– ¿Está mi madre dentro?
– Saldrá enseguida. ¿Eres Tippy?
– Sí -dijo con cara de sorpresa-. ¿Nos conocemos?
– Hablaba hace un momento con tu madre y dijo que ibas a venir. Me llamo Kinsey.
– ¿También das clases aquí?
Negué con la cabeza.
– Soy investigadora privada.
Amagó una sonrisa como si esperase la conclusión del chiste.
– ¿En serio?
– Sí.
– ¡Qué interesante! ¿Y qué investigas?
– Trabajo para un abogado en un caso judicial.
Se le desvaneció la sonrisa.
– ¿Por lo de mi tía Isabelle?
– Sí.
– Creí que ya se había celebrado el juicio y que le habían absuelto.
– Vamos a intentarlo otra vez, cambiando de estrategia. Con un poco de suerte, lo crucificaremos.
La cara de Tippy pareció ensombrecerse.
– Nunca me ha caído bien. Era un auténtico plomo.
– ¿Qué recuerdas?
Hizo una mueca: de resistencia, de repugnancia, con un poco de pesar tal vez.
– Poca cosa, salvo que todos llorábamos a mares. Semanas enteras. Fue espantoso. Yo tenía dieciséis años entonces. No era mi tía de verdad, pero éramos muy amigas.
Rhe salió del aula con el llavero en la mano.
– Hola, criatura. Supuse que ya estarías aquí. Veo que ya conoces a la señorita Millhone.
Tippy dio un beso a su madre en la mejilla.
– Te estábamos esperando. Pareces cansada.
– Estoy bien. ¿Y el trabajo? -le preguntó Rhe.
– Estupendo. Dice Corey que a lo mejor me suben el sueldo, pero sólo alrededor del tres por ciento.
– Déjate de charlas y vete -dijo Rhe-. ¿A qué hora tenías que recoger a Karen?
– Hace quince minutos. Voy con retraso.
Observamos los movimientos de Rhe mientras sacaba la llave del llavero; señaló con el dedo hacia el aparcamiento.
– Está en la tercera fila, a la izquierda. Lo quiero de vuelta a medianoche.
– ¡Si no saldremos hasta las doce y cuarto! -exclamó Tippy en son de queja.
– Entonces en cuanto salgáis. Y no me dejes sin gasolina, como la última vez.
– ¡Si no tenía ni gota cuando me lo dejaste!
– ¿Vas a obedecer o no?
– ¿Qué pasa? ¿Has quedado con alguien? -dijo Tippy con malicia.
– Tippy…
– Lo decía en broma. -Cogió la llave de manos de la madre y echó a andar hacia el aparcamiento con ruidoso taconeo.
– «Perdona por la molestia, mami» -exclamó Rhe a sus espaldas-. «Gracias, querida madre.»
– De nada -respondió Tippy.
Rhe cabeceó con el enfado fingido que sólo se permiten las madrazas.
– A los veinte son egoísmo puro; y cuando salen del cascarón, se casan.
– Se lo habrán dicho miles de veces, pero parece usted demasiado joven para ser su madre.
Sonrió.
– Tenía dieciséis años cuando nació.
– Parece una muchacha estupenda.
– Y lo es, gracias a los Anónimos, que la ayudaron a los dieciséis.
– ¿Alcohólicos Anónimos? ¿Habla usted en serio?
– Empezó a beber a los diez años. Yo tenía que trabajar si queríamos comer las dos y la canguro bebía como una esponja. Tip se quedaba con ella al salir del colegio y se zampaba toda la cerveza que podía. Y yo sin enterarme, pensando que tenía una niña maravillosa porque era dócil y obediente. Nunca se quejaba, ni lloriqueaba si llegaba tarde o tenía que pasar la noche fuera. Tenía amigas que eran madres solteras como yo. Lo pasaban fatal. Los críos se les iban de casa o les creaban problemas. Mi pequeña Tippy, no. Llevarse bien con ella era lo más fácil de este mundo. No era buena estudiante y cogía una gripe detrás de otra, pero por lo demás, de maravilla. Supongo que no quería darme cuenta, porque en la actualidad sé que casi siempre estaba borracha o con resaca.
– Tiene usted suerte de que se haya corregido.
