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– ¿A las cuatro y media o a las cinco?

– No importa, cuando usted quiera.

– Estupendo. Procuraré pasar a las cuatro y media. No la molesto más, oigo que la llaman por otro teléfono.

Me dio las gracias y colgó.

Volví a repasar la lista y llamé a nueve nombres tomados al azar. Morley Shine no había hablado al parecer con ninguna de aquellas nueve personas. Aquello no me gustó. Llamé a Ida Ruth, que estaba en el antedespacho.

– ¿Sigue Lonnie en los juzgados?

– Que yo sepa, sí.

– ¿Cuándo volverá?

– Dijo que a la hora de comer, pero a veces no come y se va directamente a la biblioteca jurídica. ¿Por qué lo preguntas? ¿Quieres que le dé algún recado?

Empezaba a notar en la boca del estómago un murmullo de temor.

– Creo que será mejor que vaya a los juzgados y hable personalmente con él. ¿Dijo en qué sala estaría?

– En la cinco, con el juez Whitty. ¿Qué ocurre, Kinsey? Te noto rara.

– Te lo contaré después. No quisiera precipitarme.

Fui andando a los juzgados, a dos calles del despacho. El cielo estaba despejado, hacía un sol radiante y la brisa acariciaba la hierba de los jardines de la entrada. El edificio es de estilo mediterráneo y sus rasgos más destacados son los cuerpos en forma de torre, los pináculos, los arcos de piedra arenisca y las galerías abiertas. El paisaje exterior combina con brillantez el magenta de las buganvillas, el rojo de las amapolas, los enebros y las palmeras de importación. La acera está bordeada por un seto que despide un denso perfume.

Subí la escalinata de peldaños de cemento y crucé las puertas de madera tallada. El pasillo estaba vacío. El suelo, pavimentado con losas de piedra de tamaño desigual, tenía el color de la sangre seca. Los techos eran de artesones. Los apliques de la luz imitaban las farolas españolas y había rejas en las ventanas. Por las superficies frías y exentas de adornos, podría haber sido un monasterio en otra época. Vi al pasar que se abría la puerta de la sala de reuniones del jurado y los miembros comenzaron a salir al pasillo, que se llenaron de rumor de pasos y de conversaciones en voz baja. No tardé en oír el gemido de las portezuelas de los lavabos situadas al otro lado del pasillo. La sala número 5 estaba a la derecha, dos puertas más allá, y el rótulo iluminado que había sobre el dintel me indicó que la sesión no había terminado aún. Abrí la puerta y me senté en la última fila.

Lonnie y el letrado de la otra parte conferenciaban sobre el procedimiento y sus voces zumbaban en la cálida atmósfera igual que una patrulla de abejorros. El juez estaba en trance de someter el caso al dictamen del jurado y fijaba las fechas tanto para la emisión del dictamen como para la reanudación de las consultas. Como de costumbre, me pregunté cuántos destinos individuales dependerían de un proceso que, a tenor de lo que veía, tenía que ser aburridísimo. Cuando el juez suspendió la sesión para comer, esperé junto a la puerta y llamé la atención de Lonnie cuando éste se volvió para cruzar la puerta oscilante de la cancela que separaba los bancos del público de los estrados. Me miró con fijeza a la cara.

– ¿Qué ocurre? -dijo.

– Vamos fuera, donde podamos hablar en privado. No te va a gustar lo que tengo que decirte.

Recorrimos juntos el pasillo sin cruzar palabra, bajamos los peldaños de cemento y cruzamos los jardines en dirección a la acera. Nos adentramos en la hierba lo bastante como para estar seguros de que nadie nos oiría. Se volvió, se me quedó mirando y comencé.

– No sé cómo dorar la píldora, de modo que iré derecha al grano. Resulta que los archivos de Morley están hechos un desastre. Falta la mitad de los informes y lo que he visto resulta sospechoso.

– ¿En qué sentido?

Tragué una profunda bocanada de aire.

– Creo que te pasaba factura por cosas que no hacía. Puso cara de asombro cuando asimiló la información.

– No fastidies, no fastidies.

– Estaba mal del corazón, Lonnie, y su mujer está muy enferma. Por lo que sé, andaba mal de dinero, pero le faltaba tiempo o energía para ganar lo que necesitaba.

