Se conducía de un modo brusco y práctico. Había cogido un bolígrafo y tamborileaba con él con impaciencia. No era de las que perdían el tiempo comprendiendo las circunstancias ajenas. O vales o no vales. Tanto trabajas, tanto te pago. Su sonrisa era agradable, pero crispada, y seguramente la esbozaba sólo durante los escasos segundos necesarios para dar constancia del hielo que había debajo de ella. Si después se formulaba una queja ante el director de la clínica había que andarse con ojo, porque éste insistiría en que se le describieran con pelos y señales los defectos concretos que motivaban la queja. Ya había tratado con personas así. Aquella mujer era forma sin contenido, una exigente en cuanto a los detalles, una defensora sin contemplaciones de las normas y los reglamentos. Era la típica enfermera que, a la hora de poner una antitetánica, decía al paciente que iba a ser como la picadura de una abeja cuando en realidad salía un bulto más gordo que el pomo de una puerta.
Alzó la vista para mirarme y volvió a esbozar la sonrisa crispada.
– ¿Sí?
– Soy Kinsey Millhone -dije. Casi esperé que me alargara un formulario para rellenarlo con mi historial médico.
– Un momento, por favor -dijo. Se condujo como si le hubiese exigido el cumplimiento inmediato de una petición fuera de lugar. Terminó de hablar con la administrativa y llamó a dos pacientes a la vez-. ¿La señora González? ¿La señora Russo?
Dos mujeres se levantaron, una con un crío en pañales, la otra con un niño algo mayor encajado en la cadera. Además tenían varios hijos en edad preescolar. Laura Barney abrió la portezuela de madera que separaba la sala de espera del pasillo que conducía a los consultorios. La cruzaron las dos mujeres y el ejército de niños; la sala de espera quedó vacía. Barney seguía sujetando la portezuela.
– Venga usted también.
– Claro.
Cogió dos formularios que parecían cartas de restaurante y nos condujo hacia el fondo mientras daba instrucciones rápidas en español. Introdujo a las dos señoras en dos consultorios distintos y siguió andando por el pasillo, despertando gemidos en el metacrilato con las suelas de goma. Me llevó a la clásica oficina de tres metros por tres, con una sola ventana, escritorio de madera arañada, dos sillas y un interfono, el lugar ideal para recibir malas noticias sobre los análisis que acaban de hacerse. Sacó del bolsillo del uniforme un paquete de cigarrillos extralargos y una caja de cerillas y encendió uno. Lanzó una mirada furtiva al reloj mientras fingía que se ajustaba la correa.
– Viene usted a preguntarme por David. ¿Qué quiere saber exactamente?
– Entiendo que no se lleva usted bien con él.
– Me llevo muy bien con él. Sólo le veo de uvas a peras.
– Usted declaró en el juicio por homicidio, ¿verdad?
– Estoy acostumbrada a poner de manifiesto que es un hijo de puta sin escrúpulos. ¿No ha leído las actas?
– Todavía estoy acumulando datos. Se me contrató el domingo por la noche. Me queda bastante terreno por cubrir. Me sería muy útil que me expusiera algunos hechos desde su punto de vista personal.
– Los hechos. Bueno, veamos. Conocí a David en una fiesta… sí, este mes ha hecho nueve años. ¿No le parece conmovedor? Me enamoré de él y nos casamos seis semanas más tarde. Unos dos años después, le ofrecieron un puesto en el despacho de Peter Weidmann. Nos alegramos mucho, es natural.
– ¿Cómo surgió la oferta? -dije, interrumpiéndola.