– En parte se debió a la muerte de Isabelle. Nos afectó mucho e hizo que nos buscáramos la una a la otra. Perdimos a la mejor amiga que habíamos tenido, aunque justamente eso consiguió unirnos.
– ¿Cómo se enteró de que bebía?
– Llegó un momento en que bebía tanto que era imposible no darse cuenta. Cuando terminó la escuela primaria, ya no podía controlarse. Tomaba pastillas, fumaba marihuana. Se había sacado el carnet de conducir hacía seis meses y ya había tenido dos accidentes. Además, robaba todo lo que podía. A Isabelle la mataron en Navidad y lo que le cuento ocurrió en otoño. En el bachillerato faltaba a clase, suspendía los exámenes. Como no podía con ella, la eché de casa y se fue con su padre. Volvió al morir Isabelle. -Se detuvo para encender otro cigarrillo-. Ay, no sé por qué le cuento todo esto. Tengo que volver a clase. ¿Le importaría esperar un rato? Y si pudiese llevarme a casa, se lo agradecería.
– No se preocupe. La acompañaré con mucho gusto.
8
La llevé a su casa a las diez y media, al concluir la clase. Casi todos los estudiantes se habían ido ya hacia las diez y cinco; el aparcamiento se había llenado de zumbidos de motor y de haces luminosos que rasgaban la oscuridad mientras los vehículos desfilaban hacia la calle. Me ofrecí a ayudarla a recoger el material, pero contestó que si lo recogía ella sola terminaría antes. Di vueltas por el aula, inspeccionándolo todo por encima mientras Rhe vaciaba el depósito del café, lo limpiaba, guardaba los útiles de dibujo y apagaba las luces. Cerró la puerta y nos dirigimos al VW, el único coche que quedaba en el aparcamiento.
– Vivo en Montebello -dijo mientras avanzábamos hacia la verja-. Espero que no le quede demasiado lejos.
– No se preocupe. Yo vivo en Albanil, junto a la playa. Volveré por Cabana y no habrá problemas.
Giré a la derecha para acceder a Bay y luego otra vez a la derecha para entrar en Missile; después de cruzar dos bocacalles llegamos a la autopista. Me dijo cómo se llegaba a su calle. Durante tres kilómetros estuvimos hablando de cosas sin importancia mientras yo pensaba cómo obtener más información.
– ¿Cómo se enteró de la muerte de Isabelle?
– Llamó un policía hacia las dos y media y me contó lo que había pasado. Me preguntó si podía ir a la casa para hacer compañía a Simone. Me puse lo primero que encontré, corrí al coche y no paré hasta llegar a la casa. Sufrí una impresión tremenda. Mientras conducía no paraba de hablar conmigo misma, como si me faltara un tornillo. No derramé una lágrima hasta que llegué y vi la cara de Simone. Los Seeger estaban desolados, no paraban de contar lo sucedido. No sé quién se sentía más destrozado. Creo que yo. Simone estaba como en las nubes. Hasta que apareció David. Entonces ella estalló sin poder contenerse. Perdió los estribos.
– Ah, sí. Dijo que estaba haciendo footing en plena noche. ¿Le creyó usted?
– Bueno, no sé. Sí y no. Hacía años que corría por la noche. Según decía, todo estaba en silencio y no tenía que preocuparse por el tráfico ni por el humo de los tubos de escape. Creo que padecía insomnio y daba vueltas por la casa a todas horas.
– ¿Y hacía footing para agotarse cuando no podía dormir?
– Sí. Aunque, por otra parte, la noche del crimen parecía puro cuento. -Rotó un dedo en un hoyuelo imaginario de la mejilla, igual que una rubita coquetona-. «Qué casualidad. Hacía mi carrerita de las dos de la madrugada y se me ha ocurrido pasar por aquí.»
– Dice Simone que entonces vivía en la avenida, no muy lejos de allí.
Hizo una mueca.
– Una birria de casa. Según dijo a la policía, volvía de correr, y al ver luces en casa de Isabelle se había acercado para ver qué pasaba.
– ¿Parecía alterado?
– No me atrevería a jurarlo, pero en aquella época no parecía conmoverse por nada, uno de los principales motivos de queja de Isabelle. David era un autómata emocional.