometer. Marie-Belle ha escapado por una carnicería que ha ordenado. Antoine será condenado por unos asesinatos que él no decidió.
– La falta y la apariencia de la falta -dijo Decambrais suavemente-. ¿Le interesa?
– Sí -dijo Adamsberg cruzando sus miradas-. Estamos todos en eso.
Decambrais sostuvo su mirada algunos instantes y asintió con la cabeza.
– Yo no toqué a aquella chiquilla, Adamsberg. Los tres escolares estaban sobre ella, en los baños. Golpeé como un ciego, levanté a la pequeña y la saqué de allí. Los testimonios me hundieron.
Adamsberg asintió con un pestañeo.
– ¿Es lo que pensaba? -preguntó Decambrais.
– Sí.
– Entonces sería un buen consejero. En aquella época, yo ya era casi impotente. ¿También pensaba eso?
– No.
– Y ahora, me trae sin cuidado -dijo Decambrais cruzándose de brazos-. O casi.
En aquel instante, el trueno del normando resonó sobre la plaza.
– Calvados -dijo Decambrais levantando un dedo-. Plato caliente. No es desdeñable.
En El Vikingo, Bertin servía una ronda general en honor de Damas, cuya cabeza reposaba fatigada sobre el hombro de Lizbeth. Le Guern se levantó y estrechó la mano de Adamsberg.
– Boquete taponado -comentó Joss-. Ya no hay especiales. Las legumbres en venta vuelven a predominar.
– En la naturaleza -dijo Adamsberg- menospreciamos con demasiada frecuencia el extraordinario poder de la calabaza.
– Es exacto -dijo Joss con seriedad-. He visto calabazas que se volvieron como globos en el transcurso de dos noches.
Adamsberg se deslizó entre el grupo ruidoso que comenzaba a cenar. Lizbeth le ofreció una silla y le sonrió. Tuvo bruscamente ganas de apretarse contra ella, pero el sitio ya estaba ocupado por Damas.
– Va a dormirse sobre mi hombro -dijo señalando a Damas con el dedo.
– Es normal, Lizbeth. Va a dormir mucho tiempo.
Bertin puso con ceremonia un plato más en el sitio del comisario. Un plato caliente no es desdeñable.