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– ¿Le vio Tippy?

– ¡Casi me atropella! No sé si se dio cuenta, pero por poco no me arrolla al enfilar por la salida. Miré el reloj porque pensé que el cronometraje se había ido a pique y el incidente me puso de mal humor.

– ¿Había alguien más por allí?

– Desde luego, un individuo que trabajaba en un empalme de cañerías. Había una cuadrilla de obreros en los alrededores. Seguramente no se acordará, pero aquellas Navidades llovió torrencialmente. Se empapó el terreno, hubo corrimientos en la superficie del suelo y las cañerías reventaron por todas partes.

– Ha dicho antes que su coartada no era a prueba de bomba. ¿A qué se refería?

Esbozó una sonrisa.

– Es a prueba de bomba cuando se está muerto o en presidio. Un peso pesado como Kingman siempre podrá encontrar la manera de tergiversar los hechos. Lo único que yo digo es lo siguiente: me hallaba a varios kilómetros de distancia y tengo un testigo. Y es un trabajador, un hombre honrado, no uno como McIntyre.

– ¿Y Tippy? Que yo sepa, nunca aludió al incidente. ¿Por qué no hizo que declarase?

– ¿Y para qué? Pensé que, si me hubiera visto, habría dicho algo. Y aun en el caso de que me hubiera reconocido, es mi palabra contra la suya. Tenía dieciséis años y estaba furiosa, no sé por qué: puede que acabara de romper con el novio o que se le hubiera muerto el gato. Lo importante es que yo estaba a varios kilómetros de la casa cuando mataron a Isabelle. No supe lo ocurrido hasta al cabo de una hora, cuando volví a pasar corriendo junto a la casa. Todo estaba iluminado y lleno de coches de la policía.

– ¿Y la cuadrilla de trabajadores? ¿Apoyarían su versión?

– ¿Por qué no? El tipo ya subió al estrado la otra vez, uno llamado Angeloni. Está en la lista de testigos, seguramente entre los primeros. Tuvo que verme y estoy seguro de que también vio la camioneta de la muchacha. Me dio tal susto que tuve que sentarme en el bordillo para tranquilizarme. Permanecí sentado cinco o seis minutos. Lo envié todo a la porra y volví a casa.

– ¿Se lo contó a la policía?

– Lea usted los informes. La acusación partió de la policía, lo que quiere decir que no comprobaron mi declaración.

Guardé silencio durante unos segundos, dudosa. Aquella confesión me habría parecido ridícula dos días antes. Ahora no estaba segura.

– Se lo contaré a Lonnie cuando hable con él. No puedo hacer más. -Dios mío, ¿tendría que comprobar su coartada?

Fue a decir algo, pero cambió de idea.

– Adelante. Cuénteselo. Es lo que quiero. Perdone las molestias -dijo. Me miró a los ojos durante una fracción de segundo-. Muchas gracias por todo.

– De nada.

Volvió a su coche. Vi por el retrovisor que ponía en marcha el vehículo y retrocedía por el sendero. Oí el crujido de su transmisión al cambiar de marcha y se alejó del lugar. Menuda historia me había contado. Contenía un punto de extrañeza, pero no podía determinar dónde se encontraba. ¿De verdad había estado Tippy Parsons en aquel cruce? Era fácil averiguarlo. Y recordaba haber leído algo sobre una tromba de agua por aquellas fechas.

Me alejé de la acera para acudir a la cita con la ex mujer de Barney.

La Clínica Médica Santa Teresa, donde trabajaba Laura Barney, era un pequeño edificio de madera que se alzaba al lado mismo del Hospital Clínico de Santa Teresa. La fachada era insípida -incluso algo descuidada- y, aunque el interior era agradable, se le notaba el bajo presupuesto de que había partido. En la sala de espera, los asientos eran de plástico azul, moldeados de forma cóncava, y con patas metálicas unidas en grupos de seis unidades. Paredes amarillas y suelos de metacrilato pardo con rayas blancas. A un extremo de la sala había un mostrador ancho de madera. Al fondo, al otro lado de una puerta rematada por un arco de anchura notable, vi cuatro mesas, sillas oficinescas de respaldo recto, teléfonos, máquinas de escribir… nada que ver con la alta tecnología, la posmodernidad o la codificación cromática. Por los niños pequeños y las mujeres embarazadas que llenaban el lugar supuse que se trataba de una institución que combinaba la maternidad con la medicina infantil. Ya casi era hora de cerrar, aunque en la sala de espera aún había pacientes para llenar una hora de consultas. El suelo estaba alfombrado de juguetes infantiles y revistas rotas.

