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– ¿Y la cena?

– No hubo cena. Sólo picamos, por eso cogimos una borrachera espantosa.

– ¿Y luego?

– Fue entonces cuando dijo eso, lo que había hecho con su mujer.

– ¿Qué dijo exactamente?

– Dijo que llamó a la puerta. Que ella bajó y encendió la luz del porche. El esperó hasta que vio que el ojo de ella tapaba la luz que pasaba por el agujero de la puerta. Y apretó el gatillo. ¡Pum!

– ¿Por qué no me lo contaste al principio?

– No me pareció decente -dijo con sentido de la rectitud-. Quiero decir que fui a su casa para pedirle dinero prestado. No quería que me tomaran por un resentido al que han dado con la puerta en las narices. Nadie me hubiera creído si hubiera contado la verdad. Además, se portó bien y no quería parecer desagradecido.

– ¿Por qué tenía que admitir que la había matado?

– ¿Y por qué no? Le habían absuelto y no podían volver a juzgarlo.

– Por lo criminal, no.

– Mira ésta ahora. ¿Crees que al tipo le preocupa un juicio civil?

– ¿Estás dispuesto a declarar ante un tribunal lo que me has contado?

– No me importaría.

– Declararás bajo juramento -dije para asegurarme de que comprendía de qué se trataba.

– Claro. Sólo que… bueno, ya sabes.

– ¿Qué es lo que ya sé?

– Me gustaría… en fin, algo a cambio -dijo.

– ¿De qué clase?

– Mira, lo que es justo, es justo.

– Nadie te va a dar dinero.

– Ya lo sé. No he hablado de dinero.

– ¿Entonces?

– Por ejemplo, que me redujeran el tiempo de libertad condicional; algo parecido.

– En esta operación no valen los tratos. No tengo autoridad para ello.

– Tampoco he hablado de tratos, pero podrían tener cierta consideración.

Le observé con seriedad. ¿Por qué no le creía? Porque parecía incapaz de reconocer la verdad aunque la tuviera delante y le mordiese en el cuello. No sé qué me impulsó a formularle la siguiente pregunta.

– ¿Te han condenado alguna vez por perjurio?

– ¿Perjurio?

– ¡No juegues conmigo, Curtis! Sabes muy bien qué es el perjurio. Responde y acabemos de una vez.

Se rascó la barbilla sin decidirse a mirarme a los ojos.

– Nunca me han condenado.

– Vete a la mierda -dije.

Me puse en pie, salí del reservado y me dirigí a la puerta trasera del bar. Oí que se levantaba. Me giré, vi que dejaba unos billetes en la mesa y que corría hacia mí. Salí al aparcamiento y estuve a punto de dar un salto al pisar la grava recalentada por el sol.

– ¡Oye, espera! Te he dicho la verdad.

Me cogió por el brazo y me desasí de un tirón.

– Te harán picadillo en cuanto subas al estrado -dije sin detenerme-. Tienes una ficha de un kilómetro de larga y varias acusaciones de perjurio.

– Varias no, sólo una. Bueno, dos contando eso otro.

– Déjame en paz. Ya has modificado una vez tu declaración. Volverás a modificarla en cuanto te pregunte otra persona. El abogado de Barney te hará pedazos.

– No sé por qué te pones así -dijo-. Que te haya mentido una vez no significa que no pueda decir la verdad.

– Lo que pasa, Curtis, es que tú ni siquiera conoces la diferencia. Y eso me preocupa.

– Sí la conozco.

Introduje la llave en la cerradura del coche, abrí la portezuela y bajé la ventanilla para que se ventilase. Me senté ante el volante, cerré de un portazo y casi le cogí la mano que había apoyado en la jamba. Abrí la guantera de un manotazo, saqué una tarjeta comercial y se la tiré por la ventanilla.

– Llámame cuando estés seguro de que quieres contarme la verdad.

Arranqué y me alejé de él, levantando una nube de polvo y grava.

