– ¡Hola! ¿Qué tal? ¡Oye, qué alegría! No me lo puedo creer. ¿Cómo sabías que estaba aquí? -Engulló el bocado y se limpió la parte inferior de la cara con una servilleta de papel. Le alargué otra que cogí del servilletero y le observé mientras se limpiaba los dedos, operación tras la que insistió en chocarme la mano. No se me ocurrió ninguna excusa educada para negarme, aunque sabía que la mano me olería a cebolla durante una hora.
Crucé los brazos y apoyé los codos en la mesa para disuadirle de nuevos contactos.
– Tenemos que hablar, Curtis.
– Tengo todo el tiempo del mundo. ¿Te apetece una cerveza? Te invito.
Sin esperar mi respuesta, enseñó al camarero de la barra la botella de cerveza y dos dedos.
– ¿Quieres comer algo? Pide lo que quieras -me ofreció.
– Acabo de comer.
– Coge patatas entonces. Pica lo que quieras. ¿Cómo sabías que me habían soltado? La última vez que nos vimos estaba entre rejas. Estás de miedo.
– Gracias. Tú también. La última vez que nos vimos fue ayer -dije.
Se levantó y fue a la barra para coger las cervezas. Aproveché la ocasión para picar unas patatas. Las habían cortado en forma de cuña, les habían dejado la piel y estaban muy bien cocinadas. Curtis volvió al reservado con las botellas, se puso junto a mí y sacudió la cadera como si quisiera sentarse a mi lado.
– Ni hablar -dije. Se comportaba como si fuera mi novio, y advertí que los de la barra nos miraban ya con cara especulativa.
Me negué a hacerle sitio y tuvo que sentarse donde antes. Me pasó una cerveza y me sonrió de oreja a oreja. Harto de cerveza, tabaco y grasas saturadas, tal vez creyera que, con un poco de suerte, a lo mejor ligaba aquella tarde.
– No vas a ser mala conmigo, ¿verdad, cariño?
– Curtis, acaba de comer y deja de mirarme con cara de carnero degollado. Me entran ganas de atizarte con un periódico.
– Eres un cielo -dijo. La pasión, por lo visto, le había quitado el hambre. Apartó la bandeja, encendió un cigarrillo y me lo ofreció, como si acabáramos de retozar en la cama.
– No soy ningún cielo. Tengo muy malas pulgas. Y ahora, al grano. Hay un pequeño problema con lo que me contaste ayer.
Arrugó el entrecejo para demostrarme que se ponía serio.
– ¿Qué quieres decir?
– Me contaste que habías asistido al juicio de David Barney.
– A todo no. Ya te lo dije. El delito es interesante a veces, pero la ley es aburrida, ¿conforme?
– Me dijiste que habías hablado con David Barney cuando salió de la sala, poco después de que le absolvieran.
– ¿Eso te dije?
– Sí.
– Esa parte no la recuerdo. ¿Cuál es el problema?
– El problema es que entonces estabas esperando a que te acusaran formalmente de allanamiento de morada.
– Nooooo -exclamó con incredulidad-. ¿En serio?
– Muy en serio.
– Me has cogido, chica. Me había olvidado de todo eso. Seguramente me confundí con las fechas, pero lo demás es la Biblia. -Levantó la mano como si estuviese en el estrado de los testigos-. Lo juro por Dios.
– Deja de mentir, Curtis, y dime qué pasa aquí. No hablaste con él. Mientes cada vez que abres la boca.
– Un momento. Un momento. Hablé con él. Pero no donde te dije.
– ¿Dónde, entonces?
– En su casa.
– ¿Fuiste a su casa? Mentira podrida. ¿Cuándo?
– No lo sé. Puede que un par de semanas después de su juicio.
– Creía que estabas entonces entre rejas.
– Qué va, ya me habían soltado. Mi abogado hizo un trato. Me declaré culpable de un delito de inferior cuantía, voluntariamente.
