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– Todos llegamos a los noventa en mi familia -dijo Henry con acritud. A fuerza de cachetes había acabado por dar forma a las hogazas y ahora las ponía en una fila de bandejas untadas con aceite.

Oí un suave pitido.

William sacó el reloj de bolsillo y levantó la tapa.

– Es la hora de las pastillas -dijo-. En cuanto me las tome, iré a mi habitación y me echaré un rato para compensar la tensión del viaje. Le pido mil perdones, señorita Millhone. Ha sido un placer conocerla.

– Lo mismo le digo, William.

Nos dimos la mano otra vez. En cierto modo, parecía fortalecido por la conferencia que nos había dado sobre los peligros de los productos con grasa.

Mientras yo preparaba los bocadillos, Henry metió en el horno seis hogazas de pan. No nos atrevíamos a decir nada, pues William estaba aún en el cuarto de baño; éste llenó un vaso y se dirigió a su habitación. Nos sentamos a comer.

– Creo que ya puedo pronosticar que van a ser dos semanas larguísimas -murmuró Henry.

Me dirigí al frigorífico, cogí dos Pepsis Light y volví a la mesa. Henry las destapó y me pasó una. Mientras comíamos le conté los detalles de la investigación en que andaba: le gusta que le cuente cosas de mi trabajo; y, a mí, oírme hablar me aclara las ideas.

– ¿Qué piensas del tal Barney? -preguntó.

Me encogí de hombros.

– Es un pájaro de cuidado, pero Kenneth Voigt tampoco acaba de gustarme. Es un sujeto despiadado. Tienen suerte de que las leyes de este país no se hayan moldeado a tenor de mis opiniones personales.

– ¿Crees que el testigo de cargo dice la verdad?

– Lo sabré cuando averigüe dónde estaba el 21 de mayo -dije.

– ¿Por qué tiene que mentir, si es tan sencillo comprobar lo que afirma? Según dices, si realmente estaba en la cárcel, lo único que tienes que hacer es comprobar su ficha.

– Pero, ¿por qué tiene que mentir David Barney si la comprobación también repercute sobre sus afirmaciones? Por lo visto, a nadie se le ha ocurrido verificar la fecha hasta ahora…

– A menos que la comprobara Morley Shine antes de morir -dijo Henry, e imitó los compases que subrayan los «momentos decisivos» de las teleseries y radionovelas.

Sonreí; tenía la boca demasiado llena de atún para contestar.

– Sí, fantástico -dije cuando tragué el bocado-. Hago bien el trabajo y encima acabo en la morgue. -Me limpié la boca con una servilleta de papel y tomé un sorbo de Pepsi.

Henry hizo un ademán con la mano para quitar importancia a la situación.

– Lo más seguro es que Barney haya querido levantar una cortina de humo.

– Espero que sea sólo eso. Porque si al final resulta que tiene razón, no sé qué voy a hacer. -La frase sonó solemne.

Antes de marcharme, llamé al teniente Becker para saber si había recibido alguna noticia de la dirección de la penitenciaría.

– Acabo de hablar por teléfono. El tipo tenía razón. Curtis McIntyre compareció aquel día ante el juez y fue acusado formalmente de allanamiento de morada. Puede que se cruzara con Barney en el pasillo mientras se dirigía a la sala, pero lo lógico es que estuviera esposado con los demás detenidos. No es probable que hablara con él.

– Aquí ocurre algo raro, y tengo que averiguar qué es.

– Pues será mejor que te des prisa. McIntyre ha salido de la cárcel hoy, a las seis de la mañana.

10

Volví al despacho y llamé a la sargento Hixon, una amiga mía que trabaja en la cárcel. Consultó la ficha de Curtis McIntyre y me comunicó la dirección que éste había dado al último funcionario que había decretado su libertad condicional. Por lo visto, Curtis pasaba todos los años una temporada en las instalaciones gratuitas que administraba la Comisaría del Sheriff del Condado de Santa Teresa, que para él tenían que ser una versión particular de esos apartamentos en Hawai que sólo se ocupan durante las vacaciones. Cuando no disfrutaba de las comidas gratis y de los partidos de baloncesto de la penitenciaría, ocupaba al parecer una habitación en el Thrifty Motel («Por días, por semanas, por meses… con derecho a cocina») del sector norte de State Street.

