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Reflexionó durante unos momentos y llegó a la conclusión de que mi petición tenía su lógica.

– Era desdichada. No se me ocurre nada más.

– ¿Cuánto tiempo trabajó para usted?

– Algo más de cuatro años. Fue una especie de aprendizaje informal.

– Simone me dijo que no había estudiado arquitectura -dije.

– Es cierto. No tenía educación formal, pero sí ideas asombrosas, y rebosaba de entusiasmo. Era como si una misma fuente alimentara su creatividad y su sentido de la autodestrucción.

– ¿Era maniacodepresiva?

– Parecía vivir al límite de la angustia, y por eso bebía.

– Bebía porque estaba alcoholizada -intervino Yolanda.

– Eso no lo sabemos -puntualizó Peter.

Yolanda se carcajeó y se palmeó el pecho para calmar la hilaridad.

– ¿Por qué los hombres no admiten nunca que las mujeres hermosas también tienen defectos?

Noté que la tensión volvía a concentrárseme en la nuca.

– ¿Qué clase de hombre es David Barney? Creo que es arquitecto. ¿Es valioso como tal?

– Es un carpintero con pretensiones -dijo Yolanda.

Peter sacudió la mano.

– Técnicamente es muy bueno -dijo.

– ¿Técnicamente?

– No es una crítica -añadió Peter.

– Es el acusado. Puede usted criticarle cuanto quiera.

– No tengo motivos. A fin de cuentas, somos del mismo gremio, aunque me he retirado. Esta es una ciudad pequeña. Y no soy quién para hacer comentarios sobre sus cualidades.

– ¿Y sobre la persona?

– Nunca me ha interesado personalmente.

– Peter, por el amor de Dios. ¿Por qué no le dices la verdad? No aguantas a ese hombre. Nadie lo soporta. Es taimado y desleal. Manipula todo lo que puede…

– Yolanda…

– Deja de decir «Yolanda». Esta mujer quiere opiniones y yo le doy la mía. Te preocupas tanto por el respeto que ya no sabes ni cómo se dice la verdad. David Barney es una araña. Peter pensaba que había que alternar con ellos y lo hacíamos, a pesar de mis quejas. Desde mi punto de vista, era ir demasiado lejos. Mientras estuvieron en el despacho, procuré ser amable. David me traía sin cuidado, y yo me limitaba a hacer lo que se esperaba de mí. El negocio prosperaba gracias a Isabelle y le estábamos muy reconocidos. Pero cuando se relacionó con David… la buena estrella se le torció.

El asunto se ponía interesante. Aquella mujer haría un papel estupendo en el estrado de los testigos si fuera capaz de moderar la lengua.

– ¿Cómo conseguía Isabelle tantos encargos?

– Tenía mucho dinero y se movía en los círculos indicados. Se la respetaba porque saltaba a la vista que tenía buen gusto. Y mucho estilo. Hiciera lo que hiciese, los demás siempre la imitaban.

– Cuando Isabelle y David se independizaron, ¿se quedaron con muchos clientes?

– Es bastante corriente -dijo Peter en el acto-. Sienta mal, pero sucede en todas las profesiones.

– Fue un desastre -añadió Yolanda-. Peter se retiró poco después. La última vez que los vimos fue en la fiesta nocturna que dieron durante el puente del día del Trabajo.

– ¿Cuándo desapareció la pistola?

Cambiaron una mirada. Peter volvió a carraspear.

– Nos enteramos después -respondió él.

– Nos enteramos en el momento en que ocurrió. Hubo una trifulca espantosa arriba, en el dormitorio principal. Bueno, la verdad es que no sabíamos el motivo, pero es evidente que se trataba de aquello.

– Según ustedes, ¿quién la cogió o pudo cogerla?

– Pues él, naturalmente -dijo Yolanda sin el menor titubeo.

