Arranqué, puse la marcha atrás y reculé hacia mi izquierda para bajar por el sendero. David Barney había declarado que la noche de la muerte de Isabelle había salido a hacer footing. Footing nocturno, claro, y en un barrio más oscuro que un túnel durante un eclipse de sol. Buena parte de Horton Ravine parecía alzarse en pleno campo, con tramos boscosos sin farolas ni aceras. Aunque nadie podía confirmar su declaración, nadie la desmentía. Y que la policía no hubiese encontrado ni una fracción de prueba que vinculara a Barney con la escena del crimen no mejoraba en absoluto las cosas. No había testigos, no había arma, no había huellas dactilares. ¿Con qué recursos pensaba Lonnie empapelar a aquel sinvergüenza?
Bajé por el sendero y torcí a la izquierda al llegar al final. Tenía un ojo puesto en el cuentakilómetros y el otro en la avenida y pasé ante varias casas hasta que vi la que buscaba, la que había alquilado David Barney al abandonar la de Isabelle. Ahí estaba: una carpa de circo pero en versión arquitectónica: argamasa blanca vertida con la hormigonera y un tejado inclinado como una cuña que se proyectaba en abanico a partir de un poste central. Cada sección triangular se apoyaba en tres cañerías metálicas pintadas de colores alegres. Casi todas las ventanas tenían forma irregular y se habían biselado para explotar al máximo la vista oceánica. Lo lógico era pensar que los suelos interiores serían de cemento armado y que las cañerías y los tubos de la calefacción estarían al descubierto y sin pintar. Añadid unas cuantas planchas de plástico ondulado y una entrada prefabricada por Hierbajos Smith y tendréis la típica construcción que Metropolitan Home calificaría de «firme», «rigurosa» e «iconoclasta». También la hubiera tachado de «bazofia sin remedio». Paga lo suficiente por lo que sea y automáticamente se convertirá en objeto de buen gusto.
Aparqué junto a la cuneta y volví andando por la avenida. Llegué al sendero de la casa de Isabelle en siete minutos exactos. En ascender por el mismo sendero se tardaría a lo sumo otros cinco minutos. Quien recorriese el trayecto de noche, sin querer que le viera nadie, tendría que esconderse entre los arbustos cada vez que pasara un vehículo. Encontrarse con otros peatones a aquella hora era poco probable. Al volver al coche, volví a cronometrar el trayecto. Esta vez ocho minutos, aunque lo había hecho a paso relajado. Tomé nota del número que figuraba en los buzones que flanqueaban la avenida. Tal vez los vecinos supiesen algo de interés. Tendría que preguntar de puerta en puerta para quedarme totalmente tranquila.
La cita con los Weidmann se había concertado para las tres y media, o sea que aún disponía de veinte minutos. En casi todas las investigaciones que realizo por encargo, el objetivo de la operación es levantar la caza: efractores, morosos, malversadores de fondos, artistas del timo, estafadores de las compañías de seguros. De vez en cuando me encargan que busque personas desaparecidas, pero el proceso es semejante y viene a ser como repasar un tejido de punto hasta que se encuentra un hilo suelto. Si se tira del hilo indicado, se deshará toda la prenda. El presente caso era diferente. Aquí se conocía al bribón. La cuestión no era saber quién, sino cómo echarle el guante. Morley Shine había hecho ya una investigación completa (aunque sin método) y había desembocado en un callejón sin salida. Ahora me tocaba a mí, pero, ¿acaso quedaba algo por hacer? Me puse a hacer rayas y dibujos en el cuaderno con la esperanza de que se me ocurriese algo. Los dibujos se parecían mucho a huevos de avestruz.