– ¿Y cómo pensaba darme el pego? -dijo-. El juicio empieza antes de un mes. ¿Creía que no me iba a dar cuenta? Maldita sea, ¿cómo no me di cuenta antes?

Me encogí de hombros.

– Por lo que sé, antes hacía muy bien todo lo que le encargaban. -Flaco consuelo para un abogado que podía acabar presentándose en la sala de autos más desnudo que Adán. Al parecer pensaba lo mismo que yo, porque se había puesto pálido como la cera.

– Pero, ¿dónde tenía la cabeza ese hombre?

– ¿Quién sabe? Puede que tuviera intención de ponerse al día en algún momento.

– ¿Es gordo el desaguisado?

– Bueno, aún te quedan los testigos de la causa criminal. Parece que casi todos han recibido la citación, o sea que por ese lado puedes estar tranquilo. Pero la mitad de los testigos de la causa civil ni siquiera sabe quién era Morley. Tal vez me equivoque, sólo he hecho una comprobación improvisada. Pero lo digo porque hay informes cuya existencia consta y que no encuentro.

Lonnie cerró los ojos y se pasó la mano por la cara.

– No me lo digas, no me lo digas…

– Aún tenemos tiempo. Yo podría suplir el material que falta, pero si tropezamos con obstáculos podemos acabar en la cuneta. Cabe la posibilidad de que algunas personas de la lista estén ilocalizables.

– La culpa de todo la tengo yo. He estado muy ocupado con este otro asunto y en ningún momento se me ocurrió poner en duda lo que hacía Morley. Lo que me enseñaba parecía estar en orden. Sabía que no tenía todo el material al día, pero lo que me contaba me parecía bien.

– Claro, lo que hay está bien. Lo que me preocupa es lo que no hay.

– ¿Y cuánto tardarías?

– Dos semanas como mínimo. Sólo quería que supieras cómo están las cosas. Y cuando lleguen las fiestas, la gente estará fuera o andará muy liada.

– Haz lo que puedas. A las dos tengo que irme a Santa María para asistir a un juicio que durará cuarenta y ocho horas. Volveré a última hora del viernes, pero no apareceré por la oficina hasta el lunes por la mañana. Hablaremos entonces.

– ¿Te quedarás allí?

– Seguramente. Podría volver por la noche en caso de necesidad, pero me revienta perder el tiempo conduciendo de aquí para allá. Después de pasar un día entero en el juzgado, lo único que me apetece es comer algo y meterme en la cama. Ida Ruth tiene el teléfono del motel, por si surge alguna emergencia. Entretanto, haz lo que puedas, ¿de acuerdo?

– Claro.

Volví a la oficina. Al pasar por delante del despacho de Lonnie, vi que Ida Ruth hablaba por teléfono. Al verme me indicó por señas que me acercara. Pulsó el botón de espera y puso la mano en el auricular como si quisiera impedir por partida doble que el otro nos oyese.

– No sé quién es, sólo que es un hombre y pregunta por ti.

– ¿Qué quiere?

– Se ha enterado de la muerte de Morley. Dice que le urge hablar con quien le haya sustituido.

– Pásame la llamada, hablaré desde el despacho. Puede que el tipo tenga información útil. ¿Qué línea es?

Me enseñó dos dedos.

Correteé por el pasillo, cerré la puerta del despacho tras de mí, solté el bolso, me instalé ante la mesa y pulsé la tecla de la línea dos, cuyo piloto no dejaba de parpadear.

– Kinsey Millhone. ¿Quería usted hablar conmigo?

– He leído en la prensa que Morley Shine ha fallecido. ¿Sabe qué le ocurrió?

– Sufrió un ataque cardíaco. ¿Quién es usted?

Se produjo un silencio momentáneo.

– No creo que eso tenga importancia.

– Es usted quien ha llamado -dije.

Otro silencio.

– Soy David Barney.

El corazón me dio un vuelco.

– Disculpe, pero no soy la persona más indicada para hablarle de Morley Shine…

– Por favor, escúcheme -dijo interrumpiéndome-. Escúcheme. Aquí está pasando algo raro. Hablé con él el miércoles.