El hombre apagó el motor y bajó del vehículo. Yo dejé el mío encendido y me pregunté si me daría tiempo a subir la ventanilla sin que pareciera una grosería. Parecía inofensivo, aunque su cara no me era del todo desconocida: bien parecido, cuarenta y ocho o cuarenta y nueve años, y un pelo castaño claro y ondulado que se le había vuelto gris en las sienes. Tenía la nariz recta y la barbilla fuerte. Camiseta, pantalón de algodón y náuticas sin calcetines.
– ¿Vive usted en el barrio? -preguntó con simpatía.
Yo conocía a aquel sujeto. La sonrisa me desapareció.
– Usted es David Barney -dije.
Se apoyó en el coche y se inclinó hacia la ventanilla. Percibí de un modo instintivo que trataba de meterse en mi espacio psicológico, aunque sus modales seguían siendo educados.
– Mire, sé que esto no es muy ortodoxo. Y que mi proceder se sale de lo habitual, pero si me concede usted tan sólo cinco minutos, le juro que no volveré a molestarla.
Le observé mientras repasaba mi sistema interior de alarma. No oí timbrazos, silbatos ni sirenas. Aunque me había parecido un pesado por teléfono, «de cerca y en persona» lo vi como un ciudadano normal y corriente. Estábamos a la luz del día en un pacífico barrio de clase media. No parecía ir armado. Lógico, por otra parte: no iba a encañonarme en plena calle cuando tenía un juicio dentro de un mes. Además, la investigación había llegado a un punto en que yo ya no sabía qué rumbo seguir. Puede que, para variar, lo que tuviera que decirme me inspirase. Medité las consecuencias profesionales de una hipotética conversación. Según el derecho procesal, al abogado de una parte no le está permitido ponerse en comunicación directa con la otra parte. Pero la «parte detectivesca» no está limitada por el mismo código restrictivo.
– Cinco minutos -dije-. Me esperan en otro lugar. -No le dije que quien me esperaba era su ex mujer. Apagué el motor y me quedé en el coche con la ventanilla a medio subir.
Cerró los ojos y dio un suspiro.
– Gracias -dijo-. En el fondo no lo esperaba. Ni siquiera sé por dónde empezar. Permítame confesarle algo antes de nada: yo desenchufé los cables de la tapa del delco. Ha sido una artimaña y le pido mil perdones. De no haberlo hecho, creo que usted no habría accedido a hablar conmigo.
– En eso tiene toda la razón -dije.
Miró a un lado de la calle y cabeceó.
– ¿No ha perdido usted nunca la credibilidad? Es el fenómeno más desagradable que existe. Uno vive como un ciudadano honrado que obedece la ley, paga sus impuestos y no tiene recibos ni facturas pendientes. Pero, de pronto, todos estos detalles pierden su valor, no sirven para nada y cualquier cosa que uno diga puede volverse en contra suya. Una sensación siniestra…
No me era ajeno lo que decía, y me acordé de una época no muy lejana en que mi propia credibilidad se había evaporado y la misma empresa que durante seis años había confiado en mí me consideró sospechosa de aceptar sobornos.
– … Creí de veras que había terminado. Pensé que había pasado lo peor cuando me declararon inocente. Todavía no he acabado de reincorporarme a la vida normal cuando me dicen que van a procesarme por todo lo que poseo. Vivo como un leproso. Se me margina… -Se enderezó-. Pero no se trata de esto, caramba -dijo-. No quiero que me compadezcan…
– ¿Qué se propone?
– Apelar a su sentido del juego limpio. El tal McIntyre, el testigo de cargo…
– ¿Quién le ha proporcionado ese nombre?
– Mi abogado le ha tomado declaración. Casi me dio un ataque cuando oí lo que tenía intención de contar.
– No estoy autorizada a discutir ese asunto, señor Barney. Espero que lo comprenda.
– Ya lo sé. No estoy haciéndole ninguna pregunta. Sólo le pido que reflexione. Aunque este hombre hubiera estado de verdad en el juzgado cuando se leyó el veredicto, ¿por qué iba a decirle yo una cosa así? Tendría que estar loco. ¿Ha visto usted alguna vez a ese tal…? ¿Cómo se llama? ¿Curtis? Coincidimos en una celda menos de veinticuatro horas. Es un cretino. ¿Que se acercó a mí instantes después de mi absolución y yo le confesé el crimen? Menuda majadería. Es un deficiente mental.
