– ¿Llamó usted a Morley?
– No, él me llamó a mí. Me dijo que iban a citar como testigo de la acusación a cierto ex presidiario que se llama Curtis McIntyre y que afirma que yo le dije que maté a mi mujer; pero es mentira y puedo demostrarlo.
– Creo que sería aconsejable interrumpir esta charla ahora mismo.
– Le digo que…
– Dígaselo a su abogado. No tiene sentido que me lo cuente a mí.
– Se lo he dicho a mi abogado. Y también a Morley Shine, y fíjese lo que le ha ocurrido.
Guardé silencio durante un segundo.
– ¿Qué quiere darme a entender?
– Puede que se acercara demasiado a la verdad.
Alcé los ojos al techo.
– ¿Insinúa usted que lo mataron?
– Es posible.
– También la vida en Marte es posible, pero no probable. ¿Por qué querría nadie matar a Morley Shine?
– Puede que encontrase algo que me exculpara.
– Oh, genial, me encanta. ¿Por ejemplo?
– McIntyre dice que habló conmigo en la puerta del juzgado el día en que me absolvieron, ¿no? -Callé como una lagarta-. ¿No? -repitió.
No soporto a los que quieren que se les responda a todo.
– Vaya al grano -dije.
– El muy cerdo estaba entre rejas entonces. Fue el 21 de mayo. Compruebe su ficha de aquel año. Lo verá todo claro como el agua. Lo mismo le dije a Morley Shine el miércoles por la mañana y me dijo que lo comprobaría.
– Señor Barney, esta conversación me parece muy inoportuna. Trabajo para la oposición. Soy el enemigo, ¿lo entiende?
– Yo sólo quiero contarle mi versión.
Me aparté el auricular de la oreja y lo miré con una mueca de escepticismo.
– ¿Está su abogado al tanto de esta llamada?
– Al diablo con eso. Al diablo con él. Me he hartado de abogados, el mío incluido. Habríamos solucionado hace años toda esta historia si alguien hubiese tenido el detalle de escucharme. -Y lo decía un tipo que había metido una bala en el ojo de su mujer.
– Oiga, si usted desea que le escuchen, en este país hay leyes que están precisamente para eso. Usted dice una cosa. Kenneth Voigt dice otra. El juez oirá a las dos partes y el jurado hará lo mismo.
– Pero usted no.
– Yo no, porque a mí no me corresponde -le dije con irritación.
– ¿Aunque le diga la verdad?
– Es el tribunal quien ha de decidir. No yo. Mi trabajo consiste en reunir información. El de Lonnie Kingman, en presentar los hechos ante el tribunal. Me cuente usted lo que me cuente, no va a servir de nada. Es absurdo.
– ¡Dios mío! Alguien tiene que ayudarme. -La voz se le quebró a causa de la emoción. La mía bajó de temperatura.
– Hable con su abogado. Ya le libró de una acusación de homicidio… hasta hoy. Si yo fuera usted, no echaría a perder ese triunfo.
– ¿No podríamos vernos, aunque fuese unos minutos?
– ¡No, no podemos vernos!
– Se lo suplico, señorita. Bastarían cinco minutos.
– Tengo que colgar, señor Barney. Esta conversación es improcedente.
– Necesito ayuda.
– Contrate a otra persona. Yo estoy ocupada.
Colgué y aparté la mano como si el teléfono quemara. ¿Se había vuelto loco aquel sujeto? Jamás había oído que un acusado tratara de ganarse las simpatías de la acusación. ¿Y si movido por la desesperación se ponía a buscarme? Descolgué y apreté el botón de Ida Ruth.
– ¿Sí?
– Al que acaba de llamar, ¿le diste mi nombre?
– Claro que no. Jamás lo haría -dijo.
– Mierda. Acabo de recordar que yo se lo dije al principio de la conversación.
9
Descolgué de nuevo y llamé a la sargento Cordero, de Homicidios. Estaba fuera, y el teniente Becker se hizo cargo de la llamada.
– Hola, soy Kinsey. Necesito cierta información y pensé que Sheri podría echarme una mano.
– Volverá después de las tres, pero si yo te soy útil… ¿De qué se trata?
– Quería pedirle a Sheri que llamara a la penitenciaría del condado para que comprobaran las fechas de ingresos y salidas de un tipo que se llama Curtis McIntyre.
– Un momento, estoy buscando un lápiz. ¿Has dicho McIntyre?