Aparqué el VW al otro lado de la avenida y enfrente del establecimiento, al que, según pude comprobar de un vistazo, se podía ir a pie desde la cárcel. Curtis ni siquiera tenía que buscar taxi cada vez que le ponían en libertad. Supuse que su habitación era la única que no tenía estacionado delante un vehículo desvencijado. Los ocupantes de las demás exhibían Chevrolets y Cadillacs de diez años de antigüedad, los coches preferidos por los especialistas en estafar a compañías de seguros automovilísticos, profesión que quizá desempeñaran. Curtis no llevaba en libertad el tiempo mínimo que se necesita para involucrarse en actividades ilegales. Bueno, quizá tirar basura a la calle, conducta inmoral y escupir en público, pero nada de mayor cuantía.

El Thrifty Motel parecía una reproducción de los moteles de carretera donde Bonnie y Clyde se escondían de la policía. Tenía forma de L, era de piedra artificial y estaba pintado de ese color verde tan raro que adquieren las yemas cuando los huevos se hierven durante demasiado tiempo. Había doce habitaciones en total, todas con un porchecito algo mayor que un felpudo y caléndulas plantadas en latas iguales de café, agrupadas en dúos y tríos, junto a los peldaños de cada porche. Adosada a la oficina de recepción había una máquina de Coca-Colas y la ventana estaba medio llena de reproducciones en tamaño natural de tarjetas de crédito que aceptaban.

Iba a cruzar la avenida para comprobar si mi hombre estaba allí cuando vi salir a McIntyre de la habitación que le había asignado mentalmente. Parecía descansado, y recién afeitado; vestía unos tejanos, una camiseta blanca y una cazadora vaquera. Se pasaba un peine de bolsillo por el pelo húmedo de la ducha y los rizos le perfilaban las orejas. Fumaba y masticaba chicle a la vez, refrescante combinación aromática para cultivar el buen aliento. Puse en marcha el VW y le seguí a distancia.

Procuré no perderlo de vista mientras avanzaba en dirección oeste y pasaba por delante de una serie de comercios, una pizzería, una gasolinera, una casa de alquiler de coches, un supermercado del bricolaje y una tienda de artículos de jardinería. Un poco más allá, donde la avenida doblaba hacia la izquierda, había un bar donde daban comidas, un local llamado The Wander Inn. Curtis arrojó la colilla hacia la calzada y desapareció por la puerta, abierta de par en par. Me introduje en el aparcamiento alfombrado de grava que había detrás y dejé el coche en una de las diez plazas vacías. Entré por la puerta trasera, pasé ante los lavabos y la cocina, donde vi al cocinero escurriendo el aceite de una freidora metálica llena de patatas fritas.

El interior del local, todo de poliuretano, olía a cerveza y estaba iluminado por el prisma de luz solar que entraba por la puerta. El humo del tabaco daba ya al local el aspecto borroso de las fotos antiguas. Los únicos colores que distinguí fueron los chillones matices primarios de la máquina de marcianitos, donde una astronauta de grandes pechos cónicos, enfundada en un ceñido traje espacial de color azul y calzada con botas amarillas hasta el muslo, estaba a horcajadas sobre la Tierra. A sus espaldas, una nave espacial roja, y que tenía forma de consolador, partía rumbo a la Luna.

Los seis hombres de la barra se volvieron para mirarme, pero Curtis no era ninguno de ellos. Lo vi en un reservado, empinando una botella de cerveza mientras la nuez de Adán le subía y bajaba como un émbolo. Dejó en la mesa la botella vacía y se inmovilizó para emitir una serie de ruidosos eructos en cadena, igual que un león marino enfadado cuando ladra a su pareja.

Una camarera con pantalón negro, camisa blanca y playeras salió de la cocina con una bandeja de comida caliente y se dirigió al reservado de Curtis. Esperé a que le dejara en la mesa la hamburguesa con queso y el plato de patatas fritas, que Curtis roció con generosas raciones de sal y Ketchup. Amontonó la lechuga, el tomate, el pepinillo y la cebolla encima de la hamburguesa, lo tapó todo con la otra mitad del panecillo y lo aplastó con los dedos. Tuvo que coger el bocadillo con las dos manos para poder llevárselo a la boca. Me acerqué al reservado y me deslicé en el asiento que había frente a él. Manifestó todo el entusiasmo que pudo exteriorizar con la boca llena y los labios pintados de Ketchup.