– Por mediación de un amigo de un amigo. Vivíamos en Los Angeles y nos apetecía cambiar de aires. David se enteró de que Peter tenía un puesto vacante y lo solicitó. Llevábamos dos meses en Santa Teresa cuando se incorporó Isabelle. David ni siquiera simpatizaba con ella. A mí me parecía muy brillante y dotada. Fui yo quien insistió en que nos viéramos más. A fin de cuentas, era la niña de los ojos de Peter, que era su protector, evidentemente. A David no le habría beneficiado competir con ella, dado que a Isabelle la dejaban trabajar en los mejores proyectos. Animé a David a que se acercase más allá, tanto social como profesionalmente, y en cierto modo fui yo quien trazó la estrategia de sus relaciones.
– ¿Cómo se enteró usted de que se entendían?
– Simone me lo dio a entender. Ahora ya no recuerdo cómo ocurrió, pero de pronto lo vi todo claro. David se había mostrado distante. Todo el mundo sabía que Isabelle y Kenneth tenían problemas. Bueno, tardé un tiempo en atar cabos. El cónyuge engañado es el último en enterarse, claro. Le pedí explicaciones como una idiota. Ojalá hubiera tenido la boca cerrada.
– ¿Por qué?
– Porque precipité su decisión. Su relación con Isabelle no fue duradera. Si yo hubiera tenido un poco más de entereza para pasar por alto lo que sucedía, el asunto se habría acabado por sí solo.
– ¿Cree usted que la mató David?
– Tuvo que ser alguien que la conocía muy bien. -El interfono se puso a zumbar de repente. Laura pulsó un botón-. Sí, doctor.
La voz del «doctor» sonó como si el aludido hablase desde una cabina pública:
– Hay que hacerle una pélvica a la señora Russo. ¿Puede usted venir?
– Sí, señor -dijo Laura; y a mí a continuación-: Tengo que ir. Si quiere hacerme más preguntas, tendremos que aplazarlo.
Me abrió la puerta y salí al pasillo.
La perdí de vista al cabo de unos segundos y me dirigí a la salida. Una vez en el coche, me entretuve un minuto para rescatar el billetero de las profundidades del bolso. Saqué los billetes y los ordené de manera que el anverso de todos apuntara hacia el mismo sitio, los de un dólar en primer lugar y uno de veinte cerrando la retaguardia.
Volví a la oficina, dejé el coche en la plaza de Lonnie y subí los peldaños de dos en dos hasta llegar al segundo piso. Puede que a Ida Ruth le extrañara mi regreso, pero no me hizo el menor comentario. Abrí el despacho y me puse a repasar los expedientes, que, aunque ya mejor ordenados, estaban desperdigados todavía por todas las superficies disponibles. Encontré el que buscaba, me acerqué al escritorio, encendí la lámpara y me instalé en la silla giratoria.
Repasé las fotocopias de las noticias de prensa de seis años atrás que había sacado para preparar el interrogatorio de los vecinos de Barney. Aquellos días, en efecto, se había comentado ampliamente el aguacero que había caído sobre casi toda California. También se mencionaban a los equipos de empleados de las compañías de servicios públicos, que habían trabajado las veinticuatro horas del día para reparar las cañerías reventadas por doquier. La furia de los elementos había desatado una ola no menos furiosa de delitos de menor cuantía, como si los cambios climatológicos hubieran enardecido las bajas pasiones de los pobres delincuentes. Pasé las páginas fijándome en todos los artículos. No sabía a ciencia cierta qué buscaba… un vínculo, algo que se relacionara con el pasado.
Las preguntas saltaban a la vista. Si Tippy Parsons podía respaldar la coartada de David Barney, ¿por qué no lo había hecho en su debido momento? Como es lógico, tal vez no se hubiera encontrado allí. David podía haber visto a otra persona, o se inventó la presencia de la joven para adaptarla a sus fines. Aunque Tippy hubiera pasado por la salida de la autopista, podía ocurrir que ella no le hubiese visto -siempre cabía esta posibilidad-, pero situarla en la escena daba ciertamente verosimilitud a sus afirmaciones. ¿Y el individuo que según Barney se hallaba también en aquel lugar? ¿Qué papel tenía en todo aquello?