Выбрать главу

A Simone se le iluminó la cara con una sonrisa.

Me aparté de la ventana y rodeé la casita. Allí donde daba el sol había hierbas aromáticas. Cada vez que soplaba la brisa percibía el aroma del tomillo y la albahaca. El chalet estaba en una cornisa del terreno cubierta de hierba y que tenía forma de media luna; más allá del borde caía en pendiente la falda de la loma, sembrada confusamente de robles virginianos y carrascas. En el horizonte se divisaban las montañas que se alzaban al otro lado de Santa Teresa. Volví a entrar por la única puerta de la casa, que daba directamente a la cocina.

– Tendría usted que ver mi casa. Produce la misma impresión que ésta. Una especie de refugio en pequeño.

Proseguí la inspección mientras Simone cortaba una hogaza de pan en rodajas. Los muebles imitaban el estilo rústico: una mesa de madera de pino, dos sillas de asiento de mimbre, una arquimesa rinconera con vidrios teñidos de azul, una cama de latón con un edredón encima, blanco sobre blanco. El cuarto de baño era pequeño y la única estancia de la casa totalmente cerrada. Lo demás se reducía a una sala única con zonas definidas según la función que desempeñaban. Todo estaba al descubierto, aireado, en orden, lleno de luz. Cada detalle era perfecto, como en una revista de interiorismo. Había vistas desde las ventanas delanteras y laterales, pero no desde atrás, punto donde la cuesta ascendía con inclinación pronunciada hacia la casa principal.

Acerqué el taburete al saliente de la cocina y la observé mientras preparaba los bocadillos. Había sacado ya los platos, los cubiertos y las servilletas blanquiazules de hilo, y me lo entregó todo. Puse la mesa para dos.

– Si no estudió arquitectura, ¿cómo hizo los planos?

– Trabajó como ayudante, sin cobrar, en el despacho de un arquitecto local. No me pregunte por qué la aceptó aquel hombre. Iba cuando le apetecía y hacía lo que le gustaba.

– No está mal -dije.

– Allí conoció a David, que trabajaba en el mismo despacho. El jefe de Isabelle se llamaba Peter Weidmann. ¿Ha hablado ya con él?

– No, pero quiero hacerlo en cuanto me vaya.

– Estupendo. Peter y Yolanda viven cerca. A kilómetro y medio de aquí. Él es un hombre simpático, ya jubilado. Le enseñó un montón de cosas. A Isabelle, que era una artista nata, le faltaba disciplina. Podía hacer lo que se propusiera, pero perdía el tiempo divagando, fantaseando con ideas grandiosas que no ponía en práctica por pereza. Dejó de interesarse por un sinfín de cosas; hasta que se dedicó a esto.

– ¿A qué?

– A proyectar casas pequeñas. La mía fue la primera. Los de Santa Teresa Magazine se enteraron y publicaron un reportaje con muchas fotos. La reacción fue increíble. Todo el mundo quería una.

– ¿Para los invitados?

– Y para los hijos, para los suegros, para instalar un estudio, para retirarse a meditar. Lo bueno que tienen es que se pueden construir en cualquier sitio… siempre que se tenga un terreno, claro. Cuando se dispararon los encargos, Isabelle y David abandonaron el despacho de Peter. Los dos se dedicaron al negocio y se enriquecieron de la noche a la mañana. Se hablaba de ella en todas partes, en las publicaciones de moda y en las de siempre. En Architectural Digest, en House & Garden, en Parade. Y ganó un montón de premios. Era asombroso.

– ¿Y David? ¿Qué papel tenía en el negocio?

– Isabelle no podía prescindir de él, por su formación insuficiente. Ella creaba los diseños, hacía los bosquejos preliminares y perfilaba los planos. David tenía el título y estaba colegiado, de modo que era responsable de trazar los proyectos, de los fotograbados, de las especificaciones y cosas por el estilo. Además, buscaba clientes, se encargaba de la publicidad… el trabajo más duro y difícil, en efecto. ¿No se lo habían contado?

– En absoluto -dije-. Conocí a Ken Voigt anoche y me habló de Isabelle muy por encima. Como ya le dije por teléfono, he leído todo lo que consta en los expedientes, pero ignoro los detalles. ¿Cómo le sentaba a Barney que ella se llevase toda la fama?

