– ¿Aparte de cuando nos vimos en la celda y en el juzgado? No. Sólo esas dos veces.
– Me parece un poco raro que te confesara aquello.
– ¿Por qué? A ver, demuéstramelo. -Apoyó la barbilla en el puño y se preparó para la contienda dialéctica.
– Apenas te conocía. ¿Por qué iba a confiarte algo de tanta trascendencia? ¿Y precisamente allí, en el juzgado?… -Me llevé la mano hueca al oído-. Con el martillo del juez resonando todavía en el aire.
Frunció el ceño con preocupación.
– Los motivos tendrás que preguntárselos a él. Pero si quieres saber mi opinión, para él yo no era más que un maleante. Quizá se sintiera más relajado conmigo que con todos sus amigos de alto copete. Además, ¿por qué no? El juicio había terminado ya. Nadie podía hacerle nada. Aunque le hubieran oído, no se le podía juzgar dos veces por el mismo delito.
– ¿Dónde estabais exactamente cuando te lo dijo?
– Fuera de la sala, delante de la puerta. Era la sala seis. Salió, le palmeé el hombro, nos dimos la mano…
– ¿Y los periodistas? ¿No acosaron a Barney en aquel momento?
– Sí, mucho. Le acosaban por todas partes. Gritaban su nombre, le acercaban micrófonos, le preguntaban cómo se sentía.
La incredulidad volvió a abrirse paso en mi interior.
– ¿Y en medio de todo el gentío te hizo aquel comentario?
– Pues sí. Acercó la cara y me lo dijo al oído, tal como te lo he contado. ¿Eres detective? ¿Eso eres en realidad?
Me encogí de hombros y empecé a redactar en el papel su versión de los hechos.
– Eso es lo que soy en realidad -dije.
– O sea que, cuando salga, si me meto en un lío, ¿puedo buscar tu nombre en la guía telefónica?
No le prestaba mucha atención, pues en aquellos momentos me dedicaba a transformar sus afirmaciones en declaración por escrito.
– Supongo. -Si es que sabes leer, pensé.
– ¿Y cuánto cobras por investigar? ¿Cuánto me costaría?
– Depende de lo que quieras.
– Pero cuánto, más o menos.
– Trescientos dólares la hora -dije. Si le decía cincuenta, a lo mejor me contrataba.
– Vengaaaaa. No te creo.
– Más los gastos.
– Que no, tía, que no te creo. ¿Me quieres tomar el pelo? Trescientos dólares la hora. ¿Por cada hora de trabajo?
– Es la verdad.
– Tienes que estar forrada. Señor, y luego se quejan las mujeres -dijo-. Oye, ¿por qué no me prestas un pellizco? Cincuenta o cien dólares. Sólo tienes que esperar a que salga y te los devuelvo.
– No está bien que los hombres pidan dinero prestado a las mujeres.
– ¿Y a quién más puedo pedírselo? No conozco a nadie que tenga pasta. Salvo a los reyes de la droga y gente por el estilo. Pero en Santa Teresa ni siquiera tenemos reyes. Aquí sólo hay pajes. -Soltó un bufido-. ¿Tienes pistola?
– Pues claro -dije.
Se levantó a medias y miró por el cristal como si quisiera cerciorarse de que llevaba la pistola en la cadera.
– ¿Me la enseñas?
– No la he traído.
– ¿Dónde la tienes?
– En el despacho. La guardo allí por si un cliente se resiste a pagar la factura. ¿Quieres leerlo y comprobar si he escrito bien la conversación que sostuviste con el señor Barney, tal como tú la recuerdas? -Le pasé el papel por debajo del vidrio, junto con un bolígrafo.
Apenas miró el documento.
– Sí, está bien. Oye, tienes buena letra.
– Era la más estudiosa de la clase -dije-. ¿Te importaría firmarlo?
– ¿Para qué?
– Para que tu declaración conste legalmente por escrito. Si por casualidad olvidaras algún detalle, podremos refrescarte la memoria en el juzgado.
Firmó con un garabato y me devolvió la declaración.
– Pregúntame más cosas -dijo-. Responderé a todo lo que quieras.
– Eres muy amable y te lo agradezco mucho. Si se me ocurren más preguntas, volveré a ponerme en contacto contigo.
Al salir me quedé en el aparcamiento contemplando el ir y venir de los coches patrulla. Era demasiado bueno para ser verdad. Con aquella declaración, Curtis McIntyre cavaba la tumba de David Barney, pero yo no acababa de creérmelo. Barney se negaba a hacer declaraciones en la actualidad, casi cinco años después del suceso, dos años después de la absolución. Por lo que había dicho Lonnie, conseguir que el tipo hablara, incluso a favor suyo, era más difícil que extraerle la muela del juicio. ¿Por qué iba ese hombre, así por las buenas, a abrirle su corazón a un retrasado mental como Curtis? En fin, nunca es sencillo explicar las contradicciones de la naturaleza humana. Puse en marcha el motor y arranqué.