– Olvídate de la jerga jurídica y dime cómo aterrizaste en casa de David Barney. ¿Le llamaste tú o te llamó él?
– No me acuerdo.
– ¿No te acuerdas? -dije con escepticismo. Le hablaba con desdén, pero Curtis no parecía advertirlo. Seguramente estaba acostumbrado a que hablaran así todos los fiscales a los que había tenido que enfrentarse en su breve e ilustre carrera.
– Le llamé yo.
– ¿Cómo obtuviste su teléfono? -Llamé a Información.
– ¿Por qué quisiste ponerte en contacto con él?
– Me pareció que no tenía muchos amigos. A mí me ha ocurrido. En cuanto tienes problemas con la ley, la gente se aleja de ti. A nadie le gusta que le vean con un presidiario.
– O sea que pensaste que Barney necesitaba un buen amigo y quisiste llenar esa laguna en su vida. Cuéntame lo demás.
Respondió con timidez y no tuvo reparo en humillarse:
– Bueno, verás, yo sabía que vivía en Horton Ravine y, bueno, supuse que comida no le faltaría, o un par de copas. Habíamos sido compañeros de celda y me dije que lo menos que podía hacer era tratarme con amabilidad.
– Fuiste a pedirle dinero -dije.
– Podría enfocarse de ese modo.
De todo lo que había dicho hasta el momento, era lo único que parecía cierto.
– Yo acababa de salir, andaba falto de fondos, y el tipo estaba forrado. Nadaba en oro…
– Ahórrate esa parte. Te creo. Descríbeme la casa.
– Entonces vivía en la casa de su mujer, encima de una colina, de esas que llaman españolas, con mucho jardín y una terraza donde había una piscina de fondo negro…
– Perfecto. Continúa.
– Llamo a la puerta. Me abre y le digo que pasaba por allí y que me había acercado para felicitarle por haber salido bien librado de una acusación de homicidio. Entonces me hace pasar y tomamos un par de copas…
– ¿Qué bebisteis?
– El tomó una cosa muy fina, vodka con tónica y un pedazo de limón. Yo tomé whisky a palo seco y después con agua. Era whisky de marca.
– Os tomasteis el par de copas y…
– Nos tomamos el par de copas y dijo a la vieja que había en la cocina que preparase algo para picar. Una cosa verde. Aguacate con cebolla y salsa picante y unos triangulitos de color gris. Le dije: «¿Qué son estas cosas triangulares?», y me dijo: «Tortitas de maíz azul». Pero a mí me parecían grises, chica. Y así estuvimos, bebiendo y charlando casi hasta la medianoche.
– ¿Y la cena?
– No hubo cena. Sólo picamos, por eso cogimos una borrachera espantosa.
– ¿Y luego?
– Fue entonces cuando dijo eso, lo que había hecho con su mujer.
– ¿Qué dijo exactamente?
– Dijo que llamó a la puerta. Que ella bajó y encendió la luz del porche. El esperó hasta que vio que el ojo de ella tapaba la luz que pasaba por el agujero de la puerta. Y apretó el gatillo. ¡Pum!
– ¿Por qué no me lo contaste al principio?
– No me pareció decente -dijo con sentido de la rectitud-. Quiero decir que fui a su casa para pedirle dinero prestado. No quería que me tomaran por un resentido al que han dado con la puerta en las narices. Nadie me hubiera creído si hubiera contado la verdad. Además, se portó bien y no quería parecer desagradecido.
– ¿Por qué tenía que admitir que la había matado?
– ¿Y por qué no? Le habían absuelto y no podían volver a juzgarlo.
– Por lo criminal, no.
– Mira ésta ahora. ¿Crees que al tipo le preocupa un juicio civil?
– ¿Estás dispuesto a declarar ante un tribunal lo que me has contado?
– No me importaría.
– Declararás bajo juramento -dije para asegurarme de que comprendía de qué se trataba.
– Claro. Sólo que… bueno, ya sabes.