– Mal, supongo, pero, ¿qué podía hacer? Antes de conocerla no era nadie, y lo mismo se podría decir de Peter Weidmann.

Simone se acercó a la mesa con un recipiente de té con hielo y una bandeja de bocadillos. Nos pusimos a comer. Las rebanadas de pan integral, untadas con mantequilla, eran finísimas. Del bocadillo colgaban unas hojuelas que parecían adornos de jardín.

– Berro -dijo Simone al ver mi expresión.

– Mi planta favorita -murmuré; descubrí que además sabía bien, picantito y jugoso-. ¿Tiene alguna foto suya?

– Naturalmente. Enseguida se la enseño.

– No hay prisa, no se preocupe. ¡Qué bueno está! -dije con la boca llena, pero ella ya se había levantado; se dirigió a la mesita de noche y volvió al cabo de unos segundos con un portarretratos de plata con adornos.

Me lo entregó y volvió a sentarse.

– Éramos gemelas. Parecidas, pero no idénticas. Ahí tenía veintinueve años.

Observé la foto. Era la primera imagen que veía de Isabelle Barney. La encontré más guapa que Simone. Tenía la cara redonda, y el pelo castaño y lustroso le caía con gracia hasta los hombros; dos mechas sedosas le enmarcaban los pómulos pronunciados. Ojos de color castaño claro, nariz breve y ancha, boca grande y maquillaje mínimo, si llevaba alguno. Vestía una especie de camiseta escotada, del mismo color castaño oscuro que el cabello. Resulta que sin darme cuenta me había puesto a mover la cabeza en sentido afirmativo.

– Sí, se parecen bastante. ¿Podría hablarme usted de sus padres?

Le devolví el portarretratos y lo dejó apoyado en un extremo de la mesa. Isabelle nos observaba con seriedad cuando se reanudó la conversación.

– Nuestros padres eran pintores y un poco excéntricos. Como la familia de mi madre tenía dinero, no se preocuparon por ganarlo. Un verano se fueron a Europa con la intención de pasar seis semanas y acabaron quedándose diez años.

– ¿Y qué hicieron?

Dio un bocado al emparedado y lo masticó un poco antes de responder.

– Vagabundear. No lo sé con exactitud. Viajaban, pintaban y vivían como bohemios. Supongo que se mantendrían en la periferia de la sociedad bienpensante. Expatriados, como Hemingway. Volvieron a Estados Unidos al estallar la segunda guerra mundial y, no sé cómo, aterrizaron en Santa Teresa. Creo que leyeron algo sobre la ciudad en no sé qué libro y les pareció un lugar interesante. Entretanto, se les acabó el dinero y mi padre se dijo que había que prestar más atención a las finanzas. Todo les salió a pedir de boca. Cuando nacimos Isabelle y yo, ya estaban nadando otra vez en la abundancia.

– ¿Cuál de las dos nació primero?

Tomó un sorbo de té helado y se secó los labios con una servilleta.

– Yo nací treinta minutos antes que Isabelle. Nuestra madre tenía cuarenta y cuatro años cuando nos dio a luz y nadie abrigaba la menor sospecha de que se trataba de dos mellizas. No se había quedado embarazada hasta entonces, y cuando dejó de tener la menstruación, creyó que era la menopausia. Pertenecía al movimiento Ciencia Cristiana y se negó a que la reconocieran los médicos hasta el último minuto; sólo dejó que mi padre la llevase al hospital cuando hacía ya quince horas que había comenzado el parto. Nada más tenderse en la mesa del quirófano, aparecí yo. Mi madre estaba ya a punto de bajar de la mesa para volver a casa, convencida de que todo había terminado, y el médico también. Éste esperaba a que bajara la placenta, pero en vez de la placenta salió Isabelle.

– ¿Viven todavía sus padres?

Negó con la cabeza.

– Murieron con un mes de diferencia. Teníamos diecinueve años entonces. Isabelle contrajo su primer matrimonio ese mismo año.

– ¿Está usted casada?

– No. Pero con tanto cuñado, es como si me hubiera casado yo misma.