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– ¿Voigt fue el segundo?

– Exacto. El primero tuvo un accidente mientras estaba en una barca y se mató.

– ¿Qué se siente cuando se es melliza? ¿Eran ustedes iguales?

– No, en absoluto, más bien diametralmente opuestas. Isabelle heredó todas las virtudes de la familia y también los vicios. No tenía igual en cuestiones artísticas, pero le costaba tan poco que no se lo tomaba en serio. En cuanto dominaba una técnica, perdía el interés. Dibujaba, pintaba, un poco de todo. Se dedicaba a la orfebrería, a la escultura. También se interesaba por los tejidos, hacía cosas fabulosas y de pronto le entraba la inquietud. Se sentía insatisfecha. Siempre quería hacer algo diferente. En cierto modo, las casas pequeñas fueron su salvación, aunque si hubiera vivido más tiempo quizás hubiesen acabado por aburrirla.

– Según Ken, tenía problemas con la autoestima.

– Entre otras cosas. Tenía todos los síntomas de las personas adictas a las drogas. Fumaba. Bebía. Tomaba pastillas con cualquier pretexto. Fumaba dos o tres porros diarios. Incluso tomó ácido durante una época.

– ¿Y cómo se las arreglaba para trabajar? Yo habría estado para el arrastre.

– No le afectaba en absoluto. Además, podía comprar cualquier sustancia que se le antojase, lo cual no dejaba de ser una lástima. Nunca tuvo necesidad de trabajar, ya que habíamos heredado el dinero de nuestros padres. Por suerte nunca le dio por la cocaína, de lo contrario se habría quedado sin blanca.

– ¿No sufría usted al verla tan desquiciada?

– Todos sufríamos. Yo siempre era la fuerte, maternal, responsable. Supongo que porque éramos muy jóvenes cuando murieron nuestros padres. Seguí sintiéndome su madre incluso cuando se casó. Yo la admiraba mucho, pero era una mujer muy difícil. No podía relacionarse con nadie con cierta continuidad. En lo cotidiano, no tenía nada que ofrecer. Siempre estaba sumida en sí misma. Siempre era yo, yo, yo.

– Egocéntrica, vamos -dije.

– Sí, pero no quisiera que me malinterpretase. Poseía cualidades fabulosas. Era cordial, ingeniosa y muy brillante. Y divertida. Sabía cómo pasárselo bien y entretenerse. Me enseñó mucho en este sentido.

– Hábleme de David Barney.

– David. Es un animal -dijo, pero se detuvo a reflexionar unos instantes-. Procuraré ser imparcial. Creo que es guapo. Encantador. Trivial. Vivía en Los Angeles con su mujer, pero se mudaron cuando David entró a trabajar en el despacho de Peter.

– ¿Estaba casado?

– No le duró mucho.

– ¿Y su ex mujer?

– ¿Laura? Tiene que andar por ahí todavía. Cuando David la echó, no tuvo más remedio que ponerse a trabajar, como todas las ex esposas que conozco. Santo Dios, divorciarse está resultando un mal negocio para las mujeres últimamente. Por cada hombre que afirma que ha sido víctima de una tunanta, conozco a seis, ocho, diez mujeres económicamente estafadas. Bueno, estoy segura de que ella figura en la lista.

– Prosiga, por favor.

– Pues bien, David era un esnob. Trabajar para vivir le gustaba tan poco como a Isabelle, con la diferencia de que a ella le gustaba el trabajo que hacía. Quiero decir que Isabelle se convirtió en una celebridad de la noche a la mañana y disfrutaba con esa sensación. Él la instaba a comercializar lo que producía mientras diera beneficios, antes de que empezase a declinar. Planeaba prefabricar las casas y negociar con permisos de construcción. No sé muy bien qué se proponía, pero a ella no le gustaba. Por entonces ya le había desilusionado la relación con David y se sentía agobiada y acosada. Quería huir.

– Si se hubieran divorciado, el negocio se habría considerado un bien ganancial, ¿no?