6
He comprobado que los ricos se dividen en dos clases: los que tienen dinero y los que tienen más. ¿Para qué conquistar una posición si no se está un poco por encima de los del mismo grupo? Que todos los ricos formen un grupo aparte no quiere decir que renuncien al deseo individual de que se les considere superiores. El círculo se vuelve así más selecto y los criterios más inalcanzables. La valoración de los inmuebles particulares puede servirnos de ejemplo. Las grandes mansiones, si bien se distinguen sin esfuerzo de las casas unifamiliares de ciudadanos de renta media, pueden clasificarse igualmente de acuerdo con dos o tres parámetros de fácil asimilación. Lo primero en que hay que fijarse es en el tamaño y la situación. Por cierto: cuanto más ancho sea el sendero del garaje, más puntos. Un guarda privado de seguridad o una traílla de perros adiestrados para el ataque siempre son más distinguidos, como es lógico, que los sistemas electrónicos de alarma, a menos que sean de película con efectos especiales. Por lo demás, conviene fijarse en detalles como los pabellones para los huéspedes, las verjas puntiagudas, las piscinas embaldosadas con espejos, los setos de perfil artístico y la iluminación exterior. Las sutilezas, naturalmente, variarán de una comunidad a otra, pero no convendría pasar por alto ninguna de las categorías enumeradas cuando se hace una estimación de la riqueza personal.
Los Weidmann vivían en Lower Road, una de las calles menos prestigiosas de Horton Ravine. A pesar del postín del barrio, la mitad de las viviendas era de lo más común. La suya carecía de distintivos: una sola planta de fachada pintada de verde, con un porche de barandillas de hierro y tejado plano de material rocoso. Pese a la extensión de la propiedad y el bonito paisaje que la enmarcaba, la proximidad de la calle le restaba interés. Como Peter Weidmann era arquitecto, había esperado algo exuberante, un pabellón de juegos o una piscina interior, detalles que habrían reflejado el amplio alcance de su ingenio proyectista. Aunque tal vez éste se resumiera en lo que tenía ante mí.
Dejé el coche en la zona asfaltada que había a un lado del edificio. Una vez en el porche, llamé al timbre y esperé. Pensé en la posibilidad de que me abriese una doncella, pero a quien vi fue a la señora Weidmann en persona. Debía de tener setenta y tantos años e iba elegantemente ataviada con un chándal de rayón negro y unos zapatos de paseo.
– ¿La señora Weidmann? Soy Kinsey Millhone -dije, tendiéndole la mano con educación.
El ademán pareció desconcertarla y se produjo un embarazoso momento de silencio e inmovilidad hasta que me imitó y nos estrechamos la mano. Hubo algo en su titubeo -repugnancia o gazmoñería- que me creó cierta reserva interior. Su pelo era un rígido casco de color rubio platino, dividido por una raya central de la que partían dos rizos tiesos y semejantes a los cuernos de un carnero. Mostraba bolsas debajo de los ojos y los párpados superiores habían comenzado a descolgársele hasta el punto de reducirle el iris a un simple destello azul. Tenía la piel de color melocotón, las mejillas teñidas de rosa subido. Parecía como si acabara de perder en un campeonato de halterofilia, pero una inspección más minuciosa me reveló que únicamente se trataba de que se había puesto una base y un maquillaje demasiado vivo para el tono de piel que tenía. Se me quedó mirando como si esperase la típica cantinela de la vendedora a domicilio.
– ¿De qué se trataba? Me temo que lo he olvidado.
– Trabajo para Lonnie Kingman, el abogado que asesora a Kenneth Voigt en la demanda que ha interpuesto contra David Barney…
– Ah, sí, sí, sí. Desde luego. Usted quería hablar con Peter acerca del asesinato. Terrible. Creo que dijo usted que había fallecido otra persona. El investigador aquél, ¿cómo se llamaba?… -Se golpeó la frente con los dedos como para estimularse la memoria.
– Morley Shine -dije.
– Sí, eso es. -Bajó la voz-. Un hombre espantoso. No me gustaba.
– ¿En serio? -dije, poniéndome de inmediato a la defensiva. Siempre había pensado que Morley era un buen investigador, además de un hombre simpático. La señora arrugó la nariz y las comisuras de la boca se le curvaron hacia arriba.