Angeloni cabeceó.
– No puedo creer que vayan a juzgar otra vez a ese desdichado hijoputa. -Apuró la cerveza, estrujó la lata y dio un salto de jugador de baloncesto para arrojarla e introducirla en el contenedor, que sonó metálico-. Dos puntos. -Se llevó el puño a la boca e imitó el clamor de la multitud. Sonrió: una sonrisa preciosa, exenta de arrogancia.
– Esta vez es por fallecimiento en circunstancias sospechosas -dije.
– Madre mía. Yo creía que no se podía juzgar a nadie dos veces por el mismo delito.
– Eso es en el derecho criminal. El juicio de ahora es civil.
– No quisiera estar en su pellejo. ¿Le apetece una cerveza? Acabo de volver del trabajo y siempre me zampo unas cuantas. Este sitio está hecho un asco. Tenga cuidado con los clavos sueltos.
– Gracias, le acepto la cerveza -dije y le seguí hacia la cocina, que podía verse con toda claridad a través del plástico. También tenía un trasero interesante-. ¿Desde cuándo está así?
– ¿La casa? Hace más o menos un mes. Queremos construir una sala grande y dos dormitorios para los críos.
Qué mala suerte, está casado, me dije mientras entrábamos en la cocina. Sacó un par de latas de una caja de seis envases y las abrió.
– Voy a encender la barbacoa antes de que vuelva Julianna con los enanitos del bosque. Ahora me toca a mí cocinar -dijo con una mueca que le acentuó los hoyuelos.
– ¿Cuántos hijos tiene?
Me enseñó una mano y agitó los dedos.
– ¿Cinco?
– Más otro que está en camino. Todos chicos. Esta vez nos gustaría que fuese niña.
– ¿Todavía trabaja para la compañía del agua?
– En mayo hizo diez años -dijo-. ¿Es usted detective privada? ¿Y qué tal se le da?
Le conté por encima un par de detalles profesionales mientras limpiaba las cenizas de la parrilla. Enchufó la clavija del encendedor eléctrico a un prolongador, amontonó un poco de carbón y lo ordenó con unas tenazas largas de metal. Sabía que para sonsacarle información tendría que presionarle. Yo sólo quería que me confirmase el paradero de David Barney la noche del asesinato, y a ser posible que corroborara la presencia de Tippy Parsons en el lugar, pero en sus movimientos domésticos había algo hipnótico. Yo nunca había estado con un hombre capaz de cocinar para mí en una barbacoa. Qué suerte tenía Julianna.
– ¿Podría usted contarme lo que pasó la noche en que vio a David Barney?
– No hay nada que contar. Estábamos abriendo agujeros para encontrar una cañería reventada. Había diluviado durante varios días, aunque entonces ya no llovía. Oí un golpetazo, me volví y vi a un tipo vestido con chándal y despatarrado en la calzada. Una camioneta giraba en aquel momento por San Vicente y pensé que le había atropellado. Se puso en pie, se nos acercó cojeando y se sentó en el bordillo de la acera. Temblaba como un flan, pero no estaba herido. Fue más el susto que otra cosa. Le preguntamos si quería que llamáramos una ambulancia, pero dijo que no. Estuvo sentado hasta que recuperó el aliento y luego se marchó, despacio y cojeando. Todo ocurrió en unos diez minutos.
– ¿Pudo ver al conductor de la camioneta?
– No. Creo que era una chica, pero no le vi bien la cara.
– ¿Y la matrícula? ¿Se fijó en ella?
Se encogió de hombros como para pedir perdón.
– Ni se me ocurrió mirarla. La camioneta era de color blanco. De eso sí me acuerdo.
– ¿Y la marca?
– Ford o Chevrolet, creo. De fabricación nacional, eso seguro.
– ¿Cómo se enteró de quién era David Barney? ¿Se presentó él mismo?
– Entonces no. Se puso en contacto con nosotros al cabo de un tiempo.
– ¿Y cómo sabía él quién era usted?
– Nos localizó a través de la compañía. A mí y a mi compañero James. Sabía la fecha, la hora y el lugar, así que no le resultó difícil.
– ¿Podría confirmar James lo que usted dice?
– Desde luego. Los dos hablamos con el individuo.