– Desde luego. Se habría dividido y él habría salido perdiendo. ¿Y para qué necesitaba ella a David? Habría encontrado docenas de hombres para sustituirlo, mientras que de él no se podía decir lo mismo. Sin ella, David no era nada. Por otra parte, si Isabelle fallecía, el negocio se lo quedaba él; bueno, más o menos. La parte de Isabelle habría ido a parar a Shelby, pero una niña de cuatro años no creo que preocupase a David. Isabelle había dibujado ya tantos bocetos que David habría tenido trabajo hasta la eternidad. A todo esto hay que añadir el seguro de vida. También aquí le corresponde una parte a Shelby pero, aun así, David se quedará con un buen pellizco.

– Si gana -dije-. ¿Dónde está la casa que alquiló David cuando se separaron?

Alargó la mano hacia el mar.

– Cuando se acabe el sendero, gire a la izquierda y siga recto unos ochocientos metros. Verá una monstruosidad grande y blanca, una de esas casas que se construyen hoy con vidrio y hormigón… Es tan fea que no tiene pérdida.

– ¿Se puede ir y venir andando sin esfuerzo?

– Está tan cerca que David habría podido venir nadando.

– ¿Estaba usted aquí la noche en que la mataron?

– Bueno, sí, pero no oí el disparo. Me había llamado un rato antes para decirme que los Seeger iban a retrasarse. La habían telefoneado para decirle lo del coche y no quería que me preocupara si veía encendidas las luces de la casa. Charlamos un rato y parecía entusiasmada. Lo había pasado muy mal.

– ¿Por el acoso de David?

– Y las peleas y las amenazas. Su vida era un infierno, pero le hacía ilusión ir a San Francisco, pensaba ir de compras, al cine, a restaurantes.

– ¿A qué hora habló con ella?

– A eso de las nueve, creo. No muy tarde. Isabelle era ave nocturna, pero sabía que a las diez yo ya estaba en la cama. Me di cuenta de que pasaba algo anormal cuando se presentó Don Seeger. Dijo que estaba preocupado porque habían llamado a la puerta e Isabelle no respondía. La mirilla había desaparecido y el agujero parecía quemado. Me puse una bata, cogí las llaves y fui con él a la casa principal. Me sentía como un autómata, totalmente aturdida. Y hacía un frío… Fue espantoso, la peor noche de mi vida. -Vi que le despuntaban las lágrimas y que la cara se le contraía de dolor. Sacó del bolsillo un pañuelo de papel y se sonó la nariz-. Perdone -murmuró.

La miré con fijeza.

– ¿De verdad cree que la mató David?

– No me cabe la menor duda. Pero no sé cómo podría demostrarlo.

– Yo tampoco -dije.

Eran las tres menos veinticinco cuando salí de la casa de Simone y volví al coche. Había comenzado a levantarse una espesa niebla procedente del mar y el panorama se había vuelto borroso. La luz vespertina tenía ya la cualidad gris del ocaso y el aire se había vuelto frío. Pasar cerca de la mansión me resultó particularmente desagradable. Eché un vistazo rápido a las ventanas que daban al patio. Había luz en la sala, pero las habitaciones superiores estaban a oscuras. Nadie pareció advertir mi proximidad. El BMW seguía aparcado en el mismo lugar de antes. El Lincoln había desaparecido. Abrí la portezuela del coche y me instalé ante el volante. Introduje la llave en el contacto y me detuve a observar la casa otra vez.

En el primer piso había una galería abierta, una sucesión de columnas blancas cubiertas por una techumbre de tejas rojas. Por las columnas había trepado una enredadera que avanzaba ya por el alero, verde trenzado con flores blancas, aromáticas sin duda, aunque habría que acercarse para comprobarlo. La puerta principal estaba cortada por la sombra de la terraza superior y medio oculta además por las ramas de los robles virginianos que atestaban el jardín amurallado. Como el sendero era largo y en pendiente, la casa no se veía desde la carretera que discurría más abajo. Cualquiera que pasase por allí podría ver quizás a una persona que entrara o saliese, pero, ¿quién estaba levantado a la una y media de la madrugada por aquellos andurriales? Tal vez algún adolescente después de dejar en casa a la novia. ¿Y si aquella noche había habido un concierto, un espectáculo teatral o cualquier otro acontecimiento del que los vecinos no hubieran regresado hasta la madrugada? Tendría que volver a repasar los periódicos para saberlo. Habían matado a Isabelle en la madrugada del día 26 de diciembre, momento no muy prometedor en principio. Que hasta entonces nadie hubiera sido capaz de aportar información hacía que la posibilidad de un testigo fuera poco menos que inverosímil.