– Sí. Tiene que prestar declaración en un caso que lleva Lonnie Kingman. Necesito saber si hace cinco años, el 25 de mayo exactamente, estaba dentro o fuera. Él dice que ese día habló con el acusado. Podría conseguir la información por orden judicial, pero tendría que ir tras el juez y preferiría ahorrarme el trámite.
– No será difícil averiguarlo. Te llamaré cuando lo sepa, pero a lo mejor tardo un poco. ¿Es muy, muy urgente?
– Cuanto antes tenga ese dato mejor.
– Como siempre -dijo el teniente Becker.
En cuanto colgué el teléfono me puse a reflexionar preguntándome si no habría medios más rápidos de comprobar la información. Como es lógico, podía esperar hasta media tarde, pero los nervios se me resentirían. La llamada de David Barney me había intranquilizado y me sentía rara.
Me resistía a perder el tiempo comprobando lo que probablemente era pura mentira. Por otra parte, Lonnie contaba con el testimonio de Curtis McIntyre. Si éste mentía, estábamos perdidos, y más aún con el embrollo informativo que había organizado Morley. Era el primer trabajo que hacía para Lonnie. No podía permitirme el lujo de que volvieran a despedirme.
Reproduje mentalmente la conversación que había sostenido con Curtis en la penitenciaría. Según él, había salido al encuentro de David Barney en el pasillo, delante mismo de la sala de autos, el día en que se le había declarado inocente. Buscar a Herb Foss, el abogado de Barney, para que corroborase la declaración de Curtis era hacer el ridículo, pero, ¿no había habido más testigos del encuentro? Los periodistas, con sus cámaras y micrófonos.
Cogí la chaqueta y el bolso. Salí del despacho y recorrí a buen paso las dos manzanas que me separaban de la travesía donde había conseguido aparcar. Tomé Capilla Boulevard, crucé el centro del barrio comercial y puse rumbo a la colina, al otro lado de la autopista.
Los estudios KEST-TV se encontraban en la cima. Desde el risco donde se alzaban las instalaciones se divisaba un mural vivo de 180 grados de la ciudad de Santa Teresa: montañas a un lado, el océano Pacífico al otro. En el aparcamiento, donde cabían alrededor de cincuenta vehículos, aparqué en una plaza reservada a los visitantes. Bajé y me detuve unos momentos: el viento azotaba los arbustos secos de la ladera y, a lo lejos, el océano se extendía hasta el horizonte como si se hubiera vuelto liso y hueco.
Recordé la historia que me había contado en cierta ocasión un arqueólogo experto en profundidades marinas. Me explicó que bajo el agua había rastros de primitivas aldeas ribereñas que antiguamente se alzaban junto a las ensenadas. Con el paso del tiempo, el mar había depositado en la orilla vasijas y almireces rotos, conchas de caracol y otros objetos, arrancados probablemente de antiguos cementerios y basureros de la playa actualmente sumergida. Las leyendas de los indios chumash hablan de una época en que el mar se retiraba y permanecía de aquel modo durante horas. En los límites de la bajamar, a unos dos kilómetros de distancia, una casa quedaba al descubierto: una choza, una choza milagrosa. La gente se concentraba en las playas y lanzaba murmullos de admiración. Las aguas seguían retrocediendo y aparecía otra casa, pero los testigos, demasiado asustados, no osaban acercarse. Las aguas recuperaban poco a poco el estado natural y las dos casas desaparecían bajo la lenta ascensión de la pleamar.
Había algo mágico en aquella historia en que los espíritus del Holoceno ofrecían una visión momentánea de un antiquísimo enclave tribal. A veces me preguntaba si me habría atrevido a recorrer aquel tramo de fondo marino que antaño quedaba al descubierto. Puede que a medio kilómetro se hundiese como las laderas de una montaña, paredes de acantilados submarinos que cayeran hasta alcanzar el barranco del fondo. Imaginé el fondo del océano, negro a causa de la ausencia de luz, embaldosado de tesoros pétreos. El tiempo oculta la verdad y apenas deja una ligera ondulación en la superficie como indicio de las llanuras y valles que hay debajo. A pesar de que el crimen se había cometido hacía seis años, era mucho lo que había quedado oculto y sumergido. Y lo único que yo podía hacer era reunir restos arrojados como desperdicios a las playas del presente, sin tenerlas todas conmigo a propósito de los tesoros sin descubrir y fuera del alcance de la mano.