– ¿Es usted Kinsey?
Me volví para mirar a la mujer como si despertara de un sueño.
– Sí. Y usted es Simone, ¿verdad?
– En efecto. Mucho gusto en conocerla. -Empuñaba unas tijeras de jardinería y una cesta de mimbre llena de flores recién cortadas que dejó en el suelo. Sonrió con parquedad cuando alargó la mano para estrechar la mía. Calculé que rondaría los cuarenta. Era un poquitín más baja que yo, fornida y ancha de espaldas, detalles que trataba de disimular con la indumentaria. Tenía el pelo rubio rojizo, algo más oscuro a la altura de las raíces; se había hecho la permanente y los rizos le llegaban hasta los hombros. Tenía la cara cuadrada, la boca ancha, los ojos de un azul impersonal, las pestañas ennegrecidas con rímel y las cejas finas y rojizas. Llevaba un conjunto con estampados geométricos negros y blancos: una cazadora de seda encima de un blusón negro y una falda larga cuyo dobladillo rozaba la caña de las botas negras de ante. Tenía los dedos gruesos y rastros de laca en las uñas. No llevaba joyas y apenas una capa de maquillaje. Al cabo de un rato me di cuenta de que se apoyaba en un bastón. La observé mientras se lo pasaba de la mano izquierda a la derecha. Cambió de postura y se apoyó en él al inclinarse para coger la cesta que había dejado en el suelo.
– Quiero ponerlas en agua. Vamos dentro. -Abrió la parte inferior de la puerta y la seguí.
– Siento molestarla otra vez con la misma historia -dije-. Sé que ya habló con Morley Shine hace unos meses. Supongo que se habrá enterado de su fallecimiento.
– He visto la necrológica en el periódico esta misma mañana. Lo primero que hice fue llamar a Lonnie y me dijo que ya me llamaría usted. -Se dirigió a la pequeña cocina embaldosada y se acercó a un saliente que servía de banco de carpintero y de barra de bar, y que tenía debajo dos taburetes de madera. Enganchó el bastón en el borde del saliente, cogió una jarra de vidrio, la puso bajo el grifo y la llenó de agua. Juntó las flores con elegancia, las introdujo en la jarra, puso ésta en el alféizar y se secó las manos con un paño-. Siéntese -dijo. Sacó un taburete y se encaramó en él mientras yo hacía lo propio.
– Trataré de ser lo más breve posible -dije.
– Si es para crucificar a ese gusano, tómese todo el tiempo que quiera.
– ¿No resulta un poco desagradable vivir en la misma zona, a cien metros de donde vive él?
– Eso espero -dijo. Y con tanto resentimiento que las palabras vibraron. Miró hacia la mansión-. Si a mí me resulta desagradable, imagínese lo que tiene que resultarle a él. Le revienta que no quiera irme. Daría cualquier cosa por echarme.
– ¿Puede hacerlo?
– Si yo no quiero, no. Isabelle me legó el chalet en el testamento. La finca la compraron ella y Kenneth hace muchos años. Les costó una fortuna. El matrimonio se deshizo y ella se la quedó en el reparto de bienes. Cuando se casó con David, no se incluyó entre los bienes gananciales. Incluso le hizo firmar un convenio prematrimonial.
– Todo muy práctico, ¿no? ¿Hizo lo mismo con los demás maridos?
– No le hizo falta. Los dos primeros eran ricos. Kenneth fue el segundo. Con David fue distinto. Todos le decían que iba detrás de su dinero. Seguramente creyó que el convenio prematrimonial demostraría que no era así. Menudo chasco.
– Entonces, ¿no es propietario legal de la finca?
Simone negó con la cabeza.
– Isabelle rehízo el testamento y se la dejó en usufructo. Cuando muera, y ojalá ocurra pronto, pasará a Shelby, la hija de Isabelle. El chalet es mío, mientras siga con vida, naturalmente. Cuando me muera, volverá a manos de quien posea la finca legalmente.
– ¿Y no tiene usted miedo?
– ¿De David? En absoluto. Ha matado impunemente una vez, pero no tiene un pelo de tonto. Lo único que tiene que hacer es mantenerse firme. Si gana el juicio civil, se queda con todo, ¿no?
– Eso tengo entendido.
– Puede salir triunfante y más fresco que una rosa. No le conviene dar ningún paso en falso. Si me ocurriese algo, él sería el primer sospechoso.
– ¿Y si pierde?
– Sospecho que ya ha comprado el billete para huir a Suiza. Estoy convencida de que ha estado pasando dinero a alguna cuenta secreta. Es demasiado listo para matar por segunda vez. No tendría lógica.
– Pero, ¿por qué Isabelle dispuso las cosas de ese modo? Fue como tentar al diablo. Tal como yo lo veo, habría podido sucederle lo peor igualmente entre la firma del convenio prematrimonial y el momento de rectificar el testamento.
– Estaba enamorada de él. Quería hacer bien las cosas por él. Pero además era una mujer práctica. Era su tercer marido y no quería que la desvalijaran. Mírelo desde su punto de vista. Cuando una se casa, no piensa que el marido vaya a matarla. Porque si de veras se teme que ocurra, entonces no hay boda. -Miró el reloj-. Dios mío, es casi la una. No sé qué sentirá usted, pero yo me muero de hambre. ¿Ha comido ya?
– Haga lo que tenga que hacer -dije-. No voy a quedarme mucho rato. Ya comeré algo por el camino cuando vuelva a la oficina.
– No es ninguna molestia. Quédese, por favor. Iba a prepararme unos bocadillos. Y preferiría comer acompañada.
Me pareció una invitación sincera y esbocé una sonrisa por toda respuesta.
– Está bien, se lo agradezco.
5
Se acercó a la cocina y empezó a sacar cosas del frigorífico.
– ¿Quiere que la ayude?
– No, gracias. Además, en esta cocina no cabemos las dos. Los hombres la encuentran agradable, a no ser que les guste cocinar. Entonces me echan de aquí y tengo que ponerme donde está usted.
Me volví a medias para mirar la parte que tenía detrás.
– Una casa preciosa -observé.
Se ruborizó con satisfacción.
– ¿Le gusta? La proyectó Isabelle; fue lo primero que hizo profesionalmente.
– ¿Estudió arquitectura? No lo sabía.
– Bueno, la verdad es que no, pero en ciertos aspectos pasaba por profesional. Eche un vistazo, si quiere. Sólo tiene treinta metros cuadrados.
– ¿Sólo? Parece más grande. -Salí al porche con ganas de ver cómo se relacionaba la distribución general con el interior. Con las ventanas abiertas de par en par, podía seguir hablando con ella mientras daba la vuelta a la casa. El chalet parecía construido en miniatura, como si las dimensiones normales se hubieran reducido a las de una casa de muñecas para adultos. No faltaba detalle alguno, ni se había desaprovechado el espacio. Descubrí incluso una pequeña chimenea. Me asomé al interior para ver el hogar y la campana, y todo era de una pieza. Algunas superficies interiores, como el fogón, los zócalos y la parte inferior de las repisas, se habían cubierto con azulejos pintados con motivos florales blanquiazules-. Es precioso.