– ¿De verdad crees que me vendría bien un corte?
Casi se partió de risa.
– Mira, ángel mío, no sé si reír o llorar. Lo tienes como si te lo hubiera cortado un loco furioso con unas tijeras de uñas.
A mí no me hizo ninguna gracia la comparación.
– Otra vez será -dije. Resolví ir derecha al grano antes de que me convenciera de lo que podría lamentar después-. Mira, trabajo para un abogado que se llama Lonnie Kingman.
– Claro. Conozco a Lonnie. Su mujer venía antes a mi iglesia. ¿Y qué tiene que ver con esto?
– Morley trabajaba para él en un caso y yo le he sustituido. Me gustaría entrar en su oficina.
– Pobre hombre -dijo la empleada-. La mujer enferma y encima se muere. Venía casi todos los días; pero, por lo que sé, a no hacer nada.
– Trabajaba principalmente en su casa -dije-. ¿Se puede entrar en su oficina por aquí? He visto una puerta al fondo. ¿Comunica con sus habitaciones?
– Morley la utilizaba cuando le buscaba algún cobrador. -Echó a andar hacia la puerta y tomé el gesto por una invitación.
– ¿Ocurría con frecuencia? -pregunté. A mí me habría costado concentrarme sabiendo que se desarrollaban otras actividades al otro lado de la puerta.
– En los últimos tiempos, sí.
– ¿Te importa si entro y me llevo unos expedientes que me hacen falta?
– Haz lo que quieras. Dentro no hay nada que valga la pena robar. Tú misma, chica. La puerta sólo tiene un pestillo manual por este lado.
– Gracias.
Tras cruzar la puerta de comunicación, me encontré en una estancia única, la habitación que había hecho de dormitorio trasero en la época en que el lugar se había utilizado como vivienda. El aire olía a moho. La moqueta era de un color marrón barroso, elegido seguramente porque disimulaba la suciedad. Lo que no disimulaba era el polvo y la pelusilla. Vi un pequeño ropero empotrado que Morley había utilizado como almacén, y un cuartito de baño con suelo de vinilo, taza con tapa de madera, pila de estilo ferroviario y ducha cerrada con paneles correderos de fibra vítrea. Durante un momento de depresión me pregunté si aquello era lo que el destino tenía reservado para mí: acabar como investigadora de provincias en una triste habitación de doce metros cuadrados que oliera a moho y a ácaros del polvo. Me senté en la silla giratoria de Morley y tomé nota de los crujidos que producía. Miré el calendario de mesa. Registré todos los cajones. Lápices, envoltorios de chicle, una grapadora sin grapas. Morley se atiborraba de grasa cuando nadie le veía. En la papelera, doblada por la mitad, había una caja de pastelería, blanca y plana. La grasa del dulce se había extendido por el cartón y encima de la tapa había un pegote pastoso. Posiblemente se encerraba todas las mañanas en la oficina para devorar Donuts y bollos rellenos.
Me levanté y me acerqué a los archivadores de la pared del fondo. En la V, de voigt/barney por ejemplo, vi varias carpetas de cartulina marrón repletas de papeles de toda índole. Agarré las carpetas y fui amontonándolas en el escritorio. La puerta se abrió de golpe a mis espaldas y di un respingo. Era Betty, la del salón de belleza.
– ¿Has encontrado lo que buscabas?
– Sí, eso creo. Parece que guardaba casi todos los expedientes en casa.
Hizo una mueca al percibir la peste a moho. Se acercó al escritorio y cogió la papelera.
– Voy a vaciarla. No recogen la basura hasta el viernes, pero no quiero dar ninguna oportunidad a las hormigas. Morley encargaba una pizza tras otra desde aquí, para que su mujer no pudiese verle. En teoría estaba a régimen, pero siempre tenía en la mesa cajas de comida china o bolsas de McDonald's. Tragaba como una lima. No era asunto mío, desde luego, pero habría podido cuidarse un poco.
– Eres la segunda persona que me lo comenta hoy. Pero, en fin, cada cual va a la suya y no creo que nadie tenga derecho a impedirlo. -Cogí las carpetas y el calendario-. Gracias por dejarme entrar. Supongo que vendrán a limpiar el cuarto dentro de una semana a lo sumo.
– ¿No te interesaría alquilar un despachito?