– ¿Sabía usted lo del asesinato de la mujer del señor Barney cuando éste les llamó?
– Lo había leído en el periódico. No caí en la cuenta de que eran el mismo individuo hasta que nos dijo quién era. Fue una faena muy sucia. ¿Sabe qué ocurrió?
– He venido precisamente por eso. El tipo jura todavía que no fue él.
– No me extraña. Estaba a varios kilómetros de allí.
– ¿Recuerda usted qué hora era?
– Las dos menos cuarto aproximadamente. Puede que fuera un poco antes, pero no después, porque miré el reloj cuando se marchó.
– ¿No le pareció extraño que una persona hiciera footing a la una y media de la madrugada?
– En absoluto. Le había visto corriendo en aquel mismo lugar la noche anterior. Cuando se está de servicio se ven cosas muy raras.
– Usted prestó declaración en el juicio por homicidio, ¿no?
– Así es.
– ¿Y ahora? ¿Volverá a declarar?
– Por supuesto, y con mucho gusto. Hay que dar al pobre diablo una oportunidad.
Repasé mentalmente los detalles de la versión que me había contado Barney.
– ¿Y la policía? ¿Le interrogó?
– Vino a verme un agente de Homicidios y le conté todo lo que sabía. Me dio las gracias y no volví a saber de él. Le diré una cosa: a los policías les caía antipático. Antes de que pusiera el pie en el juzgado ya lo habían condenado.
– Bueno, gracias. Perdone por la molestia. Me ha sido usted de mucha ayuda. Si tuviera que hacerle más preguntas, volvería a ponerme en contacto con usted. -Le di mi tarjeta por si se le ocurría algo. Volví al coche y me puse a tomar notas antes de que la información recibida se difuminara en el recuerdo.
Pensé en Tippy. Rhe me había dicho que Tippy estaba alcoholizada por aquellas fechas. Si la memoria no me fallaba, Rhe la había mandado a casa de su padre porque se había peleado con ella. ¿Cómo sabía entonces si aquella noche estaba en casa o no? Para salir de dudas, tendría que preguntárselo directamente a Tippy. Uno de mis lemas laborales decía: «Haz lo evidente».
Miré el reloj. Eran las seis menos veinticinco. La Marisquería Santa Teresa está en el puerto, a un par de calles de mi casa, es decir, a un paso de allí. Puse rumbo a mi domicilio y crucé la parte trasera de Capilla Hill. Si Tippy había salido aquella noche, ¿por qué no iba a admitirlo seis años después? Tal vez nadie se lo hubiera preguntado hasta el momento. Qué ocurrencia, ¿verdad?
12
Estacioné el coche delante de mi casa, entré el maletín, cogí el chubasquero, que suelo dejar colgado detrás de la puerta, y caminé hasta el muelle. El sol no se había puesto aún, pero la luz mostraba ya un matiz grisáceo. Los ocasos prolongados eran usuales en aquellos días de diciembre, las sombras se condensaban detrás de los árboles mientras el cielo conservaba el color del aluminio recién lavado. Al final del crepúsculo, las nubes tomarían un color morado y azul, y los últimos estertores del astro rey perforarían con flechas rojizas la inminencia de la noche. En California y en invierno, por la noche suele hacer entre diez y quince grados centígrados. En verano también, lo que significa que todas las noches del año hay que dormir con el edredón encima.
A mi derecha, a unos cuatrocientos metros, el tentáculo largo y delgado del rompeolas se curvaba alrededor de la dársena, abrazando los botes de vela que flotaban en el recinto. El océano daba cabezazos contra el malecón, y el oleaje, coronado por un penacho de espuma, avanzaba de derecha a izquierda. El embarcadero que se extendía a mis pies parecía desplazarse como empujado por las olas. De los pesados maderos empapados y brillantes ascendía el olor de la creosota como si fuese vapor. La marea estaba alta, el agua parecía tinta china y los barrotes metálicos estaban manchados por la humedad. Había vehículos circulando por el embarcadero y el rumor de las tablas sueltas se transmitía a lo largo de la estructura como un pequeño terremoto. Se estaba levantando la niebla, arrastrando consigo el olor húmedo y penetrante de las algas. En la orilla, en lo que llamaban la dársena de los pobres, había barcas negras amarradas.