Según los informes, Simone Orr, la hermana de Isabelle Barney, vivía aún en la finca que tenían los Barney en Horton Ravine, uno de los dos barrios preferidos por los ricos de Santa Teresa. Los folletos de propaganda de la Cámara de Comercio dicen que Horton Ravine es una «joya centelleante en un vergel», lo que da una idea del estilo hinchado e hiperbólico de estas publicaciones. Los Montes de Santa Inés dominan el horizonte septentrional. Al sur se extiende el océano Pacífico. Las vistas se califican siempre de «espectaculares», «fabulosas», «extraordinarias».
En los anuncios de fincas que describen la zona abundan términos como «tranquilidad» y «sosiego». A cada sustantivo se le añade automáticamente un adjetivo para darle sustancia y el matiz indicado. Las parcelas «lujuriantes y geométricamente perfectas» son grandes, de dos hectáreas por término medio y con corral para los caballos. Las «espaciosas y elegantes» mansiones están alejadas de las avenidas, que serpentean por lomas y colinas «tachonadas» de laureles, sicómoros, robles virginianos y cipreses. Mucho «tachonado» y «rodeado de».
Estas cosas y otras parecidas canturreaba para mí mientras recorría el largo sendero sinuoso que conducía a la recoleta y majestuosa entrada de aquella villa clásica de estilo mediterráneo, desde la que se disfrutaba de un arrebatador panorama de los sosegados montes y el océano proceloso. Me adentré en el patio de losas y estacioné el Escarabajo de segunda mano entre un Lincoln y un BMW. Bajé, accedí a un jardín amurallado y crucé el hermoso pórtico. Toda la propiedad, con sus dos hectáreas de superficie, estaba tachonada de árboles de hoja perenne, helechos lujuriantes y palmeras de importación. Y dos jardineros, cada uno en un extremo, estiraban una manguera de cuatrocientos metros.
Había llamado a Simone para anunciarle mi llegada y ella me había dado instrucciones precisas para localizar el chalecito donde vivía y que estaba en la terraza inferior, rodeado de cespederas lujuriantes y construcciones secundarias como la sala de billares y el cobertizo de las herramientas. Rodeé el ala oriental de la mansión, que según me habían dicho la diseñó un conocidísimo arquitecto de Santa Teresa cuyo nombre yo no había oído en mi vida. Crucé una terraza, decorada con azulejos españoles, donde había una piscina de fondo negro, con cascada sobre roca volcánica, termas y minipiscina infantil, todo ello cercado por setos perfectamente cincelados de lantana y tejo. Bajé por unas escaleras y recorrí el sendero de losas que conducía a un chalet de madera pegado a la falda de la colina.
Era una construcción pequeña, de tablas y listones, con tejado a dos aguas de mucha pendiente y flanqueada por tres terrazas de madera. El exterior estaba pintado de azul, salvo unas cenefas blancas. La parte superior de todo el perímetro de la casa consistía en una yuxtaposición de ventanas enmarcadas en madera. La puerta era de dos secciones y la superior se encontraba abierta. El mes de diciembre suele ser en Santa Teresa lo que es la primavera en otros puntos del país: tiempo fresco, algo de lluvia y brillante cielo azul.
Me detuve, fascinada por el espectáculo. Tengo una debilidad especial por las casas pequeñas y recogidas, supongo que por un evidentísimo deseo de volver al seno materno. Al morir mis padres, nada más irme a vivir con mi tía soltera, me hice una casa para mí sola con una caja grande de cartón. Acababa de cumplir cinco años y aún me acuerdo de la devoción con que amueblé aquel refugio de paredes estriadas. El suelo estaba alfombrado de cojines; tenía una manta y una lámpara de porcelana azul con una bombilla de sesenta vatios que caldeaba el interior hasta convertirlo en una pesadilla tropical. Me tumbaba allí dentro y leía tebeos hasta que me cansaba. Mi favorito trataba de una chica que se encontraba con un gnomo llamado Twig que vivía en una lata de tomate boca abajo. Fantasías dentro de otras fantasías. No recuerdo haber llorado. Durante cuatro meses no hice más que canturrear y devorar los volúmenes de mi biblioteca de tebeos privada, un circuito cerrado para mantener a raya el dolor. Me gustaba comer bocadillos de queso con pepinillos en salmuera como los que hacía mi madre. Me los preparaba yo, porque era la única que conocía la receta. A veces sustituía el queso por mantequilla de cacahuete y no notaba la diferencia. Mi tía se dedicaba a lo suyo y no interfería en la evolución de mis emociones. Mis padres murieron justo en el Memorial Day. Empecé a ir a la escuela en otoño de aquel año…