Выбрать главу

Oía una respiración, pero podía ser la mía.

Maldije el momento en que se me había ocurrido salir de mi despacho. Mi teléfono tenía línea independiente y quizá no lo hubieran desconectado. Si conseguía recorrer otra vez el pasillo y volver al despacho, cerraría la puerta por dentro y la bloquearía con la mesa. Y a esperar a que amaneciese. El personal de limpieza llegaría a primera hora de la mañana. Podían rescatarme incluso antes, si un alma caritativa intuía lo que pasaba. Pensé en Jonah. Seguramente estaría ya esperándome en el Refugio de los Pájaros y preguntándose qué sucedía. ¿Qué haría al comprobar que yo no aparecía? Lo más seguro es que pensase que había tomado mal la dirección. Desde mi punto de vista, la expresión «Refugio de los Pájaros» era del todo inequívoca. Le había dicho también que primero recogería la pistola, pero me había dado la sensación de que seguía medio dormido. A saber lo que recordaría y si le pasaría por la cabeza la idea de acudir al bufete para ver qué ocurría.

Había acercado la silla de Ida Ruth. Me encogí detrás y la orienté hacia donde sin duda se hallaba el agresor y avancé hacia la puerta arrastrándola conmigo. Sonó otro disparo. El proyectil perforó con tal violencia el tapizado de la silla que ésta retrocedió y el respaldo de plástico me golpeó en la cara. La nariz empezó a sangrarme y me esforcé por no gritar. Siempre encogida, me precipité sobre la puerta sin soltar la silla tras la que me escudaba. Alargué la mano y palpé la jamba hasta que di con el tirador. Estaba cerrada. El agresor volvió a hacer fuego. Una astilla de madera me pasó rozando la mejilla. Me eché al suelo pegada a la pared y utilicé el zócalo como guía mientras reptaba y rogaba al cielo que me confundiera con la moqueta. El siguiente disparo me resbaló por la cadera derecha como si un gigante quisiera encender una cerilla de igual tamaño frotándomela contra el costado. Volví a dar un bote sin poder evitar un grito de dolor. La punzada que sentí me indicó que me habían alcanzado. Abrí fuego a mi vez.

Me puse a dar vueltas en el suelo hacia el otro extremo del pasillo. Ya no contaba con más protección que la oscuridad. Si la vista se me había acostumbrado a las tinieblas, otro tanto le habría ocurrido al agresor. Volví a disparar hacia la puerta de Lonnie. Oí una exclamación de sorpresa. Disparé otra vez y repté a toda velocidad por el pasillo en dirección a la cocina. La nalga derecha me ardía y tenía acalambrados todo el costado y la pierna correspondientes. Como es lógico, no reptaba con la eficacia de una criatura de seis meses. Me pegué a la pared y noté que me saltaban las lágrimas, no de pesar, sino de dolor.

No me jacto de mis conocimientos sobre cómo trabaja el cerebro humano. Sé que la parte izquierda es verbal, lineal y analítica, y que resuelve los pequeños intríngulis de la vida cotidiana razonando con lógica. La parte derecha tiende a ser intuitiva, imaginativa, caprichosa e imprevisible, y da de pronto con la solución eurekiana del problema que a lo mejor nos hemos planteado tres días antes. No hay manera de explicar este proceso. Pues bien. Allí, encogida en la oscuridad, con la pistola en la mano y los labios apretados para no gritar como una cría, supe de repente y con claridad meridiana quién estaba frente a mí, dándole al gatillo. Y a quien le gusten los detalles mundanos, le diré que me entró un cabreo de muerte. Cuando sonó el siguiente disparo, me pegué totalmente al suelo, empuñé la pistola con las dos manos y disparé a mi vez. Supongo que había llegado la hora de tomar la palabra.

– ¿David?

Silencio.

– Sé que eres tú -dije. Se echó a reír.

– Por fin te has dado cuenta.

– Admito que me ha costado un poco -dije. Hablar de ese modo, con ese hombre y en medio de esa oscuridad tenía su punto de extrañeza. Me irritaba no poder verle bien la cara.

– ¿Cómo lo has sabido?

– Por la laguna que había entre el momento en que Tippy atropelló al peatón y el momento en que te atropelló a ti.

– Sigue.

– Llamé a Tippy y le pregunte qué había hecho durante aquellos treinta minutos. Resulta que fue a casa de Isabelle. Se produjo otro silencio.