Volví al despacho con la radio a todo volumen. Eran las cuatro menos veinticinco, y encontrar sitio para aparcar era una auténtica hazaña. No pensé que, como Lonnie se había ido a Santa María, estaría libre su plaza. Di vueltas por la zona, ampliando los círculos de manera progresiva, mientras buscaba un lugar que no estuviera demasiado lejos para ir andando a la oficina. Al cabo de un rato encontré un sitio algo dudoso donde aparqué metiendo el parachoques trasero en el sendero de un garaje. Era una invitación a que me extendieran la multa correspondiente, pero siempre cabía la posibilidad de que los encargados de los parquímetros se hubieran ido ya a casa.

Dediqué largo rato a muchas cosas, pero ninguna de provecho. Faltaba menos de una hora para acudir a la cita con Laura Barney, pero en realidad yo quería hablar con Lonnie, aunque Ida Ruth me dijo varias veces que por el momento estaba «fuera de servicio». Mariposeé alrededor de su mesa con la esperanza de no andar muy lejos, por si casualmente llamaba él.

– Jamás llama cuando trabaja -dijo Ida Ruth con resignación.

– ¿Y tú tampoco le llamas nunca?

– Si puedo arreglármelas sola, no. No le gusta.

– ¿No crees que tiene derecho a saber que su testigo principal se ha echado atrás?

– Seguramente le traerá sin cuidado. Lonnie está ocupado ahora con otro caso. Hace seis años que trabajo para él y conozco su método. Podría dejarle un mensaje, pero no le prestará la menor atención hasta que concluya el proceso que tiene entre manos.

– ¿Y qué hago hasta que vuelva? No puedo perder el tiempo y me revienta estar de brazos cruzados.

– Haz lo que te parezca. Imagínate que Lonnie ha dejado de existir hasta el lunes a las nueve en punto de la mañana.

Miré el reloj. Estábamos aún a miércoles. Eran las cuatro y cinco.

– Dentro de media hora tengo que estar en los alrededores del St. Terry. Cuando acabe, me iré a casa y limpiaré un poco -dije.

– ¿Limpiar? Chica, estás desconocida.

– Lo hago cada tres meses. Es un ritual que me enseñó mi tía: sacudir las alfombras, tender las sábanas…

Me miró con fastidio.

– ¿Por qué no te vas de excursión a Los Padres?

– Porque huyo de la naturaleza como de la peste, Ida. Las montañas están llenas de piojos gordos como cucarachas que se te pegan a los tobillos y te chupan toda la sangre. Además, de una infección de la piel no te libra nadie.

Se echó a reír e hizo un aspaviento.

Despaché un par de minucias que tenía pendientes encima de la mesa y salí del despacho. Sentía curiosidad por saber cómo era la ex mujer de David Barney, aunque dudaba si eso iba a serme muy útil. Salí a la calle y recorrí las tres manzanas y media que me separaban del coche. Por suerte no me habían dejado ninguna multa en el parabrisas. Por desgracia, giré la llave en el contacto y el vehículo se negó a arrancar. Me regaló muchos gemidos de angustia y buena voluntad, pero el motor no se puso en marcha.

Bajé, fui a la parte trasera y levanté la tapa del motor. Me quedé mirando los cables y los tubos como si de verdad entendiera de coches. La única pieza del motor que sé identificar es la correa del ventilador. Parecía estar bien. Vi que unos chismes pequeños se habían desenchufado de una caja redonda. «Ajá», me dije. Volví a enchufarlos. Me estaba acomodando ante el volante cuando apareció un vehículo por el sendero del garaje. Di la vuelta a la llave de contacto y el motor arrancó.

– ¿Necesita ayuda? -El conductor había bajado la ventanilla y se asomaba por ella.

– No, gracias. No pasa nada. ¿Le estorbo?

– No se preocupe. Hay sitio de sobra. ¿Qué era, la batería? ¿Quiere que le eche un vistazo?

No tenía ni idea. El motor había arrancado y todo parecía normal.

– Se lo agradezco mucho, pero ya está arreglado -dije. Para demostrárselo, pisé el acelerador varias veces, quité el pie del pedal y durante unos segundos me sentí confusa, sin saber qué hacer. No podía ir hacia adelante porque había allí un vehículo aparcado y no podía retroceder porque el coche del recién llegado me bloqueaba la salida.