– ¿Sabes? Es muy profundo lo que dices. Incluso lo estoy anotando.
Aquello le enfureció y disparó dos veces; los proyectiles se hundieron en la moqueta, a mi derecha. Le devolví los disparos, para que viese que no me arredraba.
– Qué ingenua… -dijo-. Te las das de cínica, pero eres muy fácil de engañar…
– No saques conclusiones precipitadas -dije. Me pareció que asomaba la cabeza por la puerta de Lonnie. Apreté el gatillo dos veces y se ocultó.
– Has fallado.
– No sabes cuánto lo siento. -Saqué el cargador y conté con el tacto los proyectiles que quedaban. Y pensar que tenía varias cajas en el despacho…
– ¿Tienes problemas?
– Me he roto una uña.
Guardó silencio durante unos segundos.
– Ten cuidado con las balas. Sólo te queda una.
– Mentira. Me quedan dos.
Se echó a reír.
– Claro, lo que tú digas.
Estuve un momento callada.
– ¿Por qué estás tan seguro?
– Porque sé contar.
Agaché la cabeza un segundo para recuperar fuerzas. Había llegado la hora de moverse. Estiré el pie izquierdo y lo apoyé en el suelo. Noté que la zona entumecida aumentaba, aunque no supe calcular cuánto dolor y cuánta insensibilidad cabían en el mismo conducto nervioso.
– Sólo han sido siete -dije.
– Ocho -rectificó.
– Es una de diez tiros -repliqué, para ver si colaba. Empecé a retroceder hacia el punto donde giraba el pasillo.
– De diez tiros. Y un rábano. Eres una embustera -dijo.
– No me digas. ¿Qué pistola tienes tú?
– Una Walther. De ocho tiros. Y aún me quedan dos.
– Narices. Te queda sólo uno. También yo sé contar, listillo. -Retrocedía milímetro a milímetro, tanteando con el pie lo que tenía detrás. David Barney no pareció darse cuenta de que cambiaba de posición.
– A mí no me engañas. Sé muy bien de qué pie cojeas.
– Ponme un ejemplo -dije. Llegué al recodo y me doble de tal manera que quedé con las piernas en el tramo interior del pasillo y de cintura para arriba en el tramo exterior. David Barney estaba ahora a ocho metros. Me apoyaba sobre el costado derecho; notaba los tejanos empapados de sangre. Bajé los ojos para observar la herida. Me di cuenta de que me brillaba la cadera. Me incorporé apoyándome en el codo. Comprendí que había aplastado el llavero y el movimiento había encendido la linterna de bolsillo. Saqué el llavero y apagué la linterna. Puse las llaves a un lado, con miedo de que tintinearan.
– Por ejemplo, lo de tus mentiras -dijo él-. Alardeas de saber mentir, pero no eres más que una cantamañanas.
– ¿Quién te ha puesto al corriente?
– No sabes cuánta información se obtiene en la cárcel.
– Tú también eres un cantamañanas -dije-. Seguro que tu pistola es de nueve tiros.
Por lo visto se lo tomó como un piropo.
– Nunca lo sabrás -dijo.
– ¿Por qué estabas tan seguro de que vendría aquí? -Me puse a gatas.
– Elemental. Le dijiste a Curtis que tenías aquí la pistola. Por eso establecí el encuentro en el Refugio de los Pájaros. Sabía que no te atreverías a ir desarmada.
Dejémoslo estar, me dije. Estaba ya medio acuclillada, en posición de salida, como un atleta, y con la nalga doliéndome lo indecible.
– ¿Sigues ahí?
No contesté.
– ¿Dónde estás?
Eché a correr cojeando hacia la puerta de la cocina. La luz que se filtraba del exterior la iluminaba, aunque poco.
De un vistazo comprendí que no había ningún sitio donde esconderse. Di la vuelta y enfilé hacia la habitación de enfrente. Avancé de puntillas hasta el fondo, me agaché junto a la fotocopiadora y apoyé la espalda en la pared. Doblar la rodilla derecha me dolió tanto que tuve que morderme los labios para no gemir. Me senté en el suelo con la pistola en la mano derecha y la linterna en la izquierda. Tenía las manos húmedas de sudor y los dedos helados.