– Seguramente acababas de matar a Isabelle -proseguí- cuando viste que la camioneta de Tippy se acercaba a la casa. Mientras ella llamaba a la puerta, tú te escondiste en la parte trasera del vehículo. Y, al marcharse, te alejó sin saberlo del escenario del crimen. Sólo tenías que esperar a que redujera la velocidad. Saltaste del vehículo por el lado del conductor y golpeaste con fuerza el costado. Tippy giró a la izquierda y de pronto apareciste tú en medio de la calzada y a la vista del equipo de trabajadores de la compañía del agua.

– Es verdad. Y con la opinión pública a mi favor -dijo.

– ¿Y Morley? ¿Por qué tuviste que matarle?

– ¿Estás de guasa? El viejo borrachín me tenía entre la espada y la pared. Acababa de descubrir la verdad cuando habló conmigo el miércoles. Sabía que estaba perdido si no me deshacía de él inmediatamente. Robarle los expedientes fue una ocurrencia afortunada; el viejo era el rey de la desorganización.

– ¿Dónde conseguiste las setas venenosas?

– Del patio de los Weidmann. La idea se me ocurrió al verlas. Me acerqué una noche, cogí una docena y le di una propina a mi cocinera para que me preparase un strudel de frutas. No habría distinguido una amanita de un paraguas. Por suerte no probó la masa para saber si estaba en su punto.

– He de admitir que eres un tipo listo -dije mientras ponía a todo tren la caja de pensar. El pasillo trazaba a mis espaldas un ángulo de noventa grados hacia la izquierda; no tenía salida, pero al final se encontraba la habitación de la fotocopiadora y, enfrente, la nueva cocina. Si me internaba en el pasillo, saldría de la línea de fuego, pero tendría que enfrentarme a un par de problemas que no sabía bien cómo resolver. Primero: ya no tendría a tiro a mi agresor. Segundo: estaría atrapada. Era innegable que, allí donde estaba, tampoco tenía escapatoria. Había una ventana pequeña en la cocina. Si la alcanzaba, con un poco de suerte, rompería el cristal y pediría socorro como una loca. Porque todo parecía indicar que nadie había oído el tiroteo que habíamos organizado. Si conseguía que la conversación continuara, tal vez David no se diera cuenta de que cambiaba de posición.

– Es asombroso que en seis años no hayas cometido ni un solo error -dije. Ya que estaba en ello, le sonsacaría de paso la información que pudiese.

– Una vez cometí un error -dijo a regañadientes.

– ¿En serio? ¿Cuándo?

– Una noche me emborraché con Curtis y hablé más de la cuenta. No sé cómo ocurrió. En cuanto terminé de hablar comprendí que tarde o temprano tendría que deshacerme del individuo.

– Increíble -dije-. ¿Tratas de decirme que Curtis no me mintió por una vez en su vida?

Barney rompió a reír.

– Desde luego. Y pensó que la información valía dinero y se puso en contacto con Ken Voigt. Como es lógico, Voigt empezó a pasarle dinero a Curtis para asegurarse su declaración. El muy imbécil…

Cerré los ojos. Voigt se había comportado ciertamente como un imbécil. Su avidez por ganar el juicio había puesto en peligro su credibilidad.

– ¿Y yo? ¿Hay algún plan en marcha o haces esto por deporte?

– Si te soy sincero, me gustaría que se te acabaran las balas para darte el puntillazo de una vez. He matado a Curtis con una H und K como la que tú tienes. Te voy a liquidar con la treinta y ocho con que despaché a Isabelle, y luego se la pondré a Curtis en la mano. Así parecerá que fue él quien la mató…

– Y que yo le maté a él -dije para terminar la frase-. ¿Has oído hablar alguna vez de la balística? Sabrán que el arma no era la mía.

– Yo ya estaré lejos entonces.

– Muy listo.

– Mucho -dijo-, a diferencia de la mayoría. Las personas son como las hormigas. Siempre trabajando y preocupándose por el pequeño mundo en que viven. No tienes más que observar un hormiguero. Es actividad pura. Desde el punto de vista de las hormigas se diría que todo es muy importante. Pero no lo es. En realidad, carece de objeto. Lo que hacen no sirve para nada. ¿Nunca has pisado una hormiga? ¿No has aplastado ninguna entre los dedos? No causa ningún remordimiento de conciencia. Dices: «Ya te tengo». Y todo se acaba. Pues entre tú y yo sucede lo mismo.