– No como éste -dije con resolución. Poco después pensé que a lo mejor se había sentido ofendida por esa respuesta, pero las palabras me habían salido espontáneamente. Vi a Betty por última vez en el momento en que abría la puerta para dejar la papelera en el pequeño soportal.
Volví al coche, puse el montón de carpetas en el asiento trasero, regresé a la ciudad y aparqué en el garaje que hay junto a la biblioteca pública. Cogí un cuaderno del asiento trasero, cerré el coche con llave y me encaminé a la biblioteca. En la sala de publicaciones periódicas, pedí al individuo que había en el mostrador los Santa Teresa Dispatch de hacía seis años. Me interesaban en concreto las noticias relativas a los días 25, 26 y 27 de diciembre del año en que habían matado a Isabelle Barney. Cogí el microfilme, me instalé ante una pantalla, puse el carrete en la máquina y con el dedo en los botones viajé en el tiempo hasta llegar a la semana en cuestión. El 25 de diciembre había sido domingo. Isabelle había muerto a primera hora de la madrugada del lunes. Para ayudar a refrescar la memoria de otros, tomé nota de algunos acontecimientos circunstanciales. Diluviaba en casi toda California, y en el tramo de la 101 que quedaba al sur de la ciudad hubo colisiones en cadena. Se había producido una ola de delitos, entre los que destacaba el atropello de un anciano en el sector norte de State Street; el conductor del vehículo, una camioneta con la caja descubierta, se había dado a la fuga. Habían atracado en un supermercado, habían forzado la puerta de dos casas particulares, y en la madrugada del 26 de diciembre había tenido lugar un catastrófico incendio, al parecer, provocado, en el estudio de un fotógrafo. También tomé nota de otro suceso: un niño de dos años y medio había sufrido lesiones sin importancia al disparársele el revólver del 44 que estaba en el coche en que lo habían dejado solo. Mientras leía las noticias, notaba chisporroteos ocasionales en los circuitos de la memoria. Me había olvidado por completo del incendio, aunque lo había visto personalmente mientras volvía a casa después de haber estado vigilando a un sospechoso. Las llamas ascendían al cielo encapotado y negro igual que una antorcha gigantesca. La lluvia había aportado un extraño contrapunto húmedo y cuando oí a James Taylor en la radio interpretando Vire and Rain, había sufrido un sobresalto inesperado. Mi recuerdo terminaba aquí con la misma brusquedad con que se apaga una bombilla.
Repasé el resto del carrete, pero no vi nada de interés. Volví al principio y saqué copia de todo menos de las páginas de anuncios. Rebobiné la película y volví a meterla en el estuche. Antes de salir a la calle aboné las fotocopias en el mostrador principal, mientras pensaba en las personas a quienes tendría que interrogar para que me contaran qué habían hecho durante esos dos días. ¿Cuánto recordaría yo, si alguien me preguntara qué había hecho la noche en que habían matado a Isabelle? Había recompuesto un fragmento del pasado, pero el resto estaba en blanco.
4
Saqué el coche del garaje y me dirigí a la penitenciaría del condado, que está bajo la jurisdicción de la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa. La entrevista de Morley con Curtis McIntyre era uno de los escasos documentos que había encontrado en la carpeta que le correspondía, aunque el primero no había llegado a entregarle la citación al segundo. Al parecer Morley había hablado con Curtis a mediados de septiembre y desde entonces nadie más le había interrogado. Leí en las notas de Morley que McIntyre había compartido la celda con Barney la primera noche que éste había estado entre rejas. Según el presidiario, habían trabado cierta amistad, aunque más por parte de Curtis que de Barney. Le había llamado la atención el hecho de que Barney, a juzgar por las apariencias, era un hombre que no podía quejarse de nada. Curtis, acostumbrado a coincidir en las prisiones con toda clase de perdedores, había seguido el caso por los periódicos. Al abrirse el proceso, se había tomado la molestia de asistir. Apenas había hablado con Barney hasta el día en que éste había salido absuelto. Cuando David salía del juzgado, Curtis McIntyre se acercó a él para felicitarle. En aquel momento, según el testigo de cargo, David Barney había hecho una observación que daba a entender que era culpable. Sin embargo, era imposible saber si Curtis había dicho la verdad o si se lo había inventado todo.