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Al llegar al fondo, accedimos a un pequeño pasillo sin salida, donde una escalera de metal y madera conducía a un desván. Inmediatamente a la derecha, se dirigió a un anticuado archivador de madera coronado por otro igual pero más pequeño. Abrió el cajón del año que nos interesaba y se puso a mirar las fichas, empezando por el apellido Barney.

– Las filmaciones de campo no las tenemos -comentó mientras miraba.

– ¿Qué son las filmaciones de campo?

– El metraje filmado originalmente por el que lleva la cámara, por ejemplo, veinte minutos. Sólo conservamos el metraje editado, de noventa segundos a dos minutos, que se emite realmente.

– Ah. Bueno, es igual. Me sirve de todos modos.

– Siempre que el tipo que busca no se adelantara y hablase con su sospechoso cuando las cámaras ya habían terminado de filmar.

– Tiene razón -dije.

– En ésta, nada -dijo-. Bueno, veamos aquí. ¿Dónde más podría estar? -Probó con «Asesinatos», «Juicios» y «Procesos», pero no encontró referencia alguna de Isabelle Barney.

– Pruebe con «Homicidios» -sugerí.

– Buena idea. -Pasó a la H. Allí estaba, con una designación numérica que al parecer remitía al número que tenía la cinta en el archivo. Subimos por las escaleras y cruzamos una puerta tan baja que tuvimos que agachar la cabeza. Accedimos a un laberinto de cabinas de dos metros de altura y forradas de videocintas debidamente etiquetadas y puestas en posición vertical. Una vez Leland encontró la cinta que buscábamos, volvimos abajo y entramos en la estancia de la derecha, donde había cuatro paneles de emisión con monitores. Encendió el primer aparato e introdujo la cinta. Apareció el primer fragmento en la pantalla que teníamos delante. Apretó la tecla de avance rápido. Vi desfilar las noticias de aquel año como quien ve la historia de la civilización en un anuncio, con todos sus protagonistas gesticulando, saltando y corriendo a cien por hora. Vi una foto fija de Isabelle Barney.

– Ahí, ahí -exclamé.

Leland hizo retroceder la cinta y la dejó pasar a velocidad normal. Un presentador, a quien no veía desde hacía muchos años, apareció de pronto con el micrófono en la boca y la pantalla emitió imágenes fragmentarias que daban cuenta de la muerte de Isabelle, la detención de David Barney y el juicio que se había celebrado a continuación. La sentencia absolutoria, vista en versión condensada, tenía el aspecto vertiginoso de la justicia instantánea, bien organizada, dispensada en el acto, con la libertad al alcance de todos. David Barney salió de la sala con expresión desconcertada.

– Deténgalo un momento. Quiero verle bien.

Leland detuvo la cinta y me dejó observar la imagen: cuarenta y tantos años, el pelo castaño claro y ondulado peinado hacia atrás, arrugas en la frente y patas de gallo en el rabillo de los ojos, nariz recta y una sonrisa tensa que dejaba entrever una dentadura artificialmente perfecta. Tenía la barbilla fuerte, al igual que las manos de uñas cuadradas. Aunque era bastante alto, su abogado, en comparación con él, parecía mucho más alto, sombrío y apagado.

– Gracias -dije. Me di cuenta entonces de que había contenido el aliento. Leland volvió a poner la cinta en marcha y pasó a otro reportaje. Me devolvió la foto de Curtis McIntyre.

– Ni rastro del tipo.

Por el dinero que le había dado, habría podido fingir un poco de desilusión.

– ¿Pudo haberlo ocultado el enfoque? -pregunté.

– Había un plano general y un primer plano. Les ha visto salir solos por la puerta. Nadie se les ha acercado en el metraje emitido. Ya se lo dije, tal vez se acercara y hablara con el tipo al acabar la conferencia de prensa.

– Pues muchas gracias -dije-. Tendré que confiar en la otra fuente de información.

Volví al coche desorientada. Si me confirmaban la permanencia en presidio de Curtis McIntyre, tenía intención de encararme con él; sin embargo, aún no podía hacerlo. En teoría, tenía muchas entrevistas pendientes, pero el telefonazo de David Barney me había hecho perder los papeles. No quería perder tiempo corroborando la coartada de David Barney; sin embargo, si era verdad lo que decía, al final pareceríamos un hatajo de imbéciles.