Experimenté una rara simpatía por Curtis. Como es lógico, no le iba a decir a Barney que el testigo de cargo había modificado su versión de los hechos. El testimonio de Curtis podía ser útil siempre que fuéramos capaces de averiguar cuánta verdad contenía. No tenía intención de comentar los detalles de su declaración, por absurdos que parecieran.
– Yo no lo encuentro tan descabellado -comenté.
– Reflexione, por favor -continuó-. ¿De verdad cree usted que yo confiaría mis secretos más delicados a un individuo así? Es una encerrona. Han pagado a ese individuo para que diga lo que dice.
– Vaya al grano de una vez. Lo de la encerrona es ridículo. No se lo tolero.
– Está bien, está bien. No se lo tome a mal. Tampoco era mi intención sacarlo a relucir -dijo-. Cuando hablamos por teléfono, le comenté lo que le ocurrió al tal Shine. Su muerte me dejó consternado. Me impresionó mucho, de veras. Sé que no me tomó usted en serio, pero no le miento. Hablé con él la semana pasada y le conté lo mismo que a usted. Me dijo que comprobaría un par de detalles. ¡Al fin se me abría una puerta gracias a él! Al enterarme de que había muerto, me asusté: sentí como si jugara al ajedrez con un enemigo invisible que acabara de hacer un movimiento para cerrarme todas las salidas.
– Espere un momento. ¿Cree que Morley Shine haría algo que su abogado no pudiese administrar?
– Contratar a Foss para este caso ha sido un error garrafal. Los temas civiles no le interesan. Tal vez esté harto, o se haya cansado de representarme. Por lo que sé, se ciñe a lo estrictamente necesario, hace lo que se espera de él. Ha contratado a un investigador, un individuo que le entrega montones de papeles, pero que no me inspira mucha confianza.
– ¿Por qué no le despide?
– Pensará que quiero obstaculizar el curso normal de las cosas. Además, ya no me queda dinero. Lo poco que tengo es para pagar al abogado y para el mantenimiento de la casa. Aunque todo le salga a pedir de boca, yo no sé muy bien qué creerá Kenneth Voigt que va a sacar en limpio de este asunto.
– No quiero discutir las circunstancias del caso. No tiene sentido, señor Barney. Comprendo las dificultades…
– Tiene usted toda la razón. Tampoco yo pretendía abordar ese tema. Se trata de lo siguiente: se celebra el juicio, ¿y para qué? Únicamente para que se enriquezcan los dos abogados. ¿Cree usted que Voigt va a dar marcha atrás? Pretende crucificarme, y es absurdo plantearse la posibilidad de negociar, de darle la mano y un cheque al portador, aun en el caso de que yo dispusiera de fondos. Pero voy a decirle una cosa, algo que sí tengo en la mano: una coartada.
– ¿En serio? -dije incrédula.
– Sí, en serio -afirmó-. No es a prueba de bomba, pero sí muy sólida.
– ¿Por qué no salió a relucir durante el proceso criminal? No recuerdo que en la transcripción de las actas se hablase de ninguna coartada.
– Pues vuelva a leerlas, porque figura en ellas. Un tipo llamado Angeloni. Me vio a varios kilómetros del lugar de los hechos.
– ¿Y por qué no subió usted personalmente al estrado a declarar?
– Foss no me dejó. No quiso que el fiscal aprovechara la ocasión para confundirme y resultó que tenía razón. Dijo que subir al estrado habría sido contraproducente. Bueno, quizá pensaba que si lo hacía me ganaría la antipatía del jurado.
– ¿Y por qué me lo cuenta a mí?
– Para ver si puedo poner fin a esto antes del juicio. El cronómetro avanza. El tiempo se reduce. Creo que mi única posibilidad consiste en hacer que Lonnie Kingman conozca las cartas que tiene en su contra. Kingman podría hablar con Voigt y convencerle de que retire la demanda.