7

Fui al despacho para pasar a máquina las notas que había tomado. La lucecita del contestador automático parpadeaba alegremente. Pulsé la tecla de oír los mensajes y escuché el que habían dejado. Era una llamada de Rhe Parsons, la amiga de Isabelle, y su voz parecía tensa y puntillosa, la de la típica persona que devuelve una llamada sólo para quitarse de encima el compromiso. Marqué su número y, mientras sonaba el teléfono al otro lado del hilo, me puse a hojear un expediente que tenía en la mesa. ¿Dónde podría encontrar un testigo que hubiese visto a David Barney en el lugar de los hechos? Lonnie lo había dicho en plan sarcástico, pero ¡menudo golpe sería! Cuatro timbrazos… cinco. Iba a colgar cuando respondieron de pronto.

– ¿Diga?

– Sí, hola, soy Kinsey Millhone. ¿Podría hablar con Rhe Parsons, por favor?

– Yo misma. ¿Quién es?

– Kinsey Millhone. La llamé y…

– Ah, sí, sí -me interrumpió-. Sobre Isabelle. Pero no entiendo qué es lo que usted quiere.

– Verá, sé que habló usted con Morley Shine hace un par de meses.

– ¿Con quién?

– El detective que se encargaba de esto. Por desgracia, sufrió un ataque…

– Jamás he hablado con nadie acerca de Isabelle.

– ¿No habló usted con Morley? Trabajaba para un abogado en relación con el proceso entablado por Kenneth Voigt.

– No sé a qué se refiere.

– Disculpe. Puede que esté confundida. ¿Le importa si se lo cuento? -Y le resumí lo del juicio y lo del trabajo para el que me habían contratado-. Le prometo no hacerle perder más tiempo del necesario, pero me gustaría charlar unos momentos con usted.

– Estoy muy ocupada. Ha llamado usted en mal momento -dijo-. Soy escultora e inauguro una exposición dentro de dos días. No puedo desperdiciar ni un solo minuto.

– Podríamos charlar mientras tomamos un café o una copa esta misma tarde. Son las cinco menos diez. Puedo pasar por donde usted quiera, a la hora que más le convenga.

– ¿Y ha de ser precisamente hoy? ¿No puede esperar una semana?

– El juicio se nos echa encima. -Todo el mundo va a cien por hora, me dije.

– Mire, no quisiera parecer cruel, pero Isabelle murió hace seis años, y le pase lo que le pase a David Barney, ella no va a resucitar. Yo no le veo ningún objeto, ¿me explico?

– Puestos a ello, nada tiene objeto -dije-. Nos podríamos volar todos la tapa de los sesos, pero no lo hacemos. Es evidente que Isabelle está muerta, pero su muerte no tiene por qué carecer de sentido.

Se produjo un silencio. Aquella mujer no quería cooperar y no me gustaba apretar las clavijas a nadie, pero el asunto era serio. Cambió de actitud, irritada todavía, aunque dispuesta a ceder un poco.

– Está bien. Doy clases de dibujo en Formación de Adultos de siete a diez. Si pasa por allí, podríamos hablar mientras trabajan los estudiantes. Más no puedo hacer.

– Perfecto. Me viene de maravilla. Se lo agradezco muchísimo.

Me dio la dirección.

– Aula diez, al fondo.

– Allí nos veremos.

Llegué a casa a las seis menos veinticinco y vi luz en la cocina de Henry. Fui de mi puerta trasera a la suya y miré por el cancel. Estaba sentado en la mecedora con el vaso diario de Jack Daniels, leyendo el periódico mientras se hacía la cena. Percibí a través de la tela metálica un mareante aroma a carne y cebolla frita. Dejó a un lado el periódico.

– Pasa.

Abrí el cancel y entré en la cocina. Comenzaba a hervir agua en un puchero y vi salsa de tomate que burbujeaba en el quemador que había detrás.

– ¿Cómo está, Henry? No sé qué estará haciendo, pero huele divino.

Habría sido guapo a cualquier edad, pero a sus ochenta y tres años estaba fabuloso: alto, delgado, con el pelo blanco como la nieve, la piel bronceada y unos ojos azules que parecían despedir fuego.

– Preparo una lasaña para después. William llega esta noche. -William era su hermano mayor, tenía ochenta y cinco años, había sufrido un ataque al corazón en agosto y andaba achacoso desde entonces. Henry, tras plantearse la posibilidad de viajar a Michigan para verle, había pospuesto la visita hasta que William mejorara. Pero al parecer se había recuperado, porque había llamado a Henry para decirle que venía.