Tomé la carretera serpenteante que bajaba por el otro lado de la colina, giré a la derecha para acceder a Promontory Drive, fui por la carretera que bordeaba la costa y llegué a Horton Ravine. Durante hora y media estuve preguntando entre los vecinos para averiguar quién había estado fuera y quién en los alrededores la noche en que habían matado a Isabelle. Hacer indagaciones tan cerca de donde vivía David Barney no me agradaba precisamente, pero era imposible conseguir en otro lugar esa información. Interrogar a la gente por teléfono resulta inútil. Te cuelgan, te cuentan mentiras o quieren impresionarte.

Un vecino se había mudado, otro había muerto. A una mujer que vivía en la finca adyacente le parecía haber oído un disparo, pero en su momento no había prestado mayor atención y luego se había preguntado si no habría sido otra cosa. ¿Qué, por ejemplo?, me había dicho a mí misma. Ignoro si estaba volviéndome paranoica, pero cada vez que oía algo parecido a un disparo, yo miraba el reloj para saber qué hora era.

Los ocho propietarios restantes que vivían en aquel tramo de avenida ni habían estado fuera aquella noche ni habían visto nada. Me dio la impresión de que había transcurrido demasiado tiempo para que nadie se tomara la molestia de ponerse a recordar. Un crimen de seis años de antigüedad no estimula la imaginación. Ya habían contado su versión de lo ocurrido demasiadas veces.

Me fui a comer y pasé por mi casa sólo para comprobar si habían dejado algún mensaje en el contestador automático. No había ninguno. Fui a casa de Henry. Tenía ganas de conocer a William.

Henry estaba en la cocina, amasando pan, con los antebrazos cubiertos de harina de trigo integral y con los dedos sembrados de pegotes que parecían de masilla de fontanero. Cuando Henry amasa, sus movimientos suelen tener una cualidad meditabunda, metódica y experimentada que tranquilizan al observador. Pero aquel día movía las manos como el estrangulador de Boston y en sus ojos había una expresión obsesiva. A su lado, ante el fogón de la cocina, estaba un hombre que se parecía a él lo bastante como para pasar por su hermano gemelo; alto y delgado, con el mismo cabello níveo, los mismos ojos azules, la misma faz aristocrática. Capté las semejanzas durante aquella apreciación inicial. Las diferencias eran profundas y costaba más tiempo descubrirlas.

Henry llevaba una camisa hawaiana, pantalón corto blanco y sandalias de cuero; tenía las piernas largas, nervudas y bronceadas como las de un corredor. William vestía un traje de rayas con chaleco, camisa blanca almidonada y corbata. Estaba muy erguido, casi tieso, como si quisiera compensar la debilidad subyacente. Nunca había visto a Henry poniendo de manifiesto sus problemas. William sostenía un folleto en una mano ligeramente temblona y con un tenedor señalaba un corazón dibujado. Se interrumpió para proceder a las presentaciones y canturreamos la acostumbrada letanía de expresiones de cordialidad.

– ¿Qué te estaba diciendo? -preguntó.

Henry me miró con resignación.

– William me contaba ciertas prácticas médicas relacionadas con su ataque cardíaco.

– Exacto. Seguro que a usted también le interesan -me dijo William-. Supongo que sus conocimientos de anatomía serán tan rudimentarios como los de él.

– Suspendería si me presentara a un examen -dije.

– Y yo -dijo William-, hasta que me ocurrió lo que me ocurrió. Mira, Henry, esto que viene te interesa.

– Lo dudo -dijo Henry.

– «El lado derecho del corazón recibe la sangre del cuerpo y la hace pasar por los pulmones, donde la sangre elimina el anhídrido carbónico y otros elementos indeseables y se enriquece con oxígeno. El lado izquierdo recibe la sangre oxigenada de los pulmones y la reparte por todo el organismo por mediación de la aorta…» -El dibujo que sostenía en la mano parecía el mapa de un parque nacional surcado de carreteras de dirección única y señalizadas con flechitas blanquinegras-. Si estas arterias se bloquean, surgen los problemas -añadió William golpeando el papel con el tenedor para subrayar lo que decía-. Es como si hubiese un desprendimiento en una carretera que discurriera junto a una montaña. Habría un atasco impresionante. -Pasó una página del folleto, que tenía abierto y pegado al pecho igual que una maestra de párvulos que leyera en voz alta a los alumnos. El siguiente diagrama (la sección vertical de una arteria coronaria) parecía el tubo de una aspiradora cuando se llena de pelusa.