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Danglard empujó la puerta de El Vikingo a la hora del postre, se acodó en la barra, puso la bola a sus pies y le hizo un signo discreto a Adamsberg.

– Tengo poco tiempo -dijo Danglard-. Los niños me esperan.

– ¿Hurfin no ha montado lío? -preguntó Adamsberg.

– No. Ferez ha estado viéndolo. Le ha dado un calmante. Él ha obedecido y descansa.

– Muy bien. Todo el mundo va a terminar durmiendo esta noche, a fin de cuentas.

Danglard le pidió un vaso de vino a Bertin.

– ¿Usted no? -preguntó.

– No sé. Quizás camine un poco.

Danglard tragó la mitad de su copa y contempló a la bola que se había instalado sobre su zapato.

– ¿Crece, verdad? -dijo Adamsberg.

– Sí.

Danglard terminó su vaso y lo volvió a dejar sin ruido sobre el mostrador.

– Lisboa -dijo deslizando un papel doblado sobre la barra-. Hotel Sao Jorge. Habitación 302.

– ¿Marie-Belle?

– Camille.

Adamsberg sintió cómo su cuerpo se ponía tenso como bajo un brusco empellón.

– ¿Cómo lo sabe, Danglard?

– He hecho que la siguiesen -dijo Danglard inclinándose para recoger al gatito o para ocultar su rostro-. Desde el principio. Como un cabrón. No debe saberlo nunca.

– ¿Por un policía?

– Por Villeneuve, un veterano del distrito 5.

Adamsberg se quedó inmóvil, con el ojo fijo en el papel doblado.

– Habrá otras colisiones -dijo.

– Lo sé.

– Y por otro lado…

– Lo sé. Por otro lado.

Adamsberg observó sin moverse el papel blanco, después avanzó lentamente la mano y la volvió a cerrar sobre él.

– Gracias, Danglard.

Danglard volvió a colocar al gatito bajo su brazo y salió de El Vikingo haciendo una seña con la mano, de espaldas.

– ¿Era su colega? -preguntó Bertin.

– Un mensajero. De los dioses.

Cuando se hizo de noche en la plaza, Adamsberg, apoyado en el plátano, abrió su cuaderno y arrancó una página. Reflexionó y después escribió Camille. Esperó un instante y añadió Yo.

El principio de una frase, pensó. No está tan mal.

Después de diez minutos, como la continuación de la frase no venía, puso un punto después del Yo y dobló la hoja alrededor de una moneda de cinco francos.

Después, con paso lento, atravesó la plaza y metió su ofrenda en la urna azul de Joss Le Guern.

Fred Vargas

***