– ¿Kinsey? -Su voz se oyó en el pasillo. De un momento a otro se daría cuenta de que ya no estaba allí y correría en mi persecución.
Estaba totalmente pegada a la fotocopiadora, con las rodillas a la altura de la barbilla. Esperaba ofrecer el menor blanco posible, aunque encogerse en un rincón no era quizá lo más apropiado para este fin. De un balazo podían atravesarme todo lo que tenía bajo el forro de la piel.
– ¡Oye! -gritó-. Que te estoy hablando. -A juzgar por el sonido, deduje que seguía en los alrededores del despacho de Lonnie. Al parecer se había enfadado. Procuré contener la respiración.
Abrió fuego.
Aunque estaba en la otra punta del pasillo y en otra habitación, di un brinco. Ocho balas. Si la pistola era de ocho tiros, estaba salvada. Si era de nueve, adiós mundo cruel. En cuanto David adivinase dónde me había escondido, mi suerte estaría echada. Ya era demasiado tarde para cambiar de escondite. Notaba esa humedad fría y enfermiza que se apodera de nosotros cuando estamos a punto de caer en el sueño sin retorno. Me sequé la cara con la manga de la camisa. El miedo se había colado en mi interior como un vapor helado y me subía y bajaba por la columna.
La idea de morir es a la vez trivial y aterradora, absurda y angustiosa. El instinto se aferra a la vida mientras la conciencia suelta amarras, deseosa de caer libremente, deseosa de remontar el vuelo. Si algo lamentaba era no saber cómo terminarían las historias cuyo comienzo había presenciado. ¿Acabarían por enamorarse William y Rosie? ¿Cumpliría Henry los noventa? ¿Conseguiría Lonnie que limpiaran bien todas las manchas de sangre que había en la moqueta?
Había muchas cosas que no había hecho y muchas más que ya no podría hacer. Morir de imbecilidad, Dios mío, pero, ¿por qué?
Tragué aire a bocanadas para despejarme.
Oí la voz de David Barney en el pasillo, muy cerca.
– ¿Kinsey? -Miraba seguramente en la cocina con la misma perentoriedad que yo, comprobando que allí no había sitio para esconderse. Probablemente inspeccionó las oficinas mientras me esperaba. Tenía que saber que el único sitio que quedaba era el cuarto de la fotocopiadora. Percibí el murmullo de su respiración.
– Oye. ¿Estás ahí? ¿Te seduce un pequeño concurso de mentiras? ¿Cuántas balas te quedan? ¿Una o ninguna?
No contesté.
– ¿Qué dice la señora? La señora sostiene que le quedan dos balas. ¿Miente o dice la verdad?
Me temblaban tanto las manos que apenas podía sostener la pistola. Apunté hacia la puerta y disparé. Oí un «ay» preñado de dolor. El prolongado gemido que emitió a continuación me indicó que le había dado y que la herida era de consideración. Ya estábamos en paz. Entró arrastrándose en la habitación.
– Nueve -dijo. Adoptó una actitud bufonesca y me preguntó con grandilocuencia teatral-: ¿Estás preparada para morir?
– Yo no diría exactamente preparada, aunque no me sorprendería. -Alcé la linterna con la mano izquierda y accioné el interruptor. Emitió un haz luminoso no más ancho que un paquete de tabaco, pero bastó para señalarme dónde estaba- ¿Y tú? -dije-. ¿Sorprendido? -Le disparé a quemarropa y comprobé el resultado.
Fue de libro. En las películas ocurren ochocientas mil cosas cuando se dispara a alguien: la víctima retrocede un metro o sigue andando hacia el agresor, o salta de la bañera, o se levanta del suelo y a veces encaja tantas balas que la camisa se convierte en un colador. La verdad es que, cuando se recibe un balazo, duele una barbaridad. Puedo jurarlo con la mano en la Biblia. David Barney tuvo que sentarse en el suelo, apoyar la espalda en la pared y pensar en la vida. En el costado izquierdo se le formó una mancha roja y húmeda que le estropeó la camisa y que le hizo abandonar la expresión de superioridad y adoptar otra de consternación. Le observé durante un instante.