Me acerqué al mostrador e identifiqué a Laura Barney por el marbete de la pechera, que decía «L. Barney, enfermera». Vestía un uniforme blanco compuesto de chaqueta, pantalón y zapatillas blancas. Le eché cuarenta y tantos años. Había llegado a esa edad en que aún puede hacerse alarde de la misma lozanía que cuando se tiene diez años menos; sólo hay que ponerse más maquillaje, aunque el efecto comienza a desvanecerse al cabo de un par de horas. A las cinco de la tarde, la base y la capa de polvos le transparentaban ya la piel, enrojecida a causa del humo del tabaco. Parecía la típica mujer que no ha tenido más remedio que ponerse a trabajar, pero que preferiría vivir del cuento.

Estaba dándole instrucciones a una nueva empleada, seguramente la misma joven con quien había hablado yo por teléfono. Contaba dinero como si fuera la cajera de un banco, pasando los billetes a velocidad casi superior a la del ojo y poniéndolos con el anverso hacia arriba. Si encontraba alguno de valor diferente, lo ponía en el lugar que le correspondía.

– Hay que poner todos los billetes del mismo modo y ordenarlos de menor valor a mayor. De un dólar, de cinco, de diez, de veinte -decía-. Así no devolverás nunca un billete de diez dólares cuando quieres devolverlo de uno… -Los sacudió como un mago que fuera a hacer un truco con una baraja. Casi esperaba que dijera: «Coge un billete cualquiera». Por el contrario, dijo-: ¿Lo has comprendido?

– Sí, señora. -A la joven, de unos diecinueve años, le sobraban algunos kilos, tenía el pelo negro y rizado, las mejillas coloradas, y en sus ojos negros parecían despuntar sendas lágrimas contenidas.

L. Barney, enfermera, volvió a abrir la caja registradora, sacó un fajo de billetes sin ordenar y se lo tendió a la otra en silencio. La joven lo cogió y, cohibida por sentirse observada, comenzó a clasificarlos, enderezando con tanta torpeza como experiencia había habido en los gestos de Laura Barney. Había varios billetes de valor heterogéneo, apoyó el fajo en el pecho para ponerlos en su sitio y se le cayeron dos de cinco dólares. Murmuró una disculpa y se agachó con rapidez, para recogerlos. Laura Barney la observaba con una sonrisa, y en sus ojos casi se reflejó el impulso de quitarle el dinero de un manotazo para clasificarlo ella misma. Debía de quemarle por dentro el deseo de enseñarle de manera práctica la facilidad con que una cajera experimentada ejecutaba una operación tan elemental. La concentración con que observaba a la joven no hacía más que aumentar la torpeza de ésta.

Se conducía de un modo brusco y práctico. Había cogido un bolígrafo y tamborileaba con él con impaciencia. No era de las que perdían el tiempo comprendiendo las circunstancias ajenas. O vales o no vales. Tanto trabajas, tanto te pago. Su sonrisa era agradable, pero crispada, y seguramente la esbozaba sólo durante los escasos segundos necesarios para dar constancia del hielo que había debajo de ella. Si después se formulaba una queja ante el director de la clínica había que andarse con ojo, porque éste insistiría en que se le describieran con pelos y señales los defectos concretos que motivaban la queja. Ya había tratado con personas así. Aquella mujer era forma sin contenido, una exigente en cuanto a los detalles, una defensora sin contemplaciones de las normas y los reglamentos. Era la típica enfermera que, a la hora de poner una antitetánica, decía al paciente que iba a ser como la picadura de una abeja cuando en realidad salía un bulto más gordo que el pomo de una puerta.

Alzó la vista para mirarme y volvió a esbozar la